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Kamui

sábado, 12 de octubre de 2024

La mujer dei suegro...

 



Mi suegro siempre me despreció. Desde el primer día en que empecé a salir con Laura, su hija, dejó claro que no era lo suficientemente hombre para ella. Cada comentario suyo era una daga directa a mi orgullo, insinuando que era afeminado, débil, y que Laura merecía a alguien más fuerte, alguien mejor. Recuerdo cómo me veía con desprecio, cómo sus palabras me perseguían cuando no estaba cerca, y cómo, a pesar de todo, intentaba ignorarlas. Amaba a Laura, y creía que eso era suficiente.


Sin embargo, cada vez que pensaba en proponerle matrimonio, mi suegro parecía encontrar una manera de detenerme. Y ese día en particular no fue la excepción.


—¿De verdad crees que puedes ser un buen esposo para mi hija? —me espetó una tarde mientras nos encontrábamos solos en la sala de su casa—. Sería un fracaso. No tienes lo necesario.


La frialdad en sus palabras no era nuevo, pero lo que dijo después me dejó paralizado.


—Nunca serás un buen esposo... pero como esposa... —su voz se tornó más suave, casi seductora—, como esposa, serías perfecta.


—¿Esposa? —mi voz temblaba mientras intentaba procesar lo que me estaba diciendo—. ¿De qué hablas?


—He visto cómo te comportas. Cocinas, limpias la casa, incluso maquillaste a Laura para su último evento. Tienes todos los atributos para ser una esposa ideal... no solo para Laura, sino para mí.


La idea era absurda, y al principio, mi instinto fue rechazarla por completo. Pero algo en la forma en que me observaba, cómo sus ojos se posaban en mí con una mezcla de lujuria y poder, me dejó desarmado. Nunca había visto las cosas de esa manera. Yo, ¿como esposa? Pero él seguía insistiendo, sus palabras dulces y persuasivas me envolvían, hasta que finalmente... cedí.


Días después, mi suegro había planeado todo. Organizó mi "muerte" en un trágico accidente automovilístico. Para el mundo, yo había desaparecido, y Laura, aunque devastada, comenzó a reconstruir su vida. Mientras tanto, yo era llevado a una isla privada, lejos de cualquier contacto con la civilización, donde mi transformación comenzaría. Tanto física como mental.


El primer paso fueron las hormonas. Bajo la supervisión de médicos que mi suegro contrató, comencé a recibir inyecciones que cambiaron mi cuerpo lentamente. Mi piel, antes áspera, comenzó a suavizarse. Mi musculatura se fue reduciendo, reemplazada por una delicada y femenina figura. Mis caderas comenzaron a ensancharse, y mis pechos, al principio pequeños bultos, lentamente tomaron forma. Pasaban los meses, y me veía cada vez más como una mujer. Incluso mis rasgos faciales se suavizaban; mis pómulos se acentuaron, mi mandíbula se afinó, y mis labios, siempre finos, comenzaron a engrosarse, dándome una apariencia más voluptuosa.


Mi suegro no se conformaba con solo cambios hormonales. Quería perfección. Me sometió a cirugías que transformaron mi cuerpo por completo. Comenzaron por mis caderas, dándome el trasero de una diosa, redondo, firme y amplio. Luego, implantes mamarios que incrementaron mis senos a un tamaño que nunca hubiera imaginado, y finalmente, una vaginoplastia que él mismo supervisó. Quería que todo en mí fuera perfecto, desde los labios vaginales prominentes hasta la profundidad exacta que deseaba para disfrutarme por completo.


La transformación fue lenta, un proceso de tres años. Durante ese tiempo, mi cuerpo dejó de ser el del chico que alguna vez fui, y me convertí en una mujer deslumbrante. Mi nuevo cuerpo era el sueño de cualquier hombre: senos firmes y grandes, una cintura delgada, y caderas amplias que se movían de manera hipnotizante al caminar. Mi rostro, con labios gruesos y sensuales, estaba enmarcado por una melena larga y ondulada, que caía en cascada hasta mi espalda baja.



Sin embargo, no fue solo mi cuerpo el que cambió. Mi mente también se adaptó a mi nueva realidad. Cada día que pasaba, me sentía más cómoda con mi feminidad. Mi suegro me enseñó a vestirme con ropa ajustada y provocativa, que resaltara mis curvas. Me hizo practicar caminar con tacones altos hasta que me resultó natural, y me llenó de regalos, desde lencería delicada hasta joyas caras. Poco a poco, comencé a verme a mí misma no solo como una mujer, sino como su mujer.


Cuando regresé de la isla, ya no era la persona que una vez fui. Mi nombre también había cambiado; ya no era el hombre flacucho y nervioso que temía no ser suficiente para Laura. Ahora era Victoria, la esposa perfecta para mi suegro, mi nuevo marido. En las reuniones familiares, me unía a las mujeres en la cocina, ayudando a preparar las cenas mientras charlábamos sobre trivialidades. Nadie sospechaba quién era en realidad. Para todos, yo era la esposa nueva y glamorosa de un hombre poderoso.



En casa, mi vida era de ensueño. Mi marido me mantenía como una reina. No tenía que preocuparme por trabajar ni por ninguna responsabilidad económica. Si quería un vestido nuevo o unos zapatos caros, él me los compraba. Si deseaba cenar en un restaurante exclusivo, él me llevaba. Pero, sobre todo, me hacía sentir deseada. Me amaba en la cama, y siempre le encantaba acabar dentro de mí, sabiendo que nunca quedaría embarazada. Nuestra vida sexual era apasionada y constante.



 Había días en los que me sentía un objeto, pero a la vez, me fascinaba el control que ejercía sobre mí.


Laura, mi exnovia, no sabía quién era realmente. La miraba con otros ojos ahora, no con el amor de antes, sino con la distancia de una madrastra. Cuando se comprometió con su nuevo novio, un hombre fuerte y masculino, me pidió que fuera su madrina de boda. Irónicamente, ahora ella estaba con el tipo de hombre que su padre siempre quiso para ella, mientras yo había encontrado mi lugar, no como su esposo, sino como la mujer que mi suegro siempre había imaginado.



A medida que los años pasaban, me fui acomodando más en mi papel de esposa sumisa y perfecta. Cada día, me despertaba agradecida por la vida que mi marido me había dado. Me arreglaba para el, lo complacía en todo, y nunca me quejaba. Mi cuerpo, moldeado y perfeccionado, era su mayor orgullo, y yo estaba feliz de ser la joya que él siempre quiso. Mis días consistían en mantenerme hermosa, ejercitarme para que mi cuerpo se mantuviera firme, y esperar pacientemente el regreso de mi marido para complacerlo en la cama.


Y así, en el papel de Victoria, la esposa ideal, la mujer perfecta, encontré una vida que nunca había imaginado, pero que ahora no cambiaría por nada en el mundo.





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