A veces todavía me cuesta asimilarlo. ¿De verdad soy yo la que camina así por la calle?
Mírame… segura, con la cabeza en alto, el mentón firme, y mis caderas moviéndose al compás de mis pasos, como si toda la vida hubieran sido mías. Siento el suave vaivén de mis senos con cada movimiento, el roce sutil del bikini contra mis pezones endurecidos por el viento, y el peso delicioso de mi busto tirando levemente del escote, recordándome lo que soy ahora.
El sol acaricia mi piel, tibio y cómplice. El cabello largo, suelto, se desliza por mi espalda y mis hombros como una caricia constante. El tirante del bikini se ajusta a mi clavícula, marcando con suavidad la forma de mi cuerpo. Cada paso que doy resuena con la feminidad que ya no solo acepto… reclamo como mía.
No hay duda. Esta ya no es una actuación. No es un disfraz. Esta figura, estas curvas, esta forma de caminar, el modo en que los hombres me miran y las mujeres me analizan… todo es parte de quien soy ahora...
Hace apenas dos años, si alguien me hubiera dicho que terminaría así, me habría reído o le habría gritado en la cara. Porque entonces todo era distinto. Yo era un chico. Un chico cualquiera, de 19 años, algo inseguro, algo torpe, con sueños simples y una vida normal. Hasta que… cambió. No sé si fue un castigo, una broma cósmica o un accidente imposible de explicar, pero un día desperté… y ya no era él. Era ella. Me miré en el espejo y vi una mujer adulta, una mujer real… con curvas, con senos, con caderas anchas… con todo.
No fue fácil. El primer año fue como vivir una pesadilla con los ojos abiertos.
Cada mañana despertaba en un cuerpo que no reconocía. Las caderas anchas me hacían tropezar al caminar, como si todo mi eje hubiera cambiado de lugar. Mis pasos eran torpes, descompasados, como si mis piernas no me obedecieran. El roce del sostén contra mi piel me irritaba; me apretaba mal, me marcaba la espalda… y lo odiaba.
Mirarme desnuda frente al espejo era tortura.
Allí estaba ese cuerpo voluptuoso, ajeno. Ese abultado sexo femenino entre mis piernas, tan expuesto, tan abierto, me aterraba. Sentía que no debía estar ahí. Mis senos… pesados, generosos, caídos lo justo como para recordarme que este cuerpo no era joven, sino maduro. Sentía cómo se mecían cuando caminaba sin sostén. Era como si cada parte de mí se burlara de quien solía ser.
Ir al supermercado me parecía un acto de humillación.
No soportaba que me miraran. Sentía que todos sabían, que me escaneaban con la mirada, como si mi feminidad fuera falsa, una máscara mal puesta. Me cubría entera, evitaba los espejos, las cámaras, las vitrinas. Vivía encerrada, en silencio, con una mezcla de vergüenza, dolor… y un duelo profundo. Me sentía robado. Violado por el destino.
Destruido.
Pero mamá… mamá nunca me soltó.
Ella fue mi guía, mi ancla. Me abrazó sin juicio. Me dio espacio para llorar y luego me dio las herramientas para reconstruirme. Me enseñó a maquillarme con paciencia, a cuidar mi piel con cremas y aceites. Me mostró cómo vestirme con estilo, cómo destacar mis curvas en lugar de esconderlas.
Me explicó con ternura los ciclos menstruales, cómo usar una toalla sanitaria sin incomodidad, cómo leer las señales de mi nuevo cuerpo. Pero lo más importante fue lo que no se enseña con palabras: me habló de aceptación…
De belleza.
De sensualidad.
De poder.
Me enseñó que ser mujer no es solo tener un cuerpo femenino… sino habitarlo.
Sentirlo desde adentro. Escucharlo. Hablar con él.
Usarlo no como un disfraz, sino como una extensión del alma. Como una expresión viva de deseo, de presencia… de fuerza.
Me hizo entender que mi sexo no era solo una forma diferente entre las piernas, no era “otro órgano más”. Era sagrado.
Era fuente. Era puerta. Era la posibilidad de dar vida.
Y mis pechos… esos senos que tanto me pesaban, que tanto me avergonzaban al principio… también tenían un propósito mayor. Podían alimentar esa vida. Eran símbolo de cuidado, de calidez, de poder maternal.
