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sábado, 7 de junio de 2025

Siempre la hermana



Antes tenía un hermano.

Se llamaba Leo.

Era brusco, torpe y a veces un idiota… pero era mi hermano mayor. Siempre estaba ahí, protegiéndome a su manera, con burlas, empujones y ese cariño incómodo que solo los hermanos entienden.


Y luego sucedió.


Mamá encontró un libro raro en el desván. Leo dijo que eran “tonterías ocultistas”, se burló como siempre. Pero esa noche lo vi leer en voz baja, tocar las páginas como si algo lo llamara.

A la mañana siguiente, Leo ya no estaba.

En su cama, sólo había sábanas rosas y ropa delicada.

Y sentada en el borde de la ventana, con el sol acariciando su largo cabello rojo, estaba ella:


Verónica.

Mi nueva hermana mayor.

La primera vez que me habló, su voz era tan suave, tan dulce, que por un instante… olvidé cómo respirar.


— “Ya despertaste, dormilón… Hoy es un nuevo día para nosotros.”


Su sonrisa era cálida, sus ojos brillaban con ternura. Pero todo en ella se sentía extrañamente nuevo, demasiado perfecto.

Confundido, le pregunté por Leo.


Ella me miró con dulzura… y una ligera confusión. Como si el nombre no significara nada.


Y luego sonrió.

Una sonrisa que no dejaba espacio para preguntas.


Todos la conocen.

Mamá, los vecinos, los maestros… Para ellos, Verónica siempre ha estado allí.

Nadie recuerda a Leo.


Solo yo.

Solo yo siento ese hueco invisible en el aire, el eco de una presencia que ya no existe.

Solo yo noto el vacío detrás de esa sonrisa perfecta.


Y sin embargo… Verónica no está fingiendo.


No miente. No juega a ser otra.

Ella cree que siempre ha sido mi hermana mayor. Cree que nació para cuidarme, para amarme, para estar a mi lado.

No hay duda en su mirada, ni rastro de confusión en sus gestos.


Y eso…

Eso la hace aún más inquietante.


Verónica es todo lo opuesto a Leo: atenta, cariñosa, pegajosa, obsesiva.


Se sienta a mi lado y se apoya en mí, como si no quisiera separarse nunca.

Me acaricia el cabello con una ternura tan intensa que me estremezco.

Me abraza fuerte por la espalda en la cocina. Me prepara el desayuno todas las mañanas, me elige la ropa, me llama “mi pequeño niño”.

Y cuando alguien me habla con demasiada confianza, su sonrisa se tensa apenas un segundo.

Sus ataques de amor son constantes.

Me sorprende cuando menos lo espero: salta sobre mí, me abraza fuerte, me acorrala y me llena la cara de besos dulces y húmedos, sin parar.

Frente, mejillas, nariz, hasta detrás de las orejas.

Me deja pegajoso con su brillo de labios y luego me mira con orgullo, como si yo fuera su juguete más preciado.


Cada mañana, la casa huele a pan recién horneado y huevos con mantequilla.



Ella prepara el desayuno y me espera con una sonrisa que no admite un “no”.

— “¿No sabes que me preocupo por ti más que nadie?”, me dice, y me sienta en sus piernas para alimentarme con la cuchara, como a un niño pequeño.


Su mirada tiene una devoción inquietante, como si amarme fuera su misión sagrada.

Como si el hechizo no sólo la hubiera cambiado a ella, sino que le hubiera dado un propósito: cuidarme, protegerme, hacerme feliz.


Y yo…

Yo debería resistirme, recordarle quién era.

Pero cada día me cuesta más.

A veces, mientras vemos una película, Verónica simplemente me toma de la mano, me guía con suavidad, y sin decir una palabra… me acomoda sobre sus muslos.


Me recuesto ahí, en silencio, como si lo hubiera hecho toda la vida.


Sus manos me acarician el cabello con infinita paciencia, y luego—con una ternura casi obsesiva—comienza a limpiarme las orejas.

Lo hace con una delicadeza que me deja sin aliento, como si cada pequeño gesto fuera sagrado.


Sus muslos son cálidos. Suaves. Envolventes.

Un refugio tibio del que no quiero salir.


Y yo… no me muevo.


Porque hay algo en ese contacto.

En ese tono maternal, tan dulce y a la vez tan posesivo…

...que me paraliza y me consuela al mismo tiempo.


Por las noches ya no duermo solo.


Al principio, sentía su sombra cruzando la puerta, descalza y envuelta en su bata.

Sentía cómo se sentaba al borde de la cama y acariciaba mi cabello, silenciosa y suave.


Luego, empezó a meterse bajo las sábanas conmigo.


No pide permiso. Entra y se acomoda como si siempre hubiera dormido a mi lado.

A veces me abraza por la espalda, otras me jala para que recueste la cabeza en su pecho


Así me quedo, inmóvil, sintiendo sus dedos recorrer mi cabello, jugar con mis orejas, acariciar mi frente.


> — “Tranquilo, pequeño,” me susurra.

— “Yo te cuido.”

— “Siempre te voy a cuidar…”


A veces canta en voz baja, otras veces solo respira profundo, como si escucharme dormir le diera paz.

En las madrugadas, cuando estoy entre sueños, siento sus besos en la frente, las mejillas, hasta en la punta de la nariz.


> — “Mi hermanito hermoso…”

— “Quédate conmigo…”

— “Nadie más te necesita…”


Y yo dejo que lo diga.


Porque su calor me atrapa.

Porque su voz me duerme.

Y porque cada día el recuerdo de Leo se desvanece un poco más…


Lo único que queda es ella:

Mi hermana mayor.

Mi almohada viva.

Mi amorosa sombra nocturna.

Mi Verónica.








Epílogo:


Es extraño.


Muy extraño.


Porque… aunque sé que ella no debería estar allí —que Verónica no existía antes, que ocupó el lugar de Leo— hay momentos en los que... no puedo evitar verla con otros ojos.


No lo hago a propósito.

Es sólo que soy un chico. Un adolescente.


Y Verónica… bueno, Verónica es hermosa.



Tiene esa belleza suave, madura, envolvente.

Y cuando usa vestidos cortos, camisones sueltos, o esas blusas que dejan adivinar más de lo que deberían… mis ojos se escapan. Aunque no quiera. Aunque me odie por ello.


A veces, mientras se agacha para servirme el desayuno o me abraza por detrás en el sofá, siento el roce de su cuerpo… y tengo que contener el aliento.


Disimuladamente, me permito un vistazo.

Un segundo fugaz, una mirada furtiva a sus piernas, a su escote, al contorno suave de su figura cuando se estira.


Y luego me siento culpable.

Porque ella es mi hermana. ¿Verdad?


Eso es lo que todos creen. Lo que ella cree.

Lo que una parte de mí quiere creer.


Pero… no es solo eso.


Últimamente, me descubro sintiendo algo más. Algo oscuro, incómodo.


Celos.


Cuando otros chicos le hablan. Cuando sonríe demasiado en la calle o en la escuela. Cuando algún vecino le hace un cumplido y ella ríe con esa voz encantadora…


Algo dentro de mí se enciende.

Un nudo en el estómago. Un calor extraño en el pecho.


Quiero apartarlos.

Quiero que deje de mirar a los demás.

Quiero que me mire solo a mí.


Y eso… eso me asusta más que cualquier hechizo.


Porque quizá, poco a poco, Verónica no sea la única que está cambiando.

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