🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

Kamui

viernes, 29 de agosto de 2025



Al principio me negaba. No quería mirarme en el espejo, no quería aceptar que ya no era un chico. El cambio había llegado como una condena lenta, como un virus que corroía cada parte de mi masculinidad hasta dejarme convertido en otra cosa.


El joven fuerte y ambicioso que yo era había desaparecido. En su lugar, el reflejo me devolvía la imagen de una mujer madura, voluptuosa, con curvas amplias y un aire de experiencia que jamás había tenido.


Mi cabello, antes corto y rebelde, ahora caía en ondas largas sobre mis hombros. Mis labios eran gruesos, siempre húmedos, y mis mejillas conservaban ese rubor natural de una mujer que despierta deseos. Pero lo que más me costó aceptar fue mi cuerpo: senos grandes, pesados, que se movían con cada respiración; caderas anchas, de madre, que marcaban un vaivén imposible de ocultar; y un trasero redondo, generoso, que me hacía sentir expuesta cada vez que alguien caminaba detrás de mí.


Durante semanas me escondí. No podía soportar la idea de que los demás me vieran así, de que reconocieran en mí a una mujer madura donde antes había un hombre joven. Pero el tiempo me fue desgastando, y descubrí algo que no esperaba: mi cuerpo pedía atención. Mis pezones se endurecían con el más leve roce de la ropa, mis muslos se calentaban cuando recordaba cómo me miraban en la calle, y en las noches mis manos recorrían mi nueva piel con ansiedad.


Fue entonces que me di cuenta: madurar no era solo crecer, también era aceptar. Aceptar que mi vida ya no sería la de antes, aceptar que no había marcha atrás. Y poco a poco, lo fui admitiendo.


“Madura es aceptar que ser mujer no está tan mal… después de todo, tengo un cuerpo maduro.”


La primera vez que lo dije en voz alta estaba desnuda frente al espejo, acariciando mis caderas con las dos manos. Toqué mis senos, los levanté, los solté, y los vi rebotar pesados. Mi trasero, amplio, me devolvía una silueta que antes hubiera deseado como hombre, y que ahora me pertenecía por completo.


Mi reflejo ya no me aterraba: me excitaba.


Y con la aceptación vino algo más: la decisión de vivir como mujer. Me vestí con ropa ajustada, que marcaba mis curvas. Me maquillé los labios de rojo intenso. Caminé por la calle con tacones, sintiendo cómo mis caderas se movían naturalmente, y por primera vez disfruté las miradas de los hombres. No eran miradas de burla ni de compasión: eran miradas de deseo. Me deseaban. Y yo lo disfrutaba.


Esa misma noche, uno de ellos se me acercó en un bar. Un hombre maduro, fuerte, con una sonrisa segura. Antes me hubiera sentido incómodo, pero esa vez, en mi nueva piel, respondí a su invitación con una sonrisa tímida. Tomamos unas copas, hablamos, y cuando me ofreció acompañarlo a su departamento, acepté sin dudarlo.


El camino en el taxi. Una parte de mí aún recordaba que había sido un hombre. Otra parte, la que dominaba, latía de deseo, anticipando lo que vendría.


Cuando llegamos, apenas cerró la puerta, me besó con fuerza. Sus manos recorrieron mi espalda, bajaron a mis caderas, apretaron mi trasero. Y yo gemí contra sus labios, sin contenerme.


La ropa cayó al suelo poco a poco, hasta que quedé desnuda bajo su mirada. Sentí su deseo al verme, y en ese momento no tuve dudas: ser mujer no era una condena, era una bendición.


Nos tumbamos en la cama, y él me acarició como si supiera exactamente lo que necesitaba. Sus labios recorrieron mis senos, chupando mis pezones hasta hacerme retorcer de placer. Sus manos me abrían los muslos, y yo, con el rostro encendido, lo dejaba explorarme sin resistencia.


Cuando me penetró, un gemido profundo me escapó de los labios. Mi cuerpo, mi nuevo cuerpo, lo recibió como si hubiera estado esperando ese momento toda la vida. Sus embestidas me hicieron temblar, mis senos rebotaban con cada movimiento, mi trasero se alzaba para encontrarlo.



La mujer que ahora era se entregó por completo. No había miedo, no había dudas. Solo placer.


Y cuando todo terminó, cuando ambos caímos rendidos sobre la cama, sudados y exhaustos, me acaricié el vientre, aún temblando, y repetí en voz baja, casi como un mantra:


“Madura es aceptar que ser mujer no está tan mal. Después de todo… tengo un cuerpo maduro.”


