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domingo, 24 de agosto de 2025

 



Nunca olvidaré la expresión en el rostro de John el día del funeral. Vacío. Apagado. Como si la vida se le hubiera escapado del cuerpo junto con el último aliento de Sarah.


Sarah era… perfecta para él. Alegre, dulce, paciente. Una de esas personas que iluminaban una habitación solo con entrar. Y cuando ella murió, fue como si se apagara también la luz de mi mejor amigo.


Durante meses, intenté ayudarlo. Lo acompañaba al trabajo, lo sacaba a tomar algo, incluso traté de presentarle a otras mujeres. Pero él solo sonreía de forma vacía y decía:

—Nadie se le compara. Nunca podré seguir adelante.


Al principio pensé que el tiempo lo curaría, pero los meses se convirtieron en años. Y John seguía igual. No hablaba con nadie, no salía, apenas comía. Se limitaba a sobrevivir. Y yo… lo quería demasiado como para seguir viendo cómo se destruía.


Una noche, navegando sin rumbo por internet, encontré algo extraño. Una página de aspecto antiguo, con símbolos arcanos y un título que parecía salido de un libro de cuentos:

“Los deseos del corazón: concede lo que más amas, a cambio de algo de igual valor.”


Reí. ¿Qué clase de tontería era esa? Sin embargo, había una parte de mí que no podía ignorar lo desesperado que estaba por ver feliz a John de nuevo.

La página pedía escribir un deseo con detalle y depositar “una ofrenda simbólica”, algo que representara la sinceridad del corazón. Así que, sin pensarlo demasiado, escribí:


 “Deseo que John pueda volver a tener a Sarah, que ella regrese a su vida y vuelva a sonreír como antes.”



Dejé mi anillo —el que usaba desde que tenía dieciocho años— junto al teclado, a modo de ofrenda. Luego apreté “enviar” y la pantalla parpadeó. Por un momento, sentí un escalofrío. En letras rojas apareció una advertencia que no había notado antes:


 “Todo deseo verdadero exige un intercambio de igual valor.

El donante cederá aquello que define su esencia.”




Pensé que era solo parte del teatro de la página. Cerré la laptop y me fui a dormir, sintiéndome un poco ridículo.


Pero cuando desperté… todo era distinto.


Al principio, pensé que estaba soñando. Mi cama no era la mía. Las sábanas olían a lavanda. Mi habitación tenía un aire suave, femenino. Había un tocador con cepillos, perfumes y un espejo enorme. Me senté sobresaltado, pero algo no encajaba. Mis piernas eran más cortas, delgadas… suaves. Mi pecho se alzó al moverme, pesado, balanceándose bajo una camiseta que no me pertenecía.



—¿Qué demonios…? —murmuré, con una voz que no era la mía. Era más aguda, suave… femenina.


Me levanté temblando y me acerqué al espejo. El corazón me dio un vuelco. Reflejada frente a mí estaba Sarah. O mejor dicho… yo era Sarah.

El rostro que devolvía mi mirada era hermo


so, de rasgos delicados, los mismos ojos verdes que había visto tantas veces cuando ella sonreía junto a John. Mi cabello rubio caía en ondas sobre mis hombros desnudos.

Toqué mi rostro, mi cuello, mi pecho… y cada centímetro respondió con una sensación viva, cálida, imposible de negar.


El hechizo había funcionado. De alguna manera, yo había traído de vuelta a Sarah, pero no como había imaginado. La había traído dentro de mí.


Escuché pasos afuera, y antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió.

—¿Sarah? —La voz de John tembló.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Oh, Dios mío… Sarah… ¿Eres tú?


Mi mente gritaba que no, que todo era un error, pero mis labios dijeron algo que no controlaba del todo:

—Sí… soy yo, amor.


Su abrazo me envolvió con fuerza. Podía sentir su cuerpo contra el mío, su respiración temblorosa. Y mientras lo hacía, una mezcla de emociones me atravesó: confusión, culpa… y algo más. Algo cálido, que venía del corazón de Sarah dentro de mí.


Los días siguientes fueron una locura. John me cuidaba, me hablaba como si nada hubiera pasado. Me contaba cómo había soñado con mí… con Sarah. Cómo se sentía completo otra vez.

Y aunque traté de resistirme, cada gesto, cada sonrisa suya despertaba recuerdos que no eran míos: las cenas juntos, los paseos, las noches abrazados. Era como si la mente de Sarah estuviera allí, mezclándose con la mía, empujando mis pensamientos, suavizándolos, moldeándome.



Intenté escribirle a alguien, buscar ayuda, pero cuando veía mi reflejo, algo en mí se detenía. Me perdía en mis propios ojos, en ese cuerpo que poco a poco empezaba a sentirse mío.

Mis manos ya no temblaban al tocar mi pecho, ni al sentir el roce de la ropa femenina. La voz en mi cabeza que decía “soy un hombre” se hacía cada vez más lejana.


Una tarde, mientras doblaba la ropa con John en la sala, lo vi mirarme con ternura.

—Eres tan hermosa como siempre, Sarah —susurró.

Quise decirle que no lo era, que todo era un error, pero las palabras no salieron. En su lugar, sonreí. Y esa sonrisa fue… sincera.


Esa noche, cuando me besó, no lo detuve. Sus labios se sintieron familiares, como si hubiera pasado toda una vida esperándolos. Y aunque parte de mí gritaba que estaba traicionando mi identidad, otra parte —una más profunda— se derritió. Era amor, o algo que se le parecía demasiado.


Con el paso de las semanas, la frontera entre yo y ella se borró. Recordaba cosas que nunca viví: nuestro primer beso en la universidad, el día de nuestra boda, el llanto de John cuando murió nuestro gato. Todo estaba ahí, vivo en mí, como si siempre hubiera sido mi historia.


A veces, por las noches, miraba el rostro dormido de John a mi lado y me preguntaba si aún quedaba algo del hombre que había hecho el deseo. O si la magia ya había consumido todo rastro de él, dejando solo a Sarah.

Pero cuando me tocaba el vientre, cuando sentía el calor de su cuerpo contra el mío, entendía que el sacrificio se había cumplido. El precio era yo.


Un día encontré en el desván una caja vieja. Dentro estaba mi anillo, el que había dejado frente al teclado aquella noche. A su lado, una hoja con letras rojas que no recordaba haber impreso:


“El amor verdadero no puede ser devuelto sin un costo.

El cuerpo que entregas será su ofrenda.

Su felicidad será tu condena.”




Lloré. No porque quisiera mi antigua vida de vuelta —ya ni siquiera recordaba cómo se sentía ser él—, sino porque comprendí que había cumplido mi deseo… de la forma más cruel posible.

John tenía de nuevo a Sarah.

Y yo… ya no existía.


O tal vez sí. Tal vez en cada sonrisa, en cada caricia, en cada suspiro que le arranca el nombre “John” a mis labios, hay un eco del hombre que alguna vez fui.

Un eco que se apaga un poco más cada vez que él me dice que me ama.


A veces, cuando estoy sola frente al espejo, todavía puedo sentir un destello de duda.

¿Soy realmente Sarah? ¿O sigo siendo aquel hombre atrapado dentro de un cuerpo ajeno, condenado a vivir la vida que deseó para otro?

No lo sé.

Solo sé que John sonríe de nuevo. Y que, al final, eso era todo lo que quería.


Así que cada mañana, cuando despierto en sus brazos y él susurra “Buenos días, amor”, respondo con una voz suave, femenina y dulce:

—Buenos días, cariño.


Y mientras él me besa, sé que no hay vuelta atrás.

El precio del deseo fue mi alma.

Y lo pagué con gusto.



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