¡Soy una copia tuya!
—Oh… madre, qué bueno que viniste. ¿Recibiste mi carta?
Ella se quedó quieta, con la maleta a sus pies, sin poder moverse más allá del umbral. Su rostro palideció. Su mirada iba de mi rostro a mis caderas, mis pechos, mis manos que todavía sostenían el trapo con el que me había estado secando. Era como si estuviera viendo un fantasma… pero uno demasiado real, demasiado familiar.
Yo solo sonreí con suavidad, como había aprendido a hacerlo. Sin mostrar los dientes. Sin prisa. Como una buena ama de casa.
—Pasa, mamá. No te quedes ahí… jaja, ¡mira! Nos vestimos igual.
La blusa blanca, la falda recta, incluso las medias negras y los sapatos... Era un espejo, pero no exacto. Había detalles que me diferenciaban… como nuestros cabellos..y otros que resaltaban aún más la semejanza.
—Sé que esto es mucho —continué, dando pasos suaves, femeninos—. Lo sé. Sé que parezco… tú. Más de lo que debería.
Su boca se abrió, pero ningún sonido salió.
—Usé una muestra de tu ADN —dije, como si hablara del ingrediente secreto de una receta familiar—. Fue parte de un experimento. Lo llamaban Suero Mimesis. ¿Te acuerdas? Lo mencioné en una carta hace meses.
Toqué mis caderas con una mano orgullosa. Luego el escote de mi blusa.
—Hice algunos ajustes. No soy una copia exacta… soy una versión mejorada. Cintura más pequeña. Piel más suave. Pechos más llenos. Labios más carnosos. Pero la base… la base eres tú.
Ella susurró con un hilo de voz:
—¿Eres… mi hijo?
Asentí. Pero con calma. Ya no había rabia, ni vergüenza. Solo certeza.
—Lo fui. Pero dejé de serlo hace tiempo. Cuando me vi así en el espejo por primera vez… entendí que siempre fui esto. Que estaba atrapado en otra forma. Y que tú, sin saberlo, fuiste el modelo. La figura que quise alcanzar. Y ahora… me gusta lo que soy.
Ella dio un paso atrás. Confundida. Su expresión era una mezcla de temor, desconcierto… y algo más difícil de descifrar.
—Mamá… toda mi vida intenté que me vieras. No como un hijo que fallaba en ser fuerte, masculino, rudo… sino como alguien que solo quería ser aceptado. Tú siempre fuiste todo lo que yo no podía ser. Después de que papá se fue, te volviste aún más dura. Y yo… desaparecí dentro de mí mismo.
Respiré profundo.
—El proyecto en la universidad… fue una oportunidad. El Suero Mimesis prometía reconstrucción celular basada en patrones genéticos. Y yo… bueno, robé una muestra tuya. Lo modifiqué. Y me convertí en esto. En mí. En ti. No solo para parecerme a ti… sino para entenderte.
Su voz tembló:
—¿Estás… casado?
Sonreí con una chispa traviesa.
—Casada. Con Daniel.
Ella frunció el ceño.
—¿Daniel? ¿El doctor Salcedo? ¿Tu profesor?
Asentí lentamente.
—Él fue quien dirigió el experimento. Lo sabía todo. Desde el primer día que aparecí en su oficina con mi nuevo cuerpo. No me reconoció al principio… pero cuando le conté, no se horrorizó. Me escuchó. Me entendió. Me aceptó. Y, con el tiempo… me deseó.
Vi el horror cruzar su rostro. Lo esperaba.
—Sí, mamá. Me enamoré de él. Y él de mí. Me casé con el hombre que me ayudó a convertirme en quien soy. Él… él me dio lo que tú nunca supiste cómo darme: aprobación.
Se hizo un largo silencio.
El reloj en la pared marcaba las 5:05. El olor a pan horneado llenaba el aire. Afuera, los árboles temblaban con la brisa de otoño.
Ella dio otro paso al frente. Su expresión había cambiado. No había aceptación, pero tampoco rechazo total. Ahora era algo nuevo: duda. Apertura. Vulnerabilidad.
—¿Por qué me escribiste? —preguntó, en voz baja—. ¿Por qué ahora?
—Porque… estoy lista para verte. Para que veas quién soy. No te pedí permiso para convertirme. Pero aún necesito algo de ti. No tu bendición. Solo tu verdad.
Ella me miró por largo rato.
—Tú… te ves feliz —dijo por fin—. Más que nunca.
—Lo soy.
Otro silencio. Esta vez menos tenso.
—¿Y si no puedo aceptarlo del todo?
—Entonces solo acepta esto: estoy viva. Estoy bien. Y por primera vez, me siento yo.
Me acerqué y extendí la mano. No la obligué. Solo la ofrecí.
—¿Quieres pasar? ¿Tomar un té? Está recién hecho. Como tú lo hacías cuando era niño.
Ella dudó… y luego, lentamente, tomó mi mano.
—Tendrás que contarme todo. Desde el principio —dijo con la voz aún rasposa—. Y quiero ver ese anillo que mencionaste en la carta.
—Claro. Con gusto.
Cerré la puerta detrás de ella.
Mientras caminábamos hacia la cocina, no podía evitar sonreír. Sabía que no era aceptación total. Ni perdón instantáneo. Pero era algo mejor: un comienzo.
Y en el fondo, me preguntaba si ella también lo sentía. Esa sensación extraña, como si se estuviera mirando a sí misma… pero con una segunda oportunidad.
No hay nada en esta publicación??
ResponderEliminarNo se visualiza
ResponderEliminar