Me dormí esa noche con una sonrisa en los labios, sabiendo que había aceptado mi destino. Y no solo lo había aceptado: lo había abrazado.


Ahora, cada día, vivo como lo que soy. Me arreglo, me maquillo, camino erguida, con mis curvas moviéndose con orgullo. Y cuando los hombres me miran con deseo, cuando sus ojos se clavan en mis senos o en mi trasero, no me escondo.


Soy una mujer madura. Soy una milf. Y me encanta serlo.




domingo, 24 de agosto de 2025

 



Nunca olvidaré la expresión en el rostro de John el día del funeral. Vacío. Apagado. Como si la vida se le hubiera escapado del cuerpo junto con el último aliento de Sarah.


Sarah era… perfecta para él. Alegre, dulce, paciente. Una de esas personas que iluminaban una habitación solo con entrar. Y cuando ella murió, fue como si se apagara también la luz de mi mejor amigo.


Durante meses, intenté ayudarlo. Lo acompañaba al trabajo, lo sacaba a tomar algo, incluso traté de presentarle a otras mujeres. Pero él solo sonreía de forma vacía y decía:

—Nadie se le compara. Nunca podré seguir adelante.


Al principio pensé que el tiempo lo curaría, pero los meses se convirtieron en años. Y John seguía igual. No hablaba con nadie, no salía, apenas comía. Se limitaba a sobrevivir. Y yo… lo quería demasiado como para seguir viendo cómo se destruía.


Una noche, navegando sin rumbo por internet, encontré algo extraño. Una página de aspecto antiguo, con símbolos arcanos y un título que parecía salido de un libro de cuentos:

“Los deseos del corazón: concede lo que más amas, a cambio de algo de igual valor.”


Reí. ¿Qué clase de tontería era esa? Sin embargo, había una parte de mí que no podía ignorar lo desesperado que estaba por ver feliz a John de nuevo.

La página pedía escribir un deseo con detalle y depositar “una ofrenda simbólica”, algo que representara la sinceridad del corazón. Así que, sin pensarlo demasiado, escribí:


 “Deseo que John pueda volver a tener a Sarah, que ella regrese a su vida y vuelva a sonreír como antes.”



Dejé mi anillo —el que usaba desde que tenía dieciocho años— junto al teclado, a modo de ofrenda. Luego apreté “enviar” y la pantalla parpadeó. Por un momento, sentí un escalofrío. En letras rojas apareció una advertencia que no había notado antes:


 “Todo deseo verdadero exige un intercambio de igual valor.

El donante cederá aquello que define su esencia.”




Pensé que era solo parte del teatro de la página. Cerré la laptop y me fui a dormir, sintiéndome un poco ridículo.


Pero cuando desperté… todo era distinto.


Al principio, pensé que estaba soñando. Mi cama no era la mía. Las sábanas olían a lavanda. Mi habitación tenía un aire suave, femenino. Había un tocador con cepillos, perfumes y un espejo enorme. Me senté sobresaltado, pero algo no encajaba. Mis piernas eran más cortas, delgadas… suaves. Mi pecho se alzó al moverme, pesado, balanceándose bajo una camiseta que no me pertenecía.



—¿Qué demonios…? —murmuré, con una voz que no era la mía. Era más aguda, suave… femenina.


Me levanté temblando y me acerqué al espejo. El corazón me dio un vuelco. Reflejada frente a mí estaba Sarah. O mejor dicho… yo era Sarah.

El rostro que devolvía mi mirada era hermo


so, de rasgos delicados, los mismos ojos verdes que había visto tantas veces cuando ella sonreía junto a John. Mi cabello rubio caía en ondas sobre mis hombros desnudos.

Toqué mi rostro, mi cuello, mi pecho… y cada centímetro respondió con una sensación viva, cálida, imposible de negar.


El hechizo había funcionado. De alguna manera, yo había traído de vuelta a Sarah, pero no como había imaginado. La había traído dentro de mí.


Escuché pasos afuera, y antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió.

—¿Sarah? —La voz de John tembló.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Oh, Dios mío… Sarah… ¿Eres tú?


Mi mente gritaba que no, que todo era un error, pero mis labios dijeron algo que no controlaba del todo:

—Sí… soy yo, amor.


Su abrazo me envolvió con fuerza. Podía sentir su cuerpo contra el mío, su respiración temblorosa. Y mientras lo hacía, una mezcla de emociones me atravesó: confusión, culpa… y algo más. Algo cálido, que venía del corazón de Sarah dentro de mí.


Los días siguientes fueron una locura. John me cuidaba, me hablaba como si nada hubiera pasado. Me contaba cómo había soñado con mí… con Sarah. Cómo se sentía completo otra vez.

