🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

martes, 21 de octubre de 2025

 Todavía no lo asimilo.

Estoy frente a ella… y no puedo dejar de pensar que, hace unos meses, era Arturo, mi mejor amigo de toda la vida.



Todo comenzó hace unos meses. Esa nueva etapa biológica estaba ocurriendo en algunas personas, como una especie de reinicio del cuerpo. Algunos solo cambiaban pequeños rasgos; otros, como Arturo, se transformaban por completo.

Recuerdo el mensaje que me mandó: “Hermano, no te asustes cuando me veas”. Pensé que era una broma.


Pero el día que lo vi… o mejor dicho, la vi… me quedé sin palabras.

Su rostro era suave, delicado. Sus labios parecían recién pintados, aunque no llevaba maquillaje. Su cuerpo… era imposible de describir sin sentir cómo se me aceleraba el corazón.

—¿Qué tal? —me dijo riendo, nerviosa—. Supongo que ya no puedo seguir usando mi viejo nombre.

No supe qué contestar. Solo asentí, mirándola sin poder creerlo.


Al principio intenté tratarla como siempre. Seguíamos hablando, salíamos, veíamos películas. Pero ya no podía ignorar lo evidente. Cada vez que se reía, su voz sonaba diferente; cada vez que me abrazaba, su perfume me dejaba sin aire.

Era mi amiga ahora. Y también, la chica más linda que había conocido.


—No me mires así —me dijo un día, notando cómo la observaba.

—No puedo evitarlo —le respondí—. Es raro.

—¿Raro? —preguntó, acercándose un poco más.

—Sí… tú. Esto. Todo.


Ella bajó la mirada, pero luego sonrió.

—Yo también lo siento raro —susurró—. Pero no feo. Solo… nuevo.



Recuerdo cómo se giró y me miró con una sonrisa tímida. Llevaba un vestido sencillo, su cabello le caía hasta los hombros y sus ojos —los mismos ojos de mi amigo— brillaban con una mezcla de vergüenza y orgullo.

—¿Qué opinas? —me preguntó.

Yo apenas pude hablar. Todo lo que veía era belleza, frescura… y algo que me confundía profundamente.


Pasaron los días y seguimos viéndonos. Intenté tratarla igual, bromear como antes, pero ya nada era igual. Su voz sonaba más suave, su forma de caminar tenía una ligereza nueva, y cuando reía, sentía algo extraño en el pecho. Una mezcla de nervios, sorpresa y deseo.


Ella parecía notarlo. Cada vez se acercaba más, me tocaba el brazo, me miraba con esa sonrisa traviesa que conocía tan bien, pero que ahora se sentía distinta.

—Nunca pensé que me mirarías así —dijo un día, muy cerca de mí.

No supe qué responder.

—No sé qué me pasa —confesé—. Eres tú… pero al mismo tiempo no lo eres.


Nuestra confianza creció poco a poco, como si nos estuviéramos redescubriendo. Ya no éramos solo amigos, pero tampoco sabíamos qué éramos exactamente. A veces hablábamos hasta tarde, y sus mensajes siempre tenían ese toque dulce, como si cada palabra viniera cargada de un nuevo significado.


Una noche, mientras repasaba viejas fotos nuestras, recibí una notificación. Era de ella. Al abrirla, me quedé sin aire: una selfie, tomada frente al espejo, con una sonrisa coqueta únicamente su  pecho cubierto por un delicado sostén.



No era vulgar. Era… hermosa. Pura, y a la vez tan distinta a todo lo que recordaba de Arturo.

Me sonrojé sin poder evitarlo.

En ese instante entendí que ya no había vuelta atrás.

Mi mejor amigo se había ido para siempre.

Y en su lugar, había nacido alguien que no podía dejar de mirar.

Pasaban los días y yo frecuentaba verla, como en los viejos tiempos. Sus padres me conocían desde siempre y sabían que yo era un apoyo para ella. A veces me quedaba a cenar, otras solo la acompañaba a caminar por el vecindario mientras hablábamos de todo y de nada. Era extraño… parecía que el tiempo se había detenido, pero a la vez todo era distinto.


Ella había cambiado, sí, pero su risa seguía siendo la misma. Esa mezcla de dulzura y picardía que siempre me hacía sonreír. Y aunque ya no era mi amigo de antes, cada vez que la miraba, sentía que en el fondo seguíamos siendo los mismos.


Una tarde, al despedirnos, me abrazó y me susurró:

—Gracias por no irte.

No respondí. Solo la abracé más fuerte, sabiendo que, de algún modo, siempre iba a quedarme.

Esa noche me quedé con ella más tiempo.

