En su lecho de muerte, él tomó mi mano con esos dedos temblorosos… los mismos dedos que alguna vez me guiaron, me acariciaron y, sin que yo lo supiera, me destruyeron.
El hombre que hoy llamo mi marido.
El hombre con quien viví veinticinco años como su esposa.
El hombre con el que tenia sexo todas las noches.
El hombre que moldeó cada centímetro de mi cuerpo.
Por fin habló.
Su voz era un hilo de aire, casi un susurro sofocado por el oxígeno, pero cada palabra me atravesó como un cuchillo afilado con paciencia.
Me confesó que todo había sido culpa suya.
Que yo nunca tomé una sola decisión real.
Que él había empezado a envenenarme con hormonas cuando aún era un chico de 20 confundido, vulnerable, buscando afecto. Me veía como alguien “rescatable”. Como un proyecto. Como arcilla fresca.
“Eras perfecto para ser moldeado”, murmuró.
Manipuló mis comidas.
Mis bebidas.
Mis vitaminas.
Incluso mis medicinas cuando estaba enfermo.
Al principio fueron pequeñas dosis: estrógenos mezclados con jugo, antiandrógenos triturados en mis sopas, suplementos “deportivos” que eran en realidad bloqueadores hormonales. Yo no entendía nada. Mi fuerza caía, mis hombros se estrechaban, mi estado emocional se volvía inestable.
Mi cuerpo comenzó a cambiar y mi voz se quebraba sin explicación. Mis padres pensaron que estaba “haciendo algo raro”, que era una vergüenza. Me expulsaron de casa.
Y él… él estaba ahí.
Esperándome.
Sonriendo como un salvador.
Me ofreció techo.
Ropa.
“Comprensión”.
Me convenció de que mis cambios eran naturales. Que yo “siempre había sido así”. Que solo tenía miedo de aceptarlo.
Me empujó, poco a poco, a una vida completamente femenina. Me llevaba a comprar ropa interior “para probar”. Me hacía dormir con brasieres “para la postura”. Me maquillaba “por diversión”.
Luego vinieron los doctores. Sus doctores. Los que nunca me pedían identificación. Los que me hacían firmar papeles cuando yo estaba sedado. Las hormonas en dosis clínicas. Los tratamientos láser. Las inyecciones. Los implantes que despertaron dentro de mí, dolorosos, pesados, inevitablemente femeninos.
Hasta que mi pecho creció.
Hasta que mis caderas se redondearon.
Hasta que mi cintura se afinó.
Hasta que ya no quedaba nadie que pudiera reconocerse en el espejo.
El día de la operación final —esa cirugía que él presentaba como “la última pieza de mi verdadera vida”— yo estaba dopada, llorando, suplicando volver atrás. Él me besó la frente y dijo: “Cuando despiertes, ya no tendrás dudas”.
Desperté siendo otra.
Desperté siendo de él.
Viví con él como su esposa.
Cocinaba, limpiaba, lo acompañaba a eventos, usaba vestidos escotados y ropa ajustada porque “me quedaban bien y resaltaban mi femenidad”.
Mi lugar estaban en la cosina, me presento asu amigos como la mujer de sus sueños
Acepté ese papel porque ya no había nada más.
Porque no sabía quién había sido antes.
Veinticinco años… construidos sobre una mentira.
Y ahora, cuando ya no tiene fuerzas para respirar, me mira con lágrimas, apretando mi mano con culpa tardía, y me susurra:
“Perdóname… yo te hice así.”
Pero es demasiado tarde.
Demasiado tarde para recuperar mi viejo cuerpo.
Mi viejo nombre.
Mi vieja vida.
Demasiado tarde para volver a ser ese chico.
Solo queda la mujer que él creó…
y que yo, al final, aprendí a aceptar.
Esa noche, sola en la casa que había compartido con él durante décadas, el silencio pesaba más que su confesión. Caminé por las habitaciones tocando los muebles, las fotos, las tazas de café que él siempre dejaba mal acomodadas. Recordé nuestras mañanas: yo sirviéndole el desayuno, él abrazándome por detrás, mordiéndome el cuello mientras se reía de mi bata rosa. Recordé cómo me hacía modelar su ropa interior favorita, cómo me acomodaba los tirantes del brasier, cómo me guiaba en la intimidad con paciencia… y dominio.
Me senté en nuestra cama. Una lágrima me cayó por la mejilla.
Fui feliz.
Aunque fuera una felicidad construida sobre mentiras… lo amé. A mi manera. Con el cuerpo que él creó y con el corazón que, sin querer, también moldeó.
Respiré hondo.
Ya no queda pasado para recuperar.
Solo el presente… y lo único que sé hacer.
Ser esposa.
Ser mujer de alguien.
Y mientras me miro al espejo, acomodando mis curvas, ajustando el escote, pasando el labial que a él le gustaba… sé lo que toca ahora.
Buscar un nuevo marido.
Alguien a quien pertenecer.
Alguien para quien seguir siendo la mujer en la que me convirtieron.


No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es inportante para el equipo del blog, puesdes cometar si gustas ⬆️⬇️