Y aunque traté de resistirme, cada gesto, cada sonrisa suya despertaba recuerdos que no eran míos: las cenas juntos, los paseos, las noches abrazados. Era como si la mente de Sarah estuviera allí, mezclándose con la mía, empujando mis pensamientos, suavizándolos, moldeándome.



Intenté escribirle a alguien, buscar ayuda, pero cuando veía mi reflejo, algo en mí se detenía. Me perdía en mis propios ojos, en ese cuerpo que poco a poco empezaba a sentirse mío.

Mis manos ya no temblaban al tocar mi pecho, ni al sentir el roce de la ropa femenina. La voz en mi cabeza que decía “soy un hombre” se hacía cada vez más lejana.


Una tarde, mientras doblaba la ropa con John en la sala, lo vi mirarme con ternura.

—Eres tan hermosa como siempre, Sarah —susurró.

Quise decirle que no lo era, que todo era un error, pero las palabras no salieron. En su lugar, sonreí. Y esa sonrisa fue… sincera.


Esa noche, cuando me besó, no lo detuve. Sus labios se sintieron familiares, como si hubiera pasado toda una vida esperándolos. Y aunque parte de mí gritaba que estaba traicionando mi identidad, otra parte —una más profunda— se derritió. Era amor, o algo que se le parecía demasiado.


Con el paso de las semanas, la frontera entre yo y ella se borró. Recordaba cosas que nunca viví: nuestro primer beso en la universidad, el día de nuestra boda, el llanto de John cuando murió nuestro gato. Todo estaba ahí, vivo en mí, como si siempre hubiera sido mi historia.


A veces, por las noches, miraba el rostro dormido de John a mi lado y me preguntaba si aún quedaba algo del hombre que había hecho el deseo. O si la magia ya había consumido todo rastro de él, dejando solo a Sarah.

Pero cuando me tocaba el vientre, cuando sentía el calor de su cuerpo contra el mío, entendía que el sacrificio se había cumplido. El precio era yo.


Un día encontré en el desván una caja vieja. Dentro estaba mi anillo, el que había dejado frente al teclado aquella noche. A su lado, una hoja con letras rojas que no recordaba haber impreso:


“El amor verdadero no puede ser devuelto sin un costo.

El cuerpo que entregas será su ofrenda.

Su felicidad será tu condena.”




Lloré. No porque quisiera mi antigua vida de vuelta —ya ni siquiera recordaba cómo se sentía ser él—, sino porque comprendí que había cumplido mi deseo… de la forma más cruel posible.

John tenía de nuevo a Sarah.

Y yo… ya no existía.


O tal vez sí. Tal vez en cada sonrisa, en cada caricia, en cada suspiro que le arranca el nombre “John” a mis labios, hay un eco del hombre que alguna vez fui.

Un eco que se apaga un poco más cada vez que él me dice que me ama.


A veces, cuando estoy sola frente al espejo, todavía puedo sentir un destello de duda.

¿Soy realmente Sarah? ¿O sigo siendo aquel hombre atrapado dentro de un cuerpo ajeno, condenado a vivir la vida que deseó para otro?

No lo sé.

Solo sé que John sonríe de nuevo. Y que, al final, eso era todo lo que quería.


Así que cada mañana, cuando despierto en sus brazos y él susurra “Buenos días, amor”, respondo con una voz suave, femenina y dulce:

—Buenos días, cariño.


Y mientras él me besa, sé que no hay vuelta atrás.

El precio del deseo fue mi alma.

Y lo pagué con gusto.



sábado, 23 de agosto de 2025

  Yo apenas había cumplido 18 años. Era hombre, y mi mayor sueño era unirme a la Infantería de Marina, seguir los pasos de mi padre y servir a mi patria. Me veía marchando con el uniforme, portando el fusil con orgullo, defendiendo a mi gente como él lo había hecho. Desde niño escuchaba sus historias de disciplina, camaradería y sacrificio, y me sentía destinado a continuar ese legado.


Pero la vida tenía otros planes: me contagié del virus del cambio de género. Al principio pensé que eran rumores exagerados, noticias lejanas que jamás me afectarían. Pero pronto empecé a notar los cambios en mi cuerpo: la voz se suavizaba, mi piel se volvía más tersa, el vello corporal desaparecía poco a poco. En cuestión de meses, los músculos que tanto había trabajado se transformaron en curvas femeninas, y mi rostro adquirió delicadeza. En el espejo dejé de reconocerme. Mi sueño de ser infante de marina se esfumaba frente a mí.