Ser mujer era mucho más que parecerlo. Era serlo desde dentro, en la sangre, en la piel, en los gestos… en cada pequeño detalle que el mundo muchas veces no ve, pero que se siente profundamente.
Y así, poco a poco, ese cuerpo que alguna vez sentí como una prisión… comenzó a transformarse en algo distinto.
Ya no era una jaula.
Era un templo.
Y entonces llegó el segundo año.
El año en que dejé de resistirme… y empecé a descubrirme.
Ya no me escondía. Empecé a disfrutar mis nuevas curvas: cómo se dibujaban bajo una blusa ajustada, cómo mis caderas marcaban un ritmo propio al caminar. Descubrí mi voz, más suave, más dulce, y cómo podía usarla para acariciar los oídos de quien me escuchara.
Aprendí a coquetear con la mirada, a sostenerla un segundo más de lo necesario, a jugar con mi sonrisa. Aprendí a cruzar las piernas con elegancia, a caminar con gracia en tacones sin tropezar, a elegir ropa que no solo me cubriera, sino que me celebrara.
Ahora cuando me veia en espejo en ropa interior abrazando cada curva. Mi cintura, mis pechos, mis caderas… todo en perfecta armonía. Fue ahí cuando lo supe:
Ya no era solo un cuerpo ajeno.
Era yo.
Y con ese reconocimiento vino algo aún más íntimo: la curiosidad.
En mis momentos más privados, comencé a explorar mi nueva sexualidad. A tocarme sin miedo. A descubrir lo que me daba placer, lo que me hacía gemir suavemente en la oscuridad de mi cuarto. Al principio con timidez… y luego con hambre.
Sentir ese calor entre mis piernas, ese latido suave pero insistente, esa humedad que me hablaba de deseo... me transformó.
Aprendí a encenderme con mis propios dedos. A cerrar los ojos y rendirme a sensaciones completamente nuevas. Y con cada suspiro, con cada ola de placer, ganaba algo más: confianza.
Porque solo cuando comencé a amarme en secreto… pude empezar a amarme de verdad.
Y desde ahí… no hubo vuelta atrás.
Y ahora… ahora estoy aquí. Sin vergüenza. Sintiendo cómo cada mirada se clava en mí. Las mujeres me miran de reojo, a veces con desprecio, a veces con una especie de resignación. Los hombres… bueno, los hombres simplemente no pueden evitarlo. Es como si mi cuerpo llamara a sus instintos más profundos. Una mujer de casi 30 años, con la madurez, la seguridad y la figura de una MILF salida de sus más sucias fantasías.
Y lo sé. Siento cómo me escanean con los ojos, cómo se les va la vista hacia mi trasero cada vez que me agacho. Sé que se imaginan cosas. Y no me molesta. De hecho… me encanta.
He tenido que rechazar a varios. Desde chicos jóvenes queriendo “hacerme sentir joven” hasta hombres casados que me escriben como si fueran adolescentes. Pero no… yo ya tengo a alguien. Alguien especial. Alguien que desde el primer momento en que me vio… se le notó en los ojos lo que pensaba.
El jefe de mi mamá.
La primera vez que lo conocí, llevaba un vestido de oficina sencillo, pero ajustado. Su mirada bajó a mi escote antes de que pudiera siquiera saludarlo. Desde entonces, no dejó de invitarme a salir. Al principio me asustaba… me intimidaba. Pero ahora, cuando él me abraza fuerte y me dice lo hermosa que soy, lo deseable, lo irresistible… no puedo negar lo que siento. Él no se enamoró de mi alma. No al principio. Lo que lo atrapó fue mi cuerpo… y luego mi boca… y cómo sé usarla.
Esta noche tengo una cita con él. Me recogerá a las ocho. Mamá me ayudará a prepararme. Me alisará el cabello, me prestará su labial rojo favorito, y me ayudará a elegir entre dos vestidos que parecen pintados sobre mi cuerpo.
Y mientras me mira, me dirá como siempre:
“Eres más mujer de lo que yo fui a tu edad. Y eso… es algo hermoso.”
Y yo… solo podré sonreír.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es inportante para el equipo del blog, puesdes cometar si gustas ⬆️⬇️