🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

viernes, 17 de enero de 2025


El balanceo de mis caderas, mis curvas marcadas por el vestido ajustado, mi piel pálida y tersa como porcelana. Mi larga cabellera negra cae en cascada por mi espalda, brillando bajo las luces de la ciudad. Mis labios, gruesos y carnosos, pintados de un rojo intenso, se curvan en una sonrisa seductora. Mis ojos, enmarcados por pestañas largas y densas, reflejan la confianza de una mujer que sabe que es el centro de atención.

Siento sus miradas recorriendo cada centímetro de mi cuerpo, deseándome, admirándome. Algunos con fascinación, otros con envidia, pero todos, todos, incapaces de apartar la vista.

Si supieran quién fui antes… si supieran en lo que me he convertido.

Pero eso ya no importa.



Ahora soy hermosa. Ahora soy perfecta. Ahora soy ella....

Antes de conocerlo, yo no era nada. No tenía hogar, no tenía futuro, ni siquiera tenía esperanza. Pasaba las noches en refugios cuando podía, en callejones cuando no. Mi reflejo en los escaparates de la ciudad me devolvía la imagen de un hombre sucio, cansado, un despojo sin importancia. Pero él me vio.


No como los demás. No con lástima ni asco, sino con algo diferente. Fascinación. Curiosidad. Como si en mí viera algo que ni siquiera yo sabía que existía.


—Eres un diamante en bruto —dijo, con una seguridad que me paralizó—. Solo necesitas ser pulido.


Me ofreció comida, ropa, una cama. Pero sobre todo, me ofreció algo más valioso: un propósito. Su propuesta era clara. Me convertiría en su esposa perfecta, en la muñeca de lujo que siempre había deseado. No era una oferta. Era un destino..


Me habló con una voz profunda y serena, como si ya supiera todo sobre mí. Me dijo que estaba buscando algo… o mejor dicho, alguien. Una mujer perfecta. No una esposa común y corriente, sino un ideal de feminidad absoluta: rubia, voluptuosa, elegante, la clase de mujer que los hombres adoran y las mujeres envidian. Y lo más extraño de todo fue lo que me ofreció:


—Tú podrías ser ella.


Pensé que estaba loco. ¿Cómo podría un vagabundo como yo convertirse en la esposa perfecta de un hombre como él? Pero sus palabras tenían una extraña magia, una promesa de algo mejor. Me dio una elección: seguir arrastrándome en la miseria o renunciar a todo lo que fui y convertirme en suya.


Acepté...


El proceso fue inmediato. Las hormonas inundaron mi sistema, transformándome desde dentro. Sentía el estrógeno fluir por mi cuerpo, como una corriente cálida que reconfiguraba cada célula. Cada día, mis músculos se volvían más débiles, mi piel más suave, mis facciones más delicadas. Mi grasa empezó a acumularse en mis caderas, en mi trasero, en mis muslos, redondeando mi silueta en una feminidad cada vez más exagerada.


La cirugía llevó mi feminización al siguiente nivel. Mi cintura fue reducida drásticamente, mi rostro refinado en una perfección femenina, mis pómulos elevados, mis labios llenos y carnosos. Y mis pechos… enormes, redondos, dos globos de silicona que se alzaban con una perfección imposible, rebotando con cada movimiento. Eran una exageración, una fantasía hecha realidad. Cada vez que los veía en el espejo, me sentía menos como mi viejo yo y más como ella: la mujer que debía ser.


Pero lo más impactante fue lo que sucedió entre mis piernas. Con cada inyección de hormonas, con cada día que pasaba, mi pene se reducía más y más. Se volvió pequeño, flácido, insignificante. Una mera sombra de lo que alguna vez fue. No sentía erecciones. No sentía deseo de usarlo. Ya no me pertenecía. Lo único que importaba era mi feminidad, mi nueva identidad.



Mi cuerpo reflejaba mi transformación. Corsets apretados para resaltar mi cintura de avispa. Medias de encaje que subían hasta mis gruesos muslos. Tacones altísimos que me obligaban a caminar con una gracia aprendida. Vestidos ajustados que dejaban claro que mi cuerpo existía solo para ser admirado. Y cuando él me miraba, con hambre en sus ojos, sabía que había valido la pena.

Pero el verdadero cambio ocurrió en mi mente.


Al principio, mi reflejo me aterraba. Pero conforme pasaban los días, empecé a amar lo que veía. Me convertí en la esposa trofeo que él quería, la joya perfecta que podía exhibir con orgullo. Aprendí a caminar en tacones, a hablar con una dulzura seductora, a vestirme con elegancia y provocación al mismo tiempo. Cada día, me sentía menos como el vagabundo que fui y más como la mujer que él había moldeado.


Y lo amaba....


Me entrenó en cada aspecto de mi nuevo rol. Aprendí a hablar con suavidad, a reír con coquetería, a sentarme con las piernas cruzadas, a moverme con una elegancia sensual. Aprendí a cocinar, a ser la mujer perfecta en público, la diosa sumisa en privado. Mi vida ya no me pertenecía. Era suya. Y eso me hacía sentir completa.


La primera vez que me tomo, fue un bautismo. Se ti un mes la de vergüenza y excitación, Me miré en el espejo mientras él me follaba desde atrás, mis pechos rebotando, mi maquillaje impecable incluso en la pasión del momento. Mi piel se erizaba con cada caricia, mi trasero, generoso y redondeado, se arqueaba para recibirlo mejor. No había duda de quién era ahora. No había marcha atrás.


Mis noches se convirtieron en rituales de placer. Me vestía con la lencería más fina, encaje negro, seda roja, prendas diseñadas para resaltar cada curva exagerada de mi cuerpo. Me arrodillaba con devoción, con mis labios perfectamente delineados y listos para complacerlo en todo lo que deseara. No solo me convertí en su mujer perfecta, sino en su objeto de placer, su muñeca sumisa, su trofeo hecho a la medida.


No podía quedar embarazada, mi cuerpo transformado no tenía esa capacidad, pero eso no significaba que no pudiera recibir su semilla como la esposa obediente que era. Cada vez que él se derramaba dentro de mí, sentía su dominio absoluto sobre mi feminidad, su posesión completa de mi ser. Y cuando no lo hacía, lo compensaba bebiendo cada gota con devoción, limpiándolo con mis labios mientras lo miraba con adoración, asegurándome de que siempre supiera que su placer era mi único propósito.




Con el tiempo, cualquier rastro de mi antigua identidad desapareció. Mi cuerpo, mis pensamientos, mi alma le pertenecían. Mi pene, ese vestigio inútil, seguía encogido, una prueba de mi completa sumisión a esta nueva vida. No lo necesitaba. No lo extrañaba. Ahora, mi placer solo venía de sentirme femenina, de saber que era suya en cada sentido.


Cuando me miraba, con orgullo en su rostro, sabía que había alcanzado la perfección. Ya no era un vagabundo, ya no era un hombre. Era su esposa trofeo. Su muñeca. Y en sus brazos, en su cama, en su mundo, era feliz.




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