Sus padres habían salido y la casa estaba en silencio. Solo se escuchaba el zumbido lejano de la calle y el suave sonido del ventilador girando. Hablamos durante horas, riendo por cosas viejas, recordando los días en que todavía éramos dos chicos que creían que nada cambiaría. Pero ahora, cada palabra, cada mirada, parecía tener otro peso.


Ella salió de la habitación por un momento y cuando volvió, me quedé sin aire. 



No era solo su apariencia (aunque era imposible no notarla), sino la seguridad con la que se movía. Su cuerpo había cambiado, pero también su forma de mirarme. Traía en la mano un preservativo y sonreía con un dejo de timidez.

—Lo encontré entre las cosas de mamá —dijo riendo bajito—. Supongo que sirve como símbolo de precaución.


No supe qué responder. Era como si el aire se hubiera vuelto más denso, más cálido. Ella se sentó junto a mí, tan cerca que podía sentir el perfume de su piel. No era el aroma de alguien nuevo, sino una mezcla familiar que reconocí al instante. Era ella… pero al mismo tiempo, no.


—¿Estás bien con esto? —preguntó, bajando la mirada.

—No lo sé —admití—. Es raro.

—Lo sé. Para mí también lo es. Pero… no quiero seguir sintiendo que me escondo, quiero intentarlo.


Su sinceridad me desarmó. Vi en sus ojos una mezcla de miedo y esperanza, la misma que alguna vez vi en mi propio reflejo cuando la vida cambió sin avisar. Y entonces entendí: no se trataba de lo que había perdido, sino de lo que había encontrado.


Nos miramos largo rato. En silencio. Hasta que su mano buscó la mía. No hizo falta decir nada. Ese contacto bastó para que todo lo que habíamos sido, y todo lo que éramos ahora, se entrelazara en una sola historia.


Nuestra primera vez, si podía llamarse así, no fue perfecta. Ninguno sabía exactamente qué hacer con tanto nervio, con tanto cambio. Hubo risas, torpeza, inseguridad… y también una ternura que nunca había sentido antes. Fue un desastre hermoso.


Y sin embargo, ella fue maravillosa.

No solo por su cuerpo, o su voz, o la forma en que me miraba, sino porque, por primera vez, la vi completa. Sin máscaras. Sin miedo.



Aquella noche comprendí algo que me acompañaría siempre: Arturo ya no existía, pero lo que sentía por él —por ella— no había desaparecido. Solo había tomado una forma distinta.

Y quizás eso era lo más humano de todo: aceptar que el cariño, el amor y el deseo pueden sobrevivir incluso al cambio más profundo.


Desde entonces, cuando pienso en esa noche, no recuerdo el desconcierto ni la culpa. Solo recuerdo su sonrisa, la misma de siempre, en un rostro nuevo.

Y entiendo que, tal vez, no perdí a mi mejor amigo…

Solo lo reencontré en la piel de la persona que estaba destinada a ser.




cada vez que la veo, me cuesta creerlo.

La linda chica que tengo frente a mí, sonriendo con inocencia, es la misma persona que compartió conmigo risas, secretos y aventuras desde la infancia.

Mi mejor amigo… convertido en la mujer que no puedo dejar de desear.


Epílogo 

Y una  noche nos miramos con complicidad.

Ambos sabíamos lo que queríamos, aunque no era algo que necesitáramos decir en voz alta. Habíamos planeado esto todo este tiempo, lo que la vida y las circunstancias habían hecho más intenso y especial. El simple hecho de mirarnos era suficiente para comprendernos: había una conexión que iba más allá de la amistad, más allá de cualquier cambio físico.


Llegué antes de que sus padres se fueran, y el platique con ellos como de costumbre 


No nos apresuramos , prendimos la consola y no jugamos . Nos tomamos nuestro tiempo. Nos acomodamos en la sala, sentados uno frente al otro, con las manos rozándose apenas de vez en cuando, simplemente disfrutando la cercanía. Podía ver la confianza en sus ojos, las sabamos una broma. O un cometario para disimular  nuetras intenciones. 


Cuando escuchamos que sus padres se aproximaban, nos levantamos con cuidado, pero ninguno de los dos quería romper el momento. Nos dirigimos a la habitación que usualmente compartían sus padres, un lugar donde podíamos estar solos,  El espacio estaba tranquilo, iluminado por la luz cálida de la lámpara de noche, y de repente todo parecía detenerse.


domingo, 12 de octubre de 2025


Cuando encontré el hechizo, supe al instante cómo lo iba a usar. No era un descubrimiento cualquiera; era la llave a un deseo que había llevado escondido toda mi vida, un anhelo que ni siquiera me había permitido admitir. Siempre había amado a mi madre, y no de manera superficial. Me fascinaba todo de ella: cómo se movía, cómo vestía, cómo sonreía, cómo su sola presencia podía llenar una habitación. Cada gesto suyo era perfecto a mis ojos, y siempre había querido ser como ella, vivir la vida que ella vivía, sentir el mundo desde su perspectiva.




