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Kamui

martes, 22 de octubre de 2024

Ene cuepo d ela abuela



Desperté sintiendo una incomodidad extraña, como si mi cuerpo ya no respondiera de la misma manera. Me dolían las articulaciones, y el peso que sentía al levantarme era completamente nuevo para mí. Abrí los ojos y me encontré en una habitación que no reconocía: cortinas antiguas, muebles de madera oscura, el aire cargado de un fuerte aroma a lavanda. Era un cuarto de otra época, un cuarto que solía visitar pero que nunca había considerado mío.


Confundido, me llevé las manos al rostro y de inmediato sentí la piel flácida, arrugada, tan diferente a la mía. Salté de la cama y corrí hacia el espejo, mi corazón acelerado. Frente a mí no estaba el reflejo que esperaba ver. En su lugar, una mujer mayor me devolvía la mirada: cabello canoso, piel marcada por los años, manos delgadas pero curtidas. Estaba viendo el reflejo de mi abuela.


Me alejé del espejo, aturdido. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había terminado atrapado en el cuerpo de mi abuela? El shock me dejó paralizado por unos instantes. Esto no podía ser real. Tal vez estaba soñando. Pero todo se sentía tan vívido, tan real, que pronto comprendí la verdad: estaba viviendo en el cuerpo de mi abuela, y no tenía idea de cómo o por qué.


Los primeros días fueron un torbellino de confusión. Mi abuela era una mujer soltera desde hacía muchos años, una viuda que había logrado mantener su independencia y su encanto a pesar de los años. Su vida diaria era sencilla pero organizada, llena de rutinas que ahora me tocaba a mí seguir. Las primeras veces que me miré en el espejo, intenté ignorar las arrugas y el peso de la edad, pero pronto me di cuenta de que ese cuerpo demandaba atención. Tenía que adaptarme.



Y luego estaban los pretendientes. No me había preparado para eso. Aunque mi abuela era mayor, seguía siendo una mujer atractiva para muchos hombres de su edad… y algunos más jóvenes. La primera vez que Don Ernesto, un vecino de unos setenta años, tocó a la puerta con un ramo de flores en la mano, me quedé en blanco. “Isabel, querida, te ves más hermosa que nunca”, dijo con una sonrisa pícara mientras me entregaba las flores. Nunca había pensado en mi abuela de esa manera, pero verlo así, con esa chispa en los ojos, me hizo sentir algo que jamás creí posible.

Durante la visita, Don Ernesto se sentó a mi lado en el sofá, charlando de cosas triviales. Pero a medida que hablaba, me di cuenta de que sus manos se deslizaban sutilmente hacia las mías. Su toque, aunque suave, provocó una oleada de sensaciones en mi piel que me dejó desconcertado. Mi cuerpo, el cuerpo de mi abuela, estaba reaccionando a sus atenciones.

No solo era Don Ernesto. Había otros hombres. Un par de vecinos de la misma edad, y hasta Javier, el joven jardinero de unos cuarenta años que trabajaba cerca de la casa. Javier pasaba cada vez más seguido, trayendo pequeñas excusas para acercarse: “¿Necesitas que te corte el césped, Isabel?”, preguntaba con una sonrisa. Al principio, pensé que simplemente era amable, pero pronto noté sus miradas furtivas y el modo en que sus ojos recorrían mi cuerpo con más interés del que me hubiera gustado.


Lo que nunca me había preparado era cómo el cuerpo de mi abuela reaccionaba ante ellos. Las caricias en mis manos, el contacto de sus cuerpos cuando me abrazaban para despedirse… todo provocaba en mí una respuesta física que no podía controlar. Al principio, intenté ignorarlo, culpar al cuerpo envejecido por sentirse solo. Pero cuanto más tiempo pasaba en su piel, más difícil me resultaba mantener el control. Los deseos que empezaban a despertarse dentro de mí eran innegables.


Una tarde, mientras intentaba concentrarme en las tareas del hogar, Marta, la mejor amiga de mi abuela, llegó para visitarme. Marta y mi abuela eran inseparables desde hacía décadas, siempre compartiendo secretos y confidencias. Al verla cruzar la puerta, sentí una mezcla de alivio y nostalgia. Quizá ella sabría cómo lidiar con todo lo que estaba sucediendo.


Nos sentamos a charlar en la sala, como lo hacían las amigas de toda la vida. Mientras hablábamos, noté que Marta me miraba de una manera diferente, con una intensidad que no recordaba haber visto antes. Era como si estuviera esperando algo. Me contó historias de su juventud con mi abuela, recuerdos de tiempos pasados. Pero había algo en su tono, en su cercanía, que me hacía sentir nervioso.


De repente, Marta hizo una pausa en la conversación. Se acercó un poco más, y antes de que pudiera reaccionar, sus labios tocaron los míos. Fue un beso suave, delicado, pero cargado de una emoción profunda. Mi mente se quedó en blanco, sin saber cómo responder. Era mi abuela quien siempre había sido besada por Marta, pero ahora era yo, en su cuerpo, quien sentía ese contacto.

Lo más extraño fue la forma en que mi cuerpo reaccionó. No pude evitarlo. Una parte de mí, atrapada en ese cuerpo mayor, respondió al beso. Marta me miró a los ojos, sonriendo suavemente, como si hubiera esperado ese momento durante mucho tiempo. “Siempre te he admirado, Isabel. Mucho más de lo que podrías imaginar”, susurró, su mano acariciando suavemente mi rostro.

Marta se acercó aún más, su presencia envolvente, con su mano deslizando suavemente por mi cintura. Su respiración, cálida y pesada, me rozaba el cuello. Sentí una mezcla confusa de sensaciones: sorpresa, incomodidad, pero también algo más profundo que no había sentido antes.

“Extrañé tanto tu culo y tu coño, Isabel”, susurró con una voz cargada de deseo, mientras sus manos recorrían mis caderas con familiaridad. “Estoy ansiosa por sentirte de nuevo… como solíamos hacerlo”.

El impacto de sus palabras me dejó inmóvil, y mi mente se debatía entre el desconcierto y la creciente conciencia de lo que estaba pasando. Marta no veía a una persona distinta frente a ella; para ella, seguía siendo Isabel, la mujer a quien había amado en secreto. El cuerpo que ocupaba, el de mi abuela, parecía reconocer ese contacto, como si respondiera a un anhelo antiguo, algo que había estado enterrado en lo más profundo de su ser durante años.

Mientras su mano bajaba lentamente por mi espalda, sentí un escalofrío que me recorrió por completo. Era una sensación ajena, pero al mismo tiempo extrañamente íntima. A pesar de mi mente luchando por comprender la situación, mi cuerpo, el cuerpo de mi abuela, reaccionaba de manera automática, como si los recuerdos y deseos de ella aún estuvieran latentes en cada fibra de su piel.


Marta me besó, esta vez con una pasión que no podía ignorar, más profunda y voraz. Era un beso cargado de historia, de sentimientos que yo no conocía pero que mi cuerpo sí recordaba. En ese momento, comprendí que no solo estaba atrapado en la piel de mi abuela,



El beso de Marta me dejó aturdido. Mi mente estaba en completo caos, pero el cuerpo que ahora ocupaba respondía de maneras que no podía comprender. La experiencia me dejó con más preguntas que respuestas, y me hizo darme cuenta de que había mucho de la vida de mi abuela que no conocía. Secretos, deseos, emociones que ahora eran míos, y no sabía cuánto tiempo más podría resistir antes de ceder completamente a ellos.








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