Fue devastador. Lloraba en silencio cada noche, abrazado a las viejas fotografías de mi padre con su uniforme, preguntándome por qué la vida me había arrebatado lo que más quería. Me sentía atrapado en un cuerpo ajeno, como si el destino se burlara de mis sueños.


Pero no estaba solo. Mi madre y mis hermanas me rodearon de amor y paciencia. Ellas se convirtieron en mi ancla. Me enseñaron a aceptarme, a vestirme, a cuidar de mi nuevo cuerpo, a peinarme, a maquillarme, incluso a caminar con gracia. Cada paso era incómodo, pero su risa y cariño me ayudaban a sobrellevarlo. Me decían que la fuerza de un soldado también podía estar en la ternura, y que la guerra que yo libraba no era con armas, sino con aceptación.


Una vez bromearon mientras me probaba un vestido que me quedaba sorprendentemente bien:

—Si no puedes ser Kevin, quizá debas ser Kendra.


Al principio me incomodó, pero con el tiempo entendí que tenían razón. Ese fue el nombre que adopté: Kendra Renee. Con él, dejé atrás al joven que nunca llegaría a la Marina y abracé a la mujer que el destino había decidido que fuera.


Decidí que, aunque mi sueño original se había perdido, podía encontrar un nuevo camino para servir y hacer la diferencia. Siempre me había conmovido ver a mi madre cuidar de los enfermos del barrio, así que seguí su ejemplo: estudié enfermería durante dos años y luego me uní al Ejército, no como soldado de combate, sino como enfermera de primera línea. Descubrí que servir también podía significar sanar, consolar y dar esperanza en medio del caos de la guerra.


Fue en ese hospital de campaña, entre olor a desinfectante, tierra y sangre, donde conocí a Roberto. Él había resultado gravemente herido en una emboscada. Recuerdo su mirada intensa cuando despertó por primera vez y me vio inclinada sobre él, limpiando sus heridas. Durante semanas lo cuidé, velando sus noches, escuchando sus historias, alentándolo a no rendirse. Con cada día que pasaba, mi admiración se transformaba en cariño, y el cariño en un amor profundo y auténtico.


Un día, con el corazón en la mano, reuní el valor para confesarle mi secreto: que no había nacido mujer, que mi cuerpo era producto del virus. Temía perderlo en ese instante. Pero Roberto me tomó la mano con ternura, me miró con una firmeza que aún recuerdo, y me dijo:

—Eres la mujer que amo, Kendra. Nada cambiará eso.


Lloré en silencio, no de tristeza, sino de alivio.


Nos casamos poco después, en una pequeña ceremonia sencilla, rodeados de compañeros de armas y de algunas de mis hermanas. No hubo lujo, pero sí abundó la emoción. Recuerdo las lágrimas de mi madre cuando me vio entrar con el vestido blanco, como si hubiera olvidado por completo al hijo que perdió y solo pudiera ver a la hija que florecía.


En nuestra luna de miel, en una humilde cabaña, descubrí que estaba embarazada. Sentí miedo, pero también una felicidad inmensa. Roberto lloró de alegría, y yo, entre nervios y risas, entendí que la vida me daba un nuevo propósito. La vida me bendijo con cinco hijas maravillosas, que crecieron fuertes, independientes y cariñosas. Cada una reflejaba un poco de nosotros: la valentía de su padre y la resiliencia de su madre.


Hoy todas son mujeres adultas, con sus propias familias y luchas. Algunas siguieron caminos de servicio como yo, otras se dedicaron al arte, al comercio, a la enseñanza. Pero todas conservan la fortaleza que aprendieron en nuestro hogar.


Cada una de mis hijas me dio dos nietas más. Hoy soy abuela de 10 y también bisabuela de 2. A veces, cuando me reúno con todas, la casa se llena de risas, gritos y canciones. Hay olor a pan recién horneado, niñas corriendo de un lado a otro, discusiones alegres en la cocina sobre recetas y secretos de familia. Me emociona ver cómo repiten los gestos de maternidad que yo les enseñé: la manera de arrullar, de cocinar juntas, de aconsejar con dulzura. Ha sido una de las mayores alegrías de mi vida.


Roberto ya no está. Partió hace años, pero su recuerdo sigue vivo en cada una de nuestras hijas y nietas, en la disciplina que inculcó, en las historias que contaba antes de dormir. Él fue lo que yo nunca pude ser: un soldado, un héroe. Y, sin embargo, también fue mi maestro en el amor, la ternura y el respeto.


Mis hijas y nietas, llenas de vitalidad y picardía, me animan a buscar un nuevo hombre. Se ríen y me dicen entre juegos:

—¡Abuela, mereces ser feliz otra vez!


Algunas incluso me han presentado a algunos hombres… pero nada ha cuajado. Sonrío, agradecida por su entusiasmo, aunque dentro de mí sé que todavía vivo de los recuerdos.


Porque ellas no saben mi secreto. Para ellas, siempre he sido la mujer fuerte y sabia que levantó esta familia, la matriarca que guía con paciencia y firmeza. Y aunque a veces me invade la nostalgia, también recuerdo el calor de los brazos de mi marido, la pasión con la que me hacía suya, cómo me dejó embarazada de nuestras hijas. Es un recuerdo que me acompaña y me hace sentir viva.


Ahora, mientras preparo la casa para recibir a mis nietas y bisnietas en otra reunión familiar, pienso en cuánto deseo transmitirles la esencia de lo que significa ser mujer: la fuerza y la ternura, la sabiduría y la sensualidad, la capacidad de cuidar y amar sin miedo, de levantarse tras cada caída y de liderar con determinación.



Mi secreto permanece guardado, enterrado en el pasado, pero mi ejemplo es mi herencia.


Ser mujer nunca fue una condena; al contrario, fue el regalo más hermoso que la vida pudo darme. Y mientras mis nietas me animan a enamorarme de nuevo, sonrío y recuerdo que incluso en los caminos más inesperados, la vida puede sorprendernos con amor, felicidad y plenitud..

jueves, 21 de agosto de 2025





No… no te voy a devolver tu cuerpo.

Puedes llamarme perra si quieres… pero no importa, porque esto… esto es mío ahora.

Miro lo hermosa que soy y no puedo evitar sonreír. Cada curva, cada línea de mi cuerpo, es perfecta; mis caderas se mueven con gracia, mis pechos llenos y firmes, mis labios suaves y sensuales, mis ojos brillando con un fuego que tú nunca supiste encender. Todo eso que tú desperdiciaste… yo lo exploro, lo disfruto, lo vivo cada segundo.

Miro mis manos delicadas, mis uñas largas y pintadas, y recuerdo cómo antes no les dabas ni la mitad de atención que yo ahora les doy. Cada gesto, cada movimiento es una declaración de que este cuerpo no es tuyo… nunca más lo será.

Pasaste tu vida sin entender quién eras, sin apreciar lo que tenías… mientras yo ya sé todo lo que puedo hacer, sentir, provocar. Cada mirada que lanzo al espejo me recuerda que lo mejor que tuvo tu vida ahora late en mí, se mueve conmigo, y disfruta de cada detalle que tú jamás supiste tocar.

Este cuerpo es mío… y lo merezco más que tú jamás lo hiciste. Así que sí, llámame perra… pero recuerda, tu cuerpo… tu antiguo yo… ya no volverá.

domingo, 17 de agosto de 2025

 

Esteban me miraba con esa mezcla de sorpresa y ternura que hacía que mi corazón se acelerara. “¿Estás… sonriendo?” preguntó, con esa voz suave que me hacía temblar por dentro.


Mi ropa no ayudaba… llevaba un bikini que él mismo me había comprado para nadar, y la forma en que se ajustaba a mis nuevas curvas me hacía sentir expuesta y consciente de cada movimiento.



No pude mirarlo a los ojos; mi nueva apariencia de mujer me hacía sentir vulnerable. Seguía sonriendo, pero mis mejillas ardían mientras bajaba la mirada. Antes, él era mi padrastro, una figura distante y autoritaria. Ahora, mi reflejo en el espejo y la ropa ceñida que llevaba me recordaban que ya no era su hijo… sino una versión femenina perfecta de mi mamá, su “nueva esposa”.


Todavía recordaba la nota que ella me dejó hace un mes: una explicación mínima, fría, pero suficiente para que comprendiera que mi vida había cambiado para siempre. Dormí esa noche y al despertar… todo había cambiado. Mi cuerpo era diferente: curvas suaves, senos que se movían al respirar, caderas que nunca había tenido, y un rostro delicado que podía confundir a cualquiera con la madre de mi anterior yo.


Al principio, había sido miserable. Me sentía atrapada en una vida que no elegí, con un cuerpo que no conocía. Pero Esteban, sorprendentemente, había decidido tratarme con cuidado, respetando mi espacio y mis emociones.


Para animarme, pedí unas vacaciones de su trabajo y me llevó a un lugar en la playa que siempre había soñado visitar. Allí, con el sonido del mar y el calor del sol acariciando mi piel, empecé a sentirme más… yo misma.