Todavía guardo recuerdos vívidos de mi infancia. De cuando me llevaba a nadar y yo, pequeña e inocente, la observaba cambiarse detrás de la toalla. Sentía una mezcla de fascinación y envidia: deseaba tener ese cuerpo algún día, deseaba sentir en mi propia piel la suavidad de sus brazos, el contorno de sus caderas, la firmeza y calidez de sus pechos. Pensaba en lo hermosa que era y en cuánto quería ser como ella cuando creciera. Aquella fascinación se quedó conmigo, creciendo en secreto, alimentando un deseo que parecía imposible de realizar.




Hoy, después de años de fantasías y secretos, ese sueño finalmente se hace realidad. Siento cómo el hechizo ha moldeado mi cuerpo, transformándome completamente en ella. No soy solo parecida: soy ella. Mis manos recorren los mismos pechos que recuerdo de niño, los mismos que amamantaron a mi yo bebé. La piel es suave, cálida, y al tocarlos un estremecimiento recorre todo mi cuerpo. Es extraño, porque son parte de mi pasado y de mi presente al mismo tiempo. Siento una mezcla de asombro, reverencia y deseo al explorar cada curva y cada línea que antes solo podía observar desde lejos.




Debajo de estas prendas, descubro la misma vagina de la que nací, la misma que mi padre follo para darme existencia. Es extraño y fascinante sentir la esencia de mi origen entre mis propias manos; cada contacto me llena de reverencia, asombro y una extraña excitación. Está bien cuidada, con su suavidad natural, y parece virgen; cada detalle me hace comprender la historia y la vida que ha llevado.



Cada movimiento de mis dedos sobre mi piel provoca sensaciones desconocidas, intensas, que nunca había experimentado como niño. Es un descubrimiento constante: este cuerpo es familiar y nuevo a la vez, y cada centímetro me hace comprender la profundidad de mi deseo y la magnitud de esta transformación.


Me detengo frente al espejo y me miro detenidamente. Cada rasgo, cada curva, cada línea, cada detalle está ahora en mí. La mandíbula, los labios, los ojos, los senos, las caderas, todo es perfecto. Es un reflejo de la mujer que siempre he amado, idolatrado y deseado ser, pero ahora es mío para explorar. Mis manos recorren mi rostro, bajan por mis hombros, brazos, torso y finalmente descansan en mis caderas, sintiendo la suavidad de la piel, la firmeza y el peso de mi nuevo trasero. Todo es exactamente como lo recordaba, pero más intenso, más real.



Decido vestirme. Abro el armario y mis ojos se posan sobre un vestido que siempre me había fascinado de niña. Es el que mi madre usó en una reunión familiar importante, uno que abrazaba sus curvas de manera perfecta. Lo sostengo entre mis manos y siento un estremecimiento. Al colocármelo, la tela se ajusta como si hubiera sido hecha para mí, abrazando cada curva, cada línea, resaltando mis pechos y envolviendo mis caderas con una sensualidad natural. Siento cómo el vestido acaricia mi piel, y un placer inesperado me hace cerrar los ojos por un momento. Nunca imaginé que algo tan simple pudiera sentirse tan intenso.


Decido caminar por la casa, explorando mi nuevo cuerpo en movimiento. Cada paso me hace consciente de mis caderas, de la manera en que mis muslos se rozan, del balance de mi trasero. Cada gesto, cada movimiento de mis brazos y hombros, me recuerda que este cuerpo no es solo una fantasía: es real, tangible, y completamente mío. La sensación de control, de poder sobre este cuerpo, es embriagadora. Me siento viva de una manera que nunca experimenté como niño.


Recuerdo mis días de infancia mientras me miro en otros espejos de la casa: las tardes jugando en el jardín, las veces que me llevaba a nadar, las risas compartidas. Todo parece converger en este momento, y la nostalgia se mezcla con la excitación de mi transformación. Paso mis dedos por mi abdomen, mis caderas, mis muslos, deteniéndome en mis partes más íntimas. La sensación de tener en mis manos la esencia de mi origen es casi abrumadora. Es como si el tiempo se hubiera detenido, permitiéndome vivir cada recuerdo y cada deseo de manera plena y simultánea.


Me siento en el borde de la cama, dejando que mis manos exploren mi cuerpo con más detalle. Siento cómo mis pechos se llenan bajo mis dedos, cómo cada movimiento provoca un cosquilleo profundo y eléctrico. Mis muslos tiemblan levemente, y una sensación de calidez se expande desde mi centro hacia todo mi cuerpo. Cada roce es un recordatorio de que finalmente estoy viviendo la experiencia que había soñado toda mi vida: ser mi madre, sentir su cuerpo y, al mismo tiempo, conocer mi propio deseo desde una perspectiva completamente nueva.


Me acuesto sobre la cama, dejando que la luz de la tarde entre por la ventana y acaricie mi piel. Mis dedos siguen explorando, descubriendo cada rincón de mi cuerpo con una mezcla de reverencia y excitación. Cada centímetro es una revelación, una conexión profunda con la mujer que siempre admiré y con la que ahora soy. Mi respiración se acelera, y un calor interno recorre mi abdomen mientras me pierdo en la contemplación de mi reflejo en el espejo frente a mí.



Horas pasan sin que me dé cuenta. Cada instante es un descubrimiento: la suavidad de mis muslos, la forma de mis caderas, la plenitud de mis pechos, la textura de mi vagina que alguna vez me dio la vida. Es un día entero de exploración, de descubrimiento y de placer silencioso. Me siento completa, poderosa, y a la vez frágil en la maravilla de esta transformación. Todo lo que siempre había deseado ser y sentir se concentra en este cuerpo, en este día, en esta experiencia que jamás olvidaré.


Al caer la noche, me acuesto agotada pero satisfecha. El hechizo ha cumplido su propósito, y yo he cumplido el mío: finalmente, soy mi madre y a la vez soy yo misma, viviendo cada deseo que guardé durante toda mi vida. Mientras cierro los ojos, siento una mezcla de gratitud, asombro y plenitud que nunca creí posible. Todo ha sucedido en un solo día, pero cada momento se siente eterno, como si el tiempo hubiera conspirado para darme exactamente lo que siempre quise: ser ella, ser yo, y sentir cada fibra de su cuerpo como nunca antes.


viernes, 19 de septiembre de 2025

Me desperté confundido… esperaba ver mi cuarto de siempre, mis pósters de videojuegos, mis tenis tirados en el suelo. Pero en su lugar, había un tocador con maquillaje, bras colgados en la silla y un espejo enorme frente a mí.


Al incorporarme, un peso extraño me hizo mirar hacia abajo: dos pechos enormes me rozaban los brazos. Casi me caigo al darme cuenta de que llevaba puesto un camisón de encaje rosa.


—Buenos días, cariño —escuché una voz masculina desde la puerta. Era… ¿mi papá? No, no. Me miraba como si siempre hubiera sido su hija.


Me acerqué al espejo y vi el reflejo de una mujer joven, con cabello largo y brillante, labios pintados y un cuerpo lleno de curvas. Toqué mi rostro, mis caderas, mi trasero redondeado… y nada se sentía falso. Todo era real.


Lo peor, o tal vez lo mejor, fue abrir el cajón del tocador. No había rastros de videojuegos ni de mi vida anterior. Solo maquillaje, joyería y fotos de mí misma… en este cuerpo… desde niña.


El mundo ya no recordaba que alguna vez fui hombre. Solo yo lo sabía. Y cada vez que mis nuevas manos recorrían mi piel, me costaba más recordar cómo se sentía ser el chico que solía ser.




viernes, 12 de septiembre de 2025



Jamás hubiera imaginado el mayor secreto de la novia de mi hijo.

Pero ahí estaba, de rodillas frente a mí, con las mejillas encendidas y las manos temblorosas, mirándome con esa mezcla de súplica y desafío… como si supiera que mi silencio dependía de lo que estaba dispuesta a hacer en ese instante.






Todo comenzó en nuestras vacaciones familiares. El hotel estaba repleto de turistas y el sonido del mar servía de telón de fondo. Pero había algo extraño en ella: cada dia justo a las 3 pm desaparecía justo después del almuerzo, siempre con la excusa de estar cansada. Caminaba rápido, mirando por encima del hombro, como si temiera que alguien la siguiera.


Una dia decidí hacerlo. Me escabullí tras ella, cuidando que mis pasos no resonaran en el pasillo. Salió por una puerta lateral hacia la playa, donde el viento levantaba la arena y apenas había luz. La observé esconderse tras una roca, abrir su bolso y sacar una pequeña caja plateada. Al principio pensé que eran drogas, pero cuando la luz de la luna reflejó el logotipo, mi sangre se heló: pastillas X-Change.


