Mi nombre es Mark, y soy o era el primer viajero en el tiempo del mundo.
Nací en el año 2245. Ciento veinte años en el futuro respecto al presente en el que ahora escribo estas palabras. En mi época, la humanidad había logrado maravillas: ciudades flotantes, inteligencia artificial casi humana, medicina regenerativa… pero aún no habíamos conquistado el tiempo.
Hasta que yo lo hice.
No con máquinas gigantes ni portales brillantes. Descubrí que viajar en el tiempo no implicaba transportar materia, sino conciencia. Lo llamé transmisión mental temporal. No puedes llevar tu cuerpo, pero sí tu mente, si existe un "recipiente compatible" en el punto temporal de destino.
Mi primer experimento fue un éxito. Envié mi mente un día atrás y desperté en mi propio cuerpo del pasado. Todo intacto. Volví a intentarlo. Funcionó. Me emocioné.
Y me volví ambicioso.
“¿Y si retrocediera cien años?” Solo por curiosidad. Para observar la historia. Un salto controlado.
Pero cometí un error fatal: en 2025, no hay tecnología que me permita regresar.
Activé el sistema. Cerré los ojos… y salté.
Desperté en una habitación que olía a jazmín, con sábanas suaves, un anillo de bodas en mi dedo y… un cuerpo que no era mío.
Era mujer.
Una figura femenina en el espejo. Piel suave. Cabello largo. Senos grandes. Caderas anchas. Manos delicadas. Una voz suave que, al susurrar “¿Qué demonios?”, sonó completamente ajena. Pero ahora era la mía.
Me llamaba Amelia Dawson. Tenía 24 años. Ama de casa. Casada con un hombre llamado Patrick. Una vida tradicional en los suburbios de la capital...
Al principio, fue una pesadilla. Caminar era extraño. Ir al baño fue perturbador. El sostén me apretaba el pecho, y tenía que aprender a moverme con una nueva distribución de peso. Todo en mí era suave, redondeado, vulnerable… y sin embargo, con el tiempo, descubrí que también era poderoso.
Patrick me preguntó esa mañana si estaba bien. “Soñé algo raro”, mentí. Mi voz aguda y dulce me hizo estremecer.
Pasaron los días. Empecé a investigar en secreto por las noches. Repasaba mis fórmulas, hacía bosquejos. Pero la tecnología de esta época era ridículamente primitiva. Y justo cuando pensé que no podía complicarse más…
Descubrí que estaba embarazada.
El cuerpo de Amelia ya había sido fecundado antes de mi llegada. No lo supe de inmediato, pero las señales empezaron a acumularse: náuseas al despertar, sensibilidad en los senos, un olfato intensificado y antojos extraños que me hacían llorar de ganas por pepinillos con helado a las dos de la madrugada.
Al principio, me sentí invadido. Como si estuviera habitando un cuerpo que ya tenía un destino trazado, uno que no era mío. Me costaba aceptar que algo vivía dentro de mí, alimentándose de mí. Me asqueaba… pero también me fascinaba. Esa idea de ser el refugio, el universo entero para un ser en formación, despertaba algo nuevo. Algo que Mark jamás habría entendido.
Mi vientre comenzó a crecer con el tiempo, redondeándose suavemente. Mis caderas se ensancharon aún más, y mi andar se volvió lento, maternal, instintivo. Mis senos, ya grandes, se hinchaban más cada semana, pesados, llenos, sensibles al tacto. A veces me sorprendía a mí misma frotándolos suavemente al ducharme, como si ya intuyeran su propósito.
El primer movimiento dentro de mí fue como una burbuja, luego una patadita. Y lloré.
Yo, que una vez fui un científico racional y frío, lloré sola en la cocina con una mano sobre mi vientre. Porque, en ese momento, ya no era un experimento ni un accidente. Era mi hija.
Mi instinto maternal… es muy fuerte y dominante. Apareció de forma lenta pero avasalladora, como una marea que no puedes detener. Me descubría hablándole a mi vientre por las noches, acariciándolo como si pudiera entenderme, como si ya supiera que yo sería su madre. Y no una madre cualquiera. Una madre que mataría por ella si fuera necesario.
¿Mark habría dicho eso alguna vez? No. Pero Amelia sí.
Luego nació mi hija...
El parto fue brutal. Dolor, gritos, lágrimas. Y luego, en medio del caos, ese pequeño llanto... Ese ser diminuto, cálido, con los ojos entrecerrados buscando mi piel. Cuando la puse contra mi pecho, algo cambió en mí. Algo se rompió… y se reconstruyó de otra forma.
Han pasado dos años.
Y sí, sigo intentando reconstruir el transmisor. Pero mis avances han sido lentos, demasiado lentos.
No por falta de inteligencia, sino porque ser madre y ama de casa consume cada segundo de mi día. Me levanto temprano para preparar el desayuno, lavar la ropa, limpiar la casa. Mi hija necesita atención constante. Si llora, si se enferma, si tiene pesadillas, ahí estoy. Ya no tengo noches de laboratorio ni tardes para teorizar: tengo que cocinar, doblar ropa, limpiar vómito de bebé del suelo.
Y, para mi sorpresa… no lo odio.
Es agotador, sí. Hay días en los que no puedo ni sentarme a tomar una taza de café. Pero cuando la escucho reír, cuando corre hacia mí con los brazos abiertos, cuando se duerme en mi pecho… siento una plenitud que jamás conocí. Un propósito que ninguna fórmula cuántica me había dado.
Y no solo ha cambiado mi rol como madre… también ha cambiado mi cuerpo. Mi sensualidad.
Mis hormonas me remodelaron. La lactancia me dio unos senos aún más grandes, pesados, sensibles. Mis caderas se ensancharon. Mi trasero se redondeó y creció. Empecé a notar cómo los hombres me miraban. Cómo Patrick me deseaba.
Y yo… también lo deseaba.
No como antes. No con simple lógica genital. Mi libido se volvió una corriente emocional, suave, profunda. Patrick me tomaba por la cintura mientras lavaba los platos y me susurraba cosas al oído, y yo sentía que el calor se me acumulaba entre las piernas. Me estremecía. Mis pezones se endurecían bajo la blusa. A veces, me tocaba a solas en el baño… y no era para investigar mi cuerpo. Era placer. Deseo. Femenino. Real.
Me vestía con encaje, me perfumaba, me arreglaba. Y cuando hacíamos el amor, ya no era solo contacto. Era entrega. Sus manos sobre mi piel, sus labios bajando por mi vientre, el calor palpitando dentro de mí…
Y fue ahí cuando lo sentí por primera vez: ese anhelo hondo, caliente, instintivo.
Quiero volver a quedar embarazada.
No por accidente. No como antes. Esta vez, quiero buscarlo. Quiero vivir cada etapa. Sentir de nuevo las pataditas desde dentro. Que mis senos se hinchen de leche. Que mi cuerpo engorde para proteger otra vida. Quiero experimentar ese milagro una y otra vez. Parir, amamantar, criar. Ser madre. Ser mujer. Plenamente.
A veces, cuando estoy acostada después del sexo, siento el semen tibio llenándome y me acaricio el vientre imaginando que ya ha comenzado.
Le dije a Patrick que quería otro hijo. Él sonrió y dijo que sí. Aún no sabe cuánto yo lo deseo.
Sigo investigando. No he dejado de intentarlo. Pero cada vez que me siento a hacer cálculos, mi hija me interrumpe con un dibujo o un abrazo. Y no puedo rechazarla. Y por las noches, cuando Patrick me abraza por la espalda y me besa el cuello, mis pensamientos científicos se disuelven en gemidos.
Quizás jamás regrese. Y cada vez me importa menos.
Me miro al espejo y ya no busco a Mark detrás de los ojos de Amelia. Ya no pienso en “volver”. Ya no siento que esté atrapada en este cuerpo.
Este cuerpo es mío. Esta vida es mía. Esta hija es mía. Este esposo, esta casa, estas caderas, estos labios, este amor… todo esto soy yo ahora.
Y pronto… este cuerpo será hogar de otra vida.
Yo pensé que ibas a hacer nuestras peticiones :(
ResponderEliminarSu, están pendientes, por mis trabajos y proyectos de la universidad ya esta semana fue la última jeje pronto la subiré
EliminarEstá bien perdona yo entiendo mucho
EliminarMuy buena jefe. Haz uno donde un genio de la lámpara corrompa los deseos 😁😁
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