Mi cuerpo femenino traía nuevas sensaciones. Cada movimiento, cada roce de la tela de mi ropa interior o del bikini, me recordaba mi transformación. Aprendí a caminar con las caderas, a sentir la ligereza de mis senos y la suavidad de mi piel al sol. A veces, al mirarme en el espejo de la habitación del hotel, me sorprendía explorando cada curva que antes no existía, maravillada por lo que podía sentir y cómo cada gesto era diferente.


Esteban estaba ahí, cerca pero respetuoso. Su atención me hacía sentir extraña: ya no lo veía como mi padrastro, sino como alguien que podía interesarse en mí como mujer. Cada pequeño gesto—una mano rozando mi brazo, una mirada prolongada, un comentario dulce—provocaba emociones que nunca había sentido hacia él antes. Mi virginidad era un pensamiento constante, un recordatorio de que esta nueva vida era mía para explorar, con miedo y emoción entrelazados.


Sentía que cada día me adaptaba más a mi feminidad, y con cada sonrisa que él provocaba en mí, esa sensación de poder y vulnerabilidad se mezclaba. Quería sentirme cerca, quería que él me viera tal como soy ahora, con mi cuerpo y mi identidad transformados, pero sin apresurar nada. Todo era confuso y excitante a la vez: un equilibrio entre deseo, ternura y el miedo de cruzar límites que antes parecían imposibles.


sábado, 16 de agosto de 2025

 Mi madre… ahora vive como un hombre en mi cuerpo, probando lo que siempre nos ocultó. Su vida sexual se volvió intensa, voraz, libre. Y yo… yo me quedé atrapado en su cuerpo maduro: con estas caderas anchas que se balancean con cada paso, con estos pechos pesados y sensibles que rebotan bajo la ropa, con esta piel marcada por la experiencia que transpira deseo al mínimo roce.


Al principio pensé que era injusto… que yo debía ser quien siguiera con mi vida. Pero todo cambió cuando vi ese video. Mamá, follando en mi cuerpo, disfrutando cada gemido de la mujer debajo de él… de mi novia. Su nuevo cuerpo masculino la hacía implacable: sujetándola de las muñecas, hundiéndose en ella una y otra vez, hasta que mi chica gritaba mi nombre… pero con su polla dentro.


Yo no podía apartar los ojos. Me quedé temblando, con los pezones rígidos, acariciando mis muslos suaves, sintiendo cómo esta concha madura se humedecía sola. Mis dedos apenas rozaban mis labios íntimos y ya se empapaban. Esa carne que antes era de mamá… ahora palpitaba como si pidiera ser llenada.


Si mamá puede gozar siendo hombre, si puede disfrutar del sexo con mi novia… entonces yo voy a hacerlo como mujer.

Este cuerpo puede ser difícil de complacer, demandante, insaciable… pero la recompensa es indescriptible. Sé que cuando me penetren, cuando empujen hasta el fondo de mí, mis piernas temblarán, mis caderas se arquearán, y los gritos escaparán de mi garganta madura, ronca y femenina.




Voy a salir esta noche de cacería. Voy a entrar en un bar, pedir un trago y dejar que el primero que me lo ofrezca me lleve a la cama. No importa quién sea… lo único que quiero es sentir su calor, su fuerza, su polla entrando en esta concha madura.




Y cuando llegue ese momento, no pienso resistirme. Voy a recibirlo, voy a abrirme para él, voy a dejar que me embista una y otra vez. Voy a sentir el roce caliente de su polla entrando en el cuerpo que antes le pertenecía a mi madre. Voy a gemir como nunca lo hice en mi vida, voy a retorcerme de placer bajo su peso.


Y entonces lo sabré: qué se siente ser follada de verdad, qué significa rendirse por completo al placer absoluto en esta piel de mujer que ahora es mía.


viernes, 15 de agosto de 2025

 Siempre quise ser una de ellas. Sonaba ridículo cuando lo pensaba en secreto, tumbado en mi cama, con el teléfono en la mano y el corazón latiendo con fuerza. Nunca lo admití ante nadie, pero era un deseo que me quemaba por dentro. Soñaba con tener esas curvas pronunciadas de mujer, con la seguridad que irradiaban, con ese aire de madurez que hacía que todos giraran a verlas.


Tener senos grandes y pesados… unas caderas amplias que llenaran cualquier falda, esos vestidos escotados y reveladores que abrazaban cada curva. Quería sentirme tratada como una dama, como esas mujeres que parecían dominar cada mirada a su alrededor.


Antes las observaba con envidia. Caminaban con sus tacones firmes, ajustando el tirante del bolso sobre sus hombros, y yo me repetía a mí mismo que nunca sería como ellas… porque era solo un chico joven, torpe, atrapado en un cuerpo que no me pertenecía.