Me quedé inmóvil, procesando lo que significaba. No era lo que aparentaba. No era la chica perfecta que todos creíamos… sino alguien en medio de una transformación.

Mi corazón golpeaba en mi pecho cuando me acerqué y la enfrenté.


—¿Qué demonios es esto? —le susurré con rabia contenida.


Ella dio un salto, casi se le caen las pastillas rosas de las manos. Sus ojos se llenaron de pánico al verme. Intentó tartamudear una excusa, pero no la dejé. Le dije que sabía perfectamente qué eran esas pastillas y que no tardaría en contárselo a mi hijo.


El silencio entre nosotros se volvió pesado. El viento soplaba fuerte, su cabello se agitaba y podía ver cómo le temblaba la barbilla. Entonces, como si una idea le cruzara de golpe, sus ojos cambiaron de expresión: miedo, sí… pero también decisión.

Se acercó despacio, con la respiración entrecortada.


—Por favor… —murmuró— no digas nada. Puedo… compensarte.

Hablamos  un momento, llegamos a un acuerdo...

Y antes de que pudiera reaccionar, se arrodilló frente a mí, levantando apenas la vista para medir mi respuesta. El contraste entre su fragilidad y su osadía me dejó paralizado. Yo debería haberla detenido, alejarme, ir directo a contarle todo a mi hijo… pero no lo hice.




En ese instante entendí que su secreto ya no era solo suyo. Ahora estaba entrelazado conmigo. Y si las cosas siguen así, podré mantenerlo oculto un poco más.

Al menos… por hoy, su secreto está a salvo.


martes, 9 de septiembre de 2025



Yo solo podía contra ustedes…

Esa era mi frase favorita cuando era un chico. Era fuerte, rápido, resistente. Me enorgullecía de no cansarme nunca en los entrenamientos, de poder enfrentar a tres o cuatro rivales en la cancha o en una pelea y seguir de pie, riendo, fanfarroneando. Me encantaba que me vieran como invencible, como alguien que podía con todo.


Pero el destino es cruel. Y ahora, un año después, esa misma frase vuelve a mi cabeza… solo que ya no soy ese chico. Me miro en el espejo y no queda nada de él: ahora soy una mujer madura, una milf voluptuosa. Mis caderas son anchas, mis pechos pesados, mi cintura se curva hacia un trasero tan grande y redondo que parece diseñado para ser tomado. Mi rostro tiene la belleza de una mujer que ha vivido, con labios carnosos y ojos que invitan. Y mi voz… grave, sensual, con un toque ronco que excita.


El cambio fue un tormento. Al principio me resistí, aterrado. Me escondí del mundo, sin aceptar que mi cuerpo había decidido traicionarme. Pero el deseo se infiltró poco a poco. Primero, en miradas furtivas a mi propio reflejo; después, en noches en las que mis dedos recorrían mi piel suave, descubriendo sensaciones que nunca había imaginado. Y, finalmente, en la aceptación: yo ya no era un chico. Era una mujer. Una milf con un cuerpo hecho para el sexo.


Y ahora estoy aquí, en una habitación donde tres hombres me rodean, deseosos de probar lo que soy capaz de aguantar. Tres hombres que me retan… igual que antes. Solo que ahora, la prueba es distinta.


El primero me toma de la barbilla, y sin pensarlo me mete su miembro grueso en la boca. Mi lengua lo acaricia, mis labios se cierran alrededor de él, y siento ese sabor salado y excitante que me hace gemir. El segundo me abre las piernas desde atrás, sus manos fuertes se clavan en mis caderas y siento su glande presionar la entrada de mi culo, caliente, ansioso. El tercero acaricia mis pechos, los aprieta, los chupa con avidez mientras su mano baja a frotar entre mis muslos.


Mi cuerpo tiembla, pero no retrocede. Mi ano se abre con un ardor delicioso, mi garganta se llena, y mis gemidos se ahogan en la carne que saboreo. Antes, como hombre, decía que podía con todos. Ahora, como mujer, lo demuestro de otra manera: puedo aguantar más que ellos.


El que me penetra por detrás aumenta el ritmo. Sus embestidas hacen que mis caderas se sacudan, que mi trasero tiemble y rebote obscenamente contra él. El que está en mi boca gime cuando paso la lengua por su glande, cuando dejo que me penetre profundo hasta hacerme toser, y aun así sonrío con los labios rodeando su dureza. El tercero juega con mis pezones, los pellizca, y su lengua me recorre el cuello.


Estoy siendo usada por los tres al mismo tiempo, y lejos de sentirme débil, siento poder. Mi cuerpo milf resiste, mi culo aprieta, mi garganta traga, mis tetas rebotan. Y en medio de todo, pienso: “sí… sigo pudiendo contra todos ustedes.”



El primero no tarda mucho en rendirse. Siento cómo tiembla en mi boca y de pronto se derrama en mi lengua, caliente, espeso. Lo trago sin detenerme, sin sacar su miembro de entre mis labios. Me mira sorprendido, sin fuerzas, mientras yo lo devuelvo con una sonrisa sucia.


El segundo gime más fuerte. Sus embestidas son salvajes, su cuerpo brilla de sudor, pero noto cómo pierde el ritmo, cómo se le doblan las rodillas. Y cuando finalmente se corre dentro de mi culo, yo aprieto aún más, exprimiéndolo, haciéndolo gemir como nunca. Se deja caer sobre la cama, jadeante, rendido.


Solo queda el tercero, aún frotándose contra mí, lamiendo mis senos. Y yo, empapada de sudor y saliva, me río entre gemidos.


—¿Ven? —digo con voz ronca, acariciando mi propio trasero que aún palpita lleno—. Puedo más que ustedes. Yo aguanto más…


El tercero no quiere quedarse atrás. Me empuja contra la cama y se coloca sobre mí. Su miembro entra en mi coño empapado, resbalando con facilidad, y el placer me arranca un grito ahogado. Cada embestida hace que mis pechos se sacudan, que mis uñas arañen las sábanas. Me folla con rabia, como si quisiera demostrar que él sí puede vencerme.


Pero no lo consigue. Mi cuerpo, ahora el de una milf hecha y derecha, resiste todo lo que me da. Mis gemidos no son de dolor, sino de placer. Mi sexo lo aprieta, lo ordeña, y mi sonrisa nunca desaparece. Y al final, él también cae, derramándose dentro de mí con un gemido desesperado.



Los tres están exhaustos, tumbados, jadeando. Yo, en cambio, sigo de rodillas sobre la cama, el pelo revuelto, el maquillaje corrido, el cuerpo sudado y tembloroso… pero aún con energía.


Me limpio la boca con el dorso de la mano, me acaricio un pecho, y sonrío satisfecha.


—Les dije… yo puedo con todos ustedes. Antes lo decía como hombre… ahora lo demuestro como mujer. Como la milf que soy.


Y mientras ellos duermen rendidos, yo me miro en el espejo de la habitación. Veo a una mujer madura, sudada, con semen chorreando de su boca y su trasero, con marcas en la piel, con la respiración aún acelerada. Y me gusta lo que veo. Me excita lo que me he convertido.


Ya no hay vuelta atrás. Nunca más seré el chico fuerte que se jactaba en las peleas. Ahora soy algo mejor: una mujer que aguanta más que tres hombres juntos. Una milf que puede con todos.


Y lo disfruto.


 

No puedo creer que esto me esté sucediendo. Aún me resulta imposible procesar cómo llegué hasta aquí, tumbada boca abajo en una cama que ni siquiera es mía, con un hombre enorme detrás de mí, sujetándome de las caderas como si ya fuera suyo. Siento la presión cálida de su glande en la entrada de mi ano, y lo más aterrador… o quizá lo más excitante, es que mi cuerpo no opone resistencia.



Apenas ha pasado un año desde que era un chico común, corriendo por las calles con mis amigos, soñando con tener una novia y una vida normal. Un año atrás, mi reflejo todavía era el de un joven delgado, nervioso, sin demasiada experiencia. Y ahora… ahora soy una mujer completa. Con curvas, con caderas anchas que tiemblan cuando me sostienen fuerte, con un pecho blando y pesado que se aplasta contra las sábanas. Soy, en carne y hueso, la clase de mujer que antes solo podía mirar con deseo en internet.


El cambio no fue inmediato, pero sí devastador. Todo comenzó con pequeños síntomas: mi voz debilitándose, perdiendo fuerza; mi piel, antes áspera, volviéndose más suave; mis rasgos afilados derritiéndose poco a poco hasta formar una cara que ningún espejo me devolvía como familiar. Al principio pensé que era una enfermedad, algo que el médico podría revertir. Pero cada día que pasaba, mi cuerpo se hundía más en un destino que no había elegido. Senos hinchándose en mi pecho, mis caderas ensanchándose, mi cintura estrechándose. Y lo peor… mi pene desapareciendo, encogiéndose hasta convertirse en un simple adorno, algo inútil colgando, mientras mi trasero adquiría una redondez obscena, casi diseñada para esto: para ser follada.


Recuerdo la primera vez que me vi desnuda tras el cambio completo. Me quedé horas frente al espejo, tocándome como si necesitara comprobar que era real. Mis manos recorrieron mis pechos, blandos y pesados, los pezones tan sensibles que con apenas rozarlos un escalofrío me atravesó entera. Bajé más, hasta mis caderas, que ahora se curvaban como las de mi madre, amplias, capaces de atraer miradas de cualquier hombre. Y finalmente mi trasero… dios, qué enorme, qué redondo, qué suave. Lo toqué y apreté con mis propias manos, y entendí, con horror, que era perfecto para ser usado.



Durante meses me resistí. Usaba ropa holgada, evitaba salir, me negaba a aceptar lo que me había convertido. Pero la sociedad no tuvo piedad. Los hombres me miraban en la calle, me lanzaban piropos, algunos incluso me seguían con descaro. Yo caminaba rápido, con vergüenza, pero también con algo nuevo latiendo dentro de mí: un calor, un cosquilleo, una necesidad que no conocía antes. Y pronto comprendí que no era solo mi cuerpo el que había cambiado… mi mente también.


Me descubrí soñando cosas que jamás hubiera admitido. Fantasías en las que me tomaban por detrás, en las que mis gemidos eran ahogados contra la almohada mientras un hombre me llenaba. Fantasías donde yo no era más un chico inseguro, sino una mujer sumisa, complaciente, que encontraba placer en rendirse.


Y esa noche, aquí estoy, viviendo aquello que juré que nunca dejaría pasar. El hombre detrás de mí es un conocido de hace semanas, alguien que me vio en un bar y no dudó en acercarse. Yo intenté resistirme, decir que no, pero mis labios no fueron convincentes. Mis movimientos, mi voz temblorosa, todo en mí delataba que lo deseaba.



Ahora siento su miembro abrirse paso en mi interior. No entra de golpe, sino poco a poco, presionando, buscando acomodo en un cuerpo que, para mi desgracia, parece hecho para recibirlo. Gimo bajo, mordiendo las sábanas, tratando de disimular, pero mis caderas solas se mueven hacia atrás, suplicando más.



—Eso es… —susurra él, inclinándose sobre mí—. Eres toda una putita, ¿verdad?


Quiero negarlo. Quiero decir que no, que soy un chico atrapado en un cuerpo ajeno. Pero lo único que sale de mi boca es un gemido ronco, desesperado. Y entonces lo siento deslizarse más adentro, centímetro a centímetro, llenándome como nunca creí posible.



Cada embestida me hace vibrar, mis pechos rebotan contra el colchón, mis pezones se endurecen, y mi trasero arde. El roce, la fricción, el calor… todo me consume.



Hace apenas un año, jamás habría imaginado esto. Y sin embargo, aquí estoy. Soy una mujer. Soy su mujer. Una que gime con cada movimiento, que aprieta las sábanas mientras su ano se acostumbra a ser abierto, estirado, usado. Una que ya no puede volver atrás, porque su cuerpo y su mente la han traicionado.



Lo peor es que no siento odio. No siento asco. Siento placer. Un placer que me derrite, que me enciende, que me hace olvidar que alguna vez fui otra persona. Mientras él acelera, mientras sus caderas chocan contra las mías y mi trasero se agita obscenamente, solo puedo pensar en una cosa: que quiero más. Que necesito más.


—Dios… estás hecha para esto —gruñe él, apretando mis nalgas con fuerza—. Tu culo es perfecto…


Sus palabras me perforan tanto como su miembro. Y lo sé, tiene razón. Estoy hecha para esto. Mi cuerpo, mi nueva naturaleza, todo en mí grita que soy una hembra dispuesta, una puta que ya no pertenece al mundo masculino.


Cuando finalmente lo siento correrse dentro de mí, cuando su calor me llena, no puedo contener el gemido ahogado que sale de mi garganta. Es un gemido de rendición. De aceptación. De placer absoluto.


Y mientras caigo exhausta sobre la cama, jadeando, sudada, con sus manos aún sobre mis caderas, una verdad me atraviesa como un rayo:


Ya no soy un chico. Nunca más lo seré.


Soy una mujer. Una puta. Y lo peor de todo… es que me gusta.



viernes, 29 de agosto de 2025



Al principio me negaba. No quería mirarme en el espejo, no quería aceptar que ya no era un chico. El cambio había llegado como una condena lenta, como un virus que corroía cada parte de mi masculinidad hasta dejarme convertido en otra cosa.


El joven fuerte y ambicioso que yo era había desaparecido. En su lugar, el reflejo me devolvía la imagen de una mujer madura, voluptuosa, con curvas amplias y un aire de experiencia que jamás había tenido.


Mi cabello, antes corto y rebelde, ahora caía en ondas largas sobre mis hombros. Mis labios eran gruesos, siempre húmedos, y mis mejillas conservaban ese rubor natural de una mujer que despierta deseos. Pero lo que más me costó aceptar fue mi cuerpo: senos grandes, pesados, que se movían con cada respiración; caderas anchas, de madre, que marcaban un vaivén imposible de ocultar; y un trasero redondo, generoso, que me hacía sentir expuesta cada vez que alguien caminaba detrás de mí.


Durante semanas me escondí. No podía soportar la idea de que los demás me vieran así, de que reconocieran en mí a una mujer madura donde antes había un hombre joven. Pero el tiempo me fue desgastando, y descubrí algo que no esperaba: mi cuerpo pedía atención. Mis pezones se endurecían con el más leve roce de la ropa, mis muslos se calentaban cuando recordaba cómo me miraban en la calle, y en las noches mis manos recorrían mi nueva piel con ansiedad.


Fue entonces que me di cuenta: madurar no era solo crecer, también era aceptar. Aceptar que mi vida ya no sería la de antes, aceptar que no había marcha atrás. Y poco a poco, lo fui admitiendo.


“Madura es aceptar que ser mujer no está tan mal… después de todo, tengo un cuerpo maduro.”


La primera vez que lo dije en voz alta estaba desnuda frente al espejo, acariciando mis caderas con las dos manos. Toqué mis senos, los levanté, los solté, y los vi rebotar pesados. Mi trasero, amplio, me devolvía una silueta que antes hubiera deseado como hombre, y que ahora me pertenecía por completo.


Mi reflejo ya no me aterraba: me excitaba.


Y con la aceptación vino algo más: la decisión de vivir como mujer. Me vestí con ropa ajustada, que marcaba mis curvas. Me maquillé los labios de rojo intenso. Caminé por la calle con tacones, sintiendo cómo mis caderas se movían naturalmente, y por primera vez disfruté las miradas de los hombres. No eran miradas de burla ni de compasión: eran miradas de deseo. Me deseaban. Y yo lo disfrutaba.


Esa misma noche, uno de ellos se me acercó en un bar. Un hombre maduro, fuerte, con una sonrisa segura. Antes me hubiera sentido incómodo, pero esa vez, en mi nueva piel, respondí a su invitación con una sonrisa tímida. Tomamos unas copas, hablamos, y cuando me ofreció acompañarlo a su departamento, acepté sin dudarlo.


El camino en el taxi. Una parte de mí aún recordaba que había sido un hombre. Otra parte, la que dominaba, latía de deseo, anticipando lo que vendría.


Cuando llegamos, apenas cerró la puerta, me besó con fuerza. Sus manos recorrieron mi espalda, bajaron a mis caderas, apretaron mi trasero. Y yo gemí contra sus labios, sin contenerme.


La ropa cayó al suelo poco a poco, hasta que quedé desnuda bajo su mirada. Sentí su deseo al verme, y en ese momento no tuve dudas: ser mujer no era una condena, era una bendición.


Nos tumbamos en la cama, y él me acarició como si supiera exactamente lo que necesitaba. Sus labios recorrieron mis senos, chupando mis pezones hasta hacerme retorcer de placer. Sus manos me abrían los muslos, y yo, con el rostro encendido, lo dejaba explorarme sin resistencia.


Cuando me penetró, un gemido profundo me escapó de los labios. Mi cuerpo, mi nuevo cuerpo, lo recibió como si hubiera estado esperando ese momento toda la vida. Sus embestidas me hicieron temblar, mis senos rebotaban con cada movimiento, mi trasero se alzaba para encontrarlo.



La mujer que ahora era se entregó por completo. No había miedo, no había dudas. Solo placer.


Y cuando todo terminó, cuando ambos caímos rendidos sobre la cama, sudados y exhaustos, me acaricié el vientre, aún temblando, y repetí en voz baja, casi como un mantra:


“Madura es aceptar que ser mujer no está tan mal. Después de todo… tengo un cuerpo maduro.”


Me dormí esa noche con una sonrisa en los labios, sabiendo que había aceptado mi destino. Y no solo lo había aceptado: lo había abrazado.


Ahora, cada día, vivo como lo que soy. Me arreglo, me maquillo, camino erguida, con mis curvas moviéndose con orgullo. Y cuando los hombres me miran con deseo, cuando sus ojos se clavan en mis senos o en mi trasero, no me escondo.


Soy una mujer madura. Soy una milf. Y me encanta serlo.