Nunca me sentí parte de nada. Tenía 18 años, acababa de dejar la prepa y no sabía qué hacer con mi vida. Mis padres discutían a diario, yo pasaba las noches jugando videojuegos y las mañanas dormido. Siempre me sentí como un estorbo. Una noche, frustrado frente al espejo del baño, murmuré:
—Ojalá pudiera ser alguien más… alguien que sí tenga un propósito.
Sentí un escalofrío. Como si el mundo se deshiciera. Todo se volvió blanco.
Y luego… me desperté.
Pero no era mi cama. Era más grande, con sábanas suaves y una decoración femenina. Había un perfume dulce en el aire, y lo primero que noté fue el peso… en mi pecho. Dos bultos firmes, apretados por un sostén deportivo. Mis piernas estaban enfundadas en leggings, bajo un largo camisón. Y mis manos… femeninas, con uñas pintadas de rosa claro.
Me senté bruscamente y sentí mis caderas moverse con una nueva inercia, poderosa. Bajé la vista. Tenía un cuerpo de mujer. Curvilíneo. Maduro. Mamá. Me levanté temblando y fui al espejo.
—¿Qué… carajo…? —susurré. Pero la voz que escuché era suave, dulce... maternal.
En el reflejo vi a una mujer de treinta y tantos, con una coleta despeinada, labios carnosos y una mirada cálida. La camiseta se ajustaba sobre unos pechos grandes y naturales, y debajo… un trasero redondo y firme, de anuncio de yoga. Me reconocí, sin querer, como alguien que podía ser deseada. Era una soccer mom.
—¡Mami! —gritó una vocecita aguda con naturalidad desarmante.
Me giré por reflejo. Una niña de unos siete años, con coletas y uniforme deportivo azul marino, trotaba hacia mí con una mochilita rosa de unicornios.
—¡Vamos! ¡Se nos va a hacer tarde para el partido!
Quise responder, pero la voz que salió no era la mía. Era cálida, femenina, segura.
—Ya voy, mi amor. Déjame encontrar las llaves y cambiarme.
Y en ese momento, algo hizo clic. Como si un archivo se abriera. No eran recuerdos ajenos; estaban ahí, dentro de mí, esperando emerger. Me llamaba Laura. Tenía 36 años. Era madre de dos hijas. Divorciada. Llevaba a mis niñas al fútbol cada sábado. Conducía una SUV plateada. Formaba parte de un grupo de mamás que se turnaban para llevar café y chismear desde la banca.
Ella me tomó la mano con confianza. No dudaba de quién era yo.
Y entendí: yo era su madre.
Al principio, cada nuevo gesto era un sobresalto. La primera vez que me senté a orinar, lloré. Usar tampones fue traumático. Los sostenes con aros me dejaban marcas. Me dolían los pies al final del día. Pero también descubrí placeres inesperados: el aroma de una loción corporal, la suavidad de unas piernas depiladas, la emoción de maquillarme ligeramente y recibir una mirada furtiva de algún papá del equipo.
Una noche, después de acostar a las niñas, me vi desnuda al espejo. Mi cuerpo era suave, con un vientre algo redondo pero atractivo. Me recosté, me toqué lentamente… y gemí. Por primera vez, no como un chico curioso, sino como una mujer. Descubrí cómo tocarme, cómo explorarme, cómo rendirme.
Y no fue solo el cuerpo. Fue la vida.
El café mientras preparaba loncheras. Los besos pegajosos de las niñas. El olor a galletas horneadas y cloro en la cocina. El saber con precisión qué yogur prefiere cada hija. Cada rutina me anclaba más. Me hacía sentir viva.
Las otras mamás empezaron a invitarme: caminatas, pilates, cenas informales. Aprendí a reír con ellas, a hablar de contracciones, lactancia, exmaridos… temas que jamás había vivido, pero en los que me descubrí experta. Encajaba. Como nunca antes.
Me volví buena en esto. Aprendí a hacer peinados, empacar mochilas, regañar con ternura, planchar sin quemar. A hacer yoga para mi espalda. A vestirme para gustarme a mí. Descubrí que el cuerpo de una mujer madura no necesita ser perfecto para ser hermoso.
Y mi cuerpo… lo exploré más de lo que me atrevo a decir. Algunas tardes, cuando las niñas estaban con su padre, me quedaba sola. Ponía música, me desnudaba despacio, y me acostaba en la cama con la luz del atardecer bañándome. Me tocaba el pecho, recorría mis caderas, exploraba entre mis piernas… y sentía un deseo que antes no conocía. Me descubrí. Me acepté.
No todo fue fácil. Lloré cuando mi hija mayor me preguntó si su papá aún me quería. Pero también me abracé. Sentí que por fin era vista, amada, necesaria.
Ahora, cada sábado me arreglo. Manejo la SUV con la música pop suave de fondo. Reviso recetas saludables, charlo con otras mamás sobre nuestros hijos, nuestros cansancios, y a veces… nuestros deseos. Un papá soltero me ayuda a cargar cosas al coche. Me mira. Me halaga. Y yo… sonrío.
A veces, doblando ropa interior pequeña y camisetas manchadas de pasto, me miro las manos. Las uñas limpias. Las muñecas suaves. Y entiendo que ya no soy un chico perdido.
Soy una mujer. Una madre. Una mujer deseada.
Un día, después del partido de fútbol escolar, él —el papá soltero de Gabriela, la mejor amiga de mi hija mayor— se me acercó con una sonrisa tímida y me ofreció llevarme un café. Acepté. Caminamos juntos hasta una pequeña cafetería y luego nos sentamos en una banca, bajo la sombra de unos árboles.
Me miró directo a los ojos. Había algo en su mirada… algo que hacía mucho no sentía.
—Tus hijas tienen mucha suerte de tenerte —me dijo con voz suave—. Eres una gran mamá. Y… muy hermosa, si puedo decirlo.
Sentí cómo se me encendían las mejillas. Me acomodé en la banca, crucé las piernas con una naturalidad que ahora dominaba como toda una mujer, y le sonreí.
—Gracias… —le respondí— no sabes cuánto necesitaba escuchar eso.
Ese momento se quedó flotando entre los dos, cargado de una tensión dulce y peligrosa.
A—¿Te gustaría que salgamos algún día? Solo tú y yo… sin uniformes escolares ni gritos de niños —dijo con una sonrisa ladeada.
—Mmm… suena tentador —respondí, jugando con la tapa de mi botella de agua—. Justo este jueves estaré sola. Las niñas se van con su padre.
Me miró, sorprendido y encantado.
—¿Sí? Entonces… ¿puedo invitarte un café?
—O… podrías venir a mi casa. Yo preparo un café mucho mejor —dije, mirándolo a los ojos con intención.
—¿Solo café?
—Claro —sonreí con picardía—. Si es que podemos terminarlo.
Él rió nervioso, pero su mirada ya lo decía todo. El juego había comenzado.
Ambos sabíamos perfectamente que no se trataba solo de café.
Nos sentamos juntos en el sillón, las luces tenues, una película cualquiera sonando de fondo. Al principio hablamos… pero poco a poco el silencio se hizo más elocuente. Su mano rozó la mía, luego mi rodilla. Mi piel respondió con un cosquilleo, una corriente suave que subió por mis muslos.
Me giré hacia él y nuestros labios se encontraron. Su beso fue cálido, seguro, y me entregué a él sin pensarlo. Sentí sus manos recorrer mi cintura, mis caderas… y me dejé llevar. Me dejé desvestir, botón por botón, con una lentitud que me hizo temblar.
Cuando su boca encontró mis pechos, jadeé suavemente. No recordaba la última vez que alguien me tocaba así, con deseo real, con hambre contenida. Me sentí deseada… mujer.
Nos tumbamos en el sofá. Mis piernas se abrieron solas, instintivamente. Lo sentí entrar en mí con una profundidad que me hizo gemir en su oído. Me aferré a su espalda mientras se movía dentro de mí, lenta y rítmicamente, como si conociera mi nuevo cuerpo mejor que yo.
Cada embestida me llevaba más y más lejos de mi antigua vida. Sentí mis caderas responder, mis uñas marcar su piel, mis senos rebotar al compás de su ritmo. Yo gemía, susurraba su nombre, y lo incitaba a seguir. Él me llenó de placer, sí… pero también de una sensación de pertenencia.
Cuando todo terminó, me quedé sobre él, sudorosa, jadeante, feliz.
¿Cómo llegué hasta aquí?
Quizás esta no era la vida que pedí…
Pero ahora es la vida que quiero.
Y si esta historia continúa… no creo que pase mucho antes de que vuelva a sentir ese placer.
Solo que esta vez, ya no me resistiré. Porque ahora sé lo que soy.
Y me gusta.
Me gusto mucho el ritmo de la historia
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