Hoy miro mi reflejo y sé que lo logré. No importa cómo ocurrió.



 Lo cierto es que la imagen frente al espejo me corta la respiración: una mujer madura, piel suave, senos plenos insinuándose bajo el sujetador, caderas generosas que llenan mis jeans tal como siempre soñé. Mis manos tiemblan al acariciar mi cintura estrecha, recorriendo cada curva como si todavía no pudiera creer que me pertenecen.


La ironía me arranca una sonrisa. Años deseando estar con una de ellas… y terminé siéndola. Ahora soy la fantasía que tanto anhelaba. Cuando los hombres me miran, cuando me lanzan piropos en la calle, siento una mezcla de nerviosismo y excitación. Quieren lo que soy… y yo lo disfruto.





Lo confirmé la primera vez que cedí a mis nuevos impulsos, cuando me dejé arrastrar por el deseo. Aquel hombre me sedujo con facilidad… alto, negro, musculoso, con una seguridad que me desarmó. Sus manos se aferraron a mis caderas anchas como si temiera que pudiera escapar. Su mirada ardía cuando desabrochó mi blusa y dejó que mis pechos cayeran pesados en sus manos. Yo temblaba, no de miedo, sino de puro placer. Había pasado de fantasear con mujeres así… a convertirme en la mujer que un hombre deseaba con locura.


Esa noche, entre gemidos y besos desesperados, entendí que mi transformación estaba completa. Ya no era un chico con un anhelo imposible. Era una mujer madura, deseada, segura… y, sobre todo, insaciable.




Ahora, cada fin de semana es una aventura nueva. Salgo a cazar, vestida para seducir: tacones que al caminar hacen eco, faldas ceñidas que delinean mis caderas, blusas escotadas que dejan entrever mis pechos firmes, labios rojos que prometen lo que no siempre doy de inmediato. Cada mirada que se cruza conmigo es un juego de provocación; cada hombre que se acerca, un desafío que disfruto con una sonrisa juguetona.




No soy mujer de un solo hombre. Disfruto la libertad de escoger, de experimentar, de dejar que cada uno me admire y me toque, de probar los límites del deseo y el placer. Algunos se estremecen al sentir mis manos sobre sus cuerpos; otros se pierden en la intensidad de mis besos y gemidos. Cada encuentro es diferente: en citas clandestinas, en fiestas exclusivas, en habitaciones de hoteles donde mis curvas dominan la escena y mis pechos se mueven al ritmo de mi poder.





Cada fin de semana vuelvo a casa agotada, pero satisfecha, con la certeza de que nadie podría detenerme ni poseerme. Cada hombre que se rinde a mi encanto me recuerda lo lejos que he llegado: de un deseo secreto a una vida de lujuria, poder e independencia.

Llego a casa, me ducho, me limpio los fluidos que cada encuentro dejó en mi cuerpo, descanso un momento… y me preparo nuevamente para salir. Otra vez, otra aventura, otro hombre que descubrirá mi fuego.



No hay vuelta atrás, y no la quiero.
Soy una milf… libre, deseada, insaciable… y nunca estuve tan viva.


domingo, 10 de agosto de 2025

 Cuando el paquete llegó, no podía creer que finalmente tuviera en mis manos el bodysuit que había visto tantas veces en Internet. Las fotos lo hacían parecer tan real que me había obsesionado con la idea de probarlo. Decían que se ajustaba al cuerpo como una segunda piel y que transformaba por completo la apariencia… pero jamás imaginé que sería tan perfecto.


En la habitación de la villa que habíamos alquilado, saqué la prenda del envoltorio. Era suave, flexible, pero con un peso extraño, casi como si tuviera vida propia. Al deslizarlo por mis piernas, sentí un cosquilleo eléctrico que me hizo estremecer. Me lo subí hasta la cintura, notando cómo mis muslos parecían más suaves y redondeados.


Cuando lo estiré sobre mi torso, todo cambió. La presión del material moldeaba mi figura, y mis músculos empezaron a aflojarse como si se derritieran. El espejo mostró cómo mi espalda se estrechaba, mi cintura se afinaba y mis caderas se ensanchaban, dándome unas curvas femeninas imposibles de ocultar.


Un calor subió por mi cuello cuando el material cubrió mi pecho. De la nada, comenzaron a hincharse dos montículos firmes y pesados, que el bodysuit moldeaba en unos pechos perfectos.


Miré mis manos, ahora femeninas, mientras mis uñas crecían y, como por arte de magia, se cubrían con una manicura impecable. Mi rostro, reflejado en el espejo, se transformó: la piel se volvió suave y tersa, mis facciones se afinaron, y un maquillaje perfecto apareció cubriéndome. Finalmente, jadeé… mi voz ya no era la misma, ahora era más aguda, dulce, una bonita voz de soprano.


Cuando terminé de observar mis pechos, sentí un cambio más profundo. Miré hacia abajo y vi cómo el bulto desaparecía lentamente, mientras la presión y el calor remodelaban mi entrepierna. Mi hombría se transformó en una vagina, y el resto de mis órganos reproductivos cambiaron junto con ella. Me había convertido en una mujer completa.


Al cerrar la cremallera invisible en la nuca, el bodysuit se fusionó con mi piel. Sentí cómo desaparecía todo rastro de mi antiguo yo, incluso el más íntimo. Una melena castaña me cayó por la espalda, y el viento del balcón acarició mi nuevo cuerpo.


Me quedé mirando mi reflejo en el cristal de la puerta, con una mezcla de asombro y excitación. Sonreí para mí misma y murmuré con esa nueva voz:

—Entiendo por qué es el producto mas vendidos…



sábado, 9 de agosto de 2025

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martes, 5 de agosto de 2025

Yo elegí este cuerpo. Yo elegí esta vida...




Su pene es demasiado para mi culo.

Siento cada centímetro  por dentro, desgarrándome dulcemente mientras se hunde una y otra vez. Mi cuerpo, por instinto, intenta expulsarlo… se tensa, se aprieta, se resiste…

Pero ya no puede.

Ya no quiere.

Ahora lo acepta. Ahora lo desea. Ahora lo necesita.



Y lo más increíble es que…

esta es mi vida ahora.


Pensé que sabía lo que quería.

Cuando firmé para la el cambio en la clínicade intercambio, cuando me miré al espejo por primera vez sin pene... creí estar lista.


Pero no lo estaba.


La primera vez que tuve sexo en este cuerpo femenino fue devastadora. Había soñado con ese momento: sentirme completa, sentir cómo una polla me llenaba… pero la realidad fue dura, cruda. El ardor me arrancó lágrimas. Me dolía tanto que mi cuerpo temblaba, pero no de placer, sino de incomodidad, de angustia… y, al mismo tiempo, de deseo.


No quería que parara. Lo necesitaba. Aunque me doliera, aunque no sintiera placer todavía… lo quería dentro de mí.


Los días pasaron. Me adaptadata...El mío, sobre todo. Aprendí a usarlo. A explorarlo.

Descubrí que podía fingir un orgasmo perfectamente… hasta que un día, sin aviso, no tuve que fingir más.

Me corrí. Grité. Me arqueé.

Y entendí que finalmente había cruzado la línea.



Un año después, me acuesto con hombres sin miedo. Abro las piernas sin dudar. Me preparo. Me ofrezco.

Me encanta cómo se sienten sus manos en mis caderas, cómo me abren, cómo me embisten. Me gusta cuando me llaman puta, cuando me usan como si yo no valiera más que para eso.

Porque ahí, en esa sumisión, encontré poder.

Una identidad.

Una razón para haber renunciado a mi vida anterior.


¿Extraño mi pene? A veces.

Sobre todo cuando veo cómo mis labios nuevos se estiran, cómo mi coño se afloja con cada embestida.

Pero hay algo que me da aún más placer: ver cómo mi culo los atrapa.

Cómo lo abrazan mis paredes internas, cómo se aferran a su carne caliente, cómo tiemblan cuando eyaculan dentro de mí.

Y yo… solo gimo. Me muerdo los labios. Me corrijo el maquillaje. Y espero al siguiente.


Al principio solo usaba mi vagina. Era lo normal. Lo esperado.

Pero el sexo anal… ah, el sexo anal… fue como una puerta prohibida que, una vez abierta, nunca quise cerrar.


Se volvió rutina. Parte de mí. Parte de lo que soy.

Hoy en día, lo uso más que mi coño. Es mi agujero favorito. Es por donde me hacen sentir más mujer que nunca.


Mis agujeros ya no están apretados. No son vírgenes.

Pero me han dado lo que tanto deseaba:

Placer. Entrega. Deseo. Control.

Y algo que nunca imaginé que sentiría: ser deseada 


Sí, podría haber hecho algo más con esta nueva vida.

Podría haber sido discreta, elegante, “normal”.

Pero elegí ser una puta. Una buena puta.


Y no me arrepiento.


Esta soy yo ahora. Esta es la mujer que decidí ser.




lunes, 4 de agosto de 2025

El casting

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