El rincon de Rin y dawn Tg y body swap
Un miltiverso tg donde todo es posible: realidades alternas,viajes en el timepo, magia, ciencia etc. 📢 recuerden que Subimos de 3 a 4 caps los fines de semana 📢
🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯
domingo, 29 de junio de 2025
viernes, 27 de junio de 2025
¿Yo… soy esta mujer?
A veces todavía me cuesta asimilarlo. ¿De verdad soy yo la que camina así por la calle?
Mírame… segura, con la cabeza en alto, el mentón firme, y mis caderas moviéndose al compás de mis pasos, como si toda la vida hubieran sido mías. Siento el suave vaivén de mis senos con cada movimiento, el roce sutil del bikini contra mis pezones endurecidos por el viento, y el peso delicioso de mi busto tirando levemente del escote, recordándome lo que soy ahora.
El sol acaricia mi piel, tibio y cómplice. El cabello largo, suelto, se desliza por mi espalda y mis hombros como una caricia constante. El tirante del bikini se ajusta a mi clavícula, marcando con suavidad la forma de mi cuerpo. Cada paso que doy resuena con la feminidad que ya no solo acepto… reclamo como mía.
No hay duda. Esta ya no es una actuación. No es un disfraz. Esta figura, estas curvas, esta forma de caminar, el modo en que los hombres me miran y las mujeres me analizan… todo es parte de quien soy ahora...
Hace apenas dos años, si alguien me hubiera dicho que terminaría así, me habría reído o le habría gritado en la cara. Porque entonces todo era distinto. Yo era un chico. Un chico cualquiera, de 19 años, algo inseguro, algo torpe, con sueños simples y una vida normal. Hasta que… cambió. No sé si fue un castigo, una broma cósmica o un accidente imposible de explicar, pero un día desperté… y ya no era él. Era ella. Me miré en el espejo y vi una mujer adulta, una mujer real… con curvas, con senos, con caderas anchas… con todo.
No fue fácil. El primer año fue como vivir una pesadilla con los ojos abiertos.
Cada mañana despertaba en un cuerpo que no reconocía. Las caderas anchas me hacían tropezar al caminar, como si todo mi eje hubiera cambiado de lugar. Mis pasos eran torpes, descompasados, como si mis piernas no me obedecieran. El roce del sostén contra mi piel me irritaba; me apretaba mal, me marcaba la espalda… y lo odiaba.
Mirarme desnuda frente al espejo era tortura.
Allí estaba ese cuerpo voluptuoso, ajeno. Ese abultado sexo femenino entre mis piernas, tan expuesto, tan abierto, me aterraba. Sentía que no debía estar ahí. Mis senos… pesados, generosos, caídos lo justo como para recordarme que este cuerpo no era joven, sino maduro. Sentía cómo se mecían cuando caminaba sin sostén. Era como si cada parte de mí se burlara de quien solía ser.
Ir al supermercado me parecía un acto de humillación.
No soportaba que me miraran. Sentía que todos sabían, que me escaneaban con la mirada, como si mi feminidad fuera falsa, una máscara mal puesta. Me cubría entera, evitaba los espejos, las cámaras, las vitrinas. Vivía encerrada, en silencio, con una mezcla de vergüenza, dolor… y un duelo profundo. Me sentía robado. Violado por el destino.
Destruido.
Pero mamá… mamá nunca me soltó.
Ella fue mi guía, mi ancla. Me abrazó sin juicio. Me dio espacio para llorar y luego me dio las herramientas para reconstruirme. Me enseñó a maquillarme con paciencia, a cuidar mi piel con cremas y aceites. Me mostró cómo vestirme con estilo, cómo destacar mis curvas en lugar de esconderlas.
Me explicó con ternura los ciclos menstruales, cómo usar una toalla sanitaria sin incomodidad, cómo leer las señales de mi nuevo cuerpo. Pero lo más importante fue lo que no se enseña con palabras: me habló de aceptación…
De belleza.
De sensualidad.
De poder.
Me enseñó que ser mujer no es solo tener un cuerpo femenino… sino habitarlo.
Sentirlo desde adentro. Escucharlo. Hablar con él.
Usarlo no como un disfraz, sino como una extensión del alma. Como una expresión viva de deseo, de presencia… de fuerza.
Me hizo entender que mi sexo no era solo una forma diferente entre las piernas, no era “otro órgano más”. Era sagrado.
Era fuente. Era puerta. Era la posibilidad de dar vida.
Y mis pechos… esos senos que tanto me pesaban, que tanto me avergonzaban al principio… también tenían un propósito mayor. Podían alimentar esa vida. Eran símbolo de cuidado, de calidez, de poder maternal.
Ser mujer era mucho más que parecerlo. Era serlo desde dentro, en la sangre, en la piel, en los gestos… en cada pequeño detalle que el mundo muchas veces no ve, pero que se siente profundamente.
Y así, poco a poco, ese cuerpo que alguna vez sentí como una prisión… comenzó a transformarse en algo distinto.
Ya no era una jaula.
Era un templo.
Y entonces llegó el segundo año.
El año en que dejé de resistirme… y empecé a descubrirme.
Ya no me escondía. Empecé a disfrutar mis nuevas curvas: cómo se dibujaban bajo una blusa ajustada, cómo mis caderas marcaban un ritmo propio al caminar. Descubrí mi voz, más suave, más dulce, y cómo podía usarla para acariciar los oídos de quien me escuchara.
Aprendí a coquetear con la mirada, a sostenerla un segundo más de lo necesario, a jugar con mi sonrisa. Aprendí a cruzar las piernas con elegancia, a caminar con gracia en tacones sin tropezar, a elegir ropa que no solo me cubriera, sino que me celebrara.
Ahora cuando me veia en espejo en ropa interior abrazando cada curva. Mi cintura, mis pechos, mis caderas… todo en perfecta armonía. Fue ahí cuando lo supe:
Ya no era solo un cuerpo ajeno.
Era yo.
Y con ese reconocimiento vino algo aún más íntimo: la curiosidad.
En mis momentos más privados, comencé a explorar mi nueva sexualidad. A tocarme sin miedo. A descubrir lo que me daba placer, lo que me hacía gemir suavemente en la oscuridad de mi cuarto. Al principio con timidez… y luego con hambre.
Sentir ese calor entre mis piernas, ese latido suave pero insistente, esa humedad que me hablaba de deseo... me transformó.
Aprendí a encenderme con mis propios dedos. A cerrar los ojos y rendirme a sensaciones completamente nuevas. Y con cada suspiro, con cada ola de placer, ganaba algo más: confianza.
Porque solo cuando comencé a amarme en secreto… pude empezar a amarme de verdad.
Y desde ahí… no hubo vuelta atrás.
Y ahora… ahora estoy aquí. Sin vergüenza. Sintiendo cómo cada mirada se clava en mí. Las mujeres me miran de reojo, a veces con desprecio, a veces con una especie de resignación. Los hombres… bueno, los hombres simplemente no pueden evitarlo. Es como si mi cuerpo llamara a sus instintos más profundos. Una mujer de casi 30 años, con la madurez, la seguridad y la figura de una MILF salida de sus más sucias fantasías.
Y lo sé. Siento cómo me escanean con los ojos, cómo se les va la vista hacia mi trasero cada vez que me agacho. Sé que se imaginan cosas. Y no me molesta. De hecho… me encanta.
He tenido que rechazar a varios. Desde chicos jóvenes queriendo “hacerme sentir joven” hasta hombres casados que me escriben como si fueran adolescentes. Pero no… yo ya tengo a alguien. Alguien especial. Alguien que desde el primer momento en que me vio… se le notó en los ojos lo que pensaba.
El jefe de mi mamá.
La primera vez que lo conocí, llevaba un vestido de oficina sencillo, pero ajustado. Su mirada bajó a mi escote antes de que pudiera siquiera saludarlo. Desde entonces, no dejó de invitarme a salir. Al principio me asustaba… me intimidaba. Pero ahora, cuando él me abraza fuerte y me dice lo hermosa que soy, lo deseable, lo irresistible… no puedo negar lo que siento. Él no se enamoró de mi alma. No al principio. Lo que lo atrapó fue mi cuerpo… y luego mi boca… y cómo sé usarla.
Esta noche tengo una cita con él. Me recogerá a las ocho. Mamá me ayudará a prepararme. Me alisará el cabello, me prestará su labial rojo favorito, y me ayudará a elegir entre dos vestidos que parecen pintados sobre mi cuerpo.
Y mientras me mira, me dirá como siempre:
“Eres más mujer de lo que yo fui a tu edad. Y eso… es algo hermoso.”
Y yo… solo podré sonreír.
martes, 24 de junio de 2025
Instinto maternal
Nunca pensé que ser mujer pudiera cambiar tanto cómo me siento por dentro. Pero desde que tengo este cuerpo femenino, todo es distinto.
No sé si fue el cambio hormonal, el calor constante en mis caderas o el peso suave pero insistente de mis senos cada mañana… pero hay algo que no puedo sacarme de la cabeza:
Quiero ser madre.
Y no hablo de jugar a la casita, ni de fantasías románticas.
Lo deseo de verdad.
Quiero sentir cómo una vida crece dentro de mí. Quiero quedarme embarazada.
Cada vez que salgo, lo veo en todas partes.
Mujeres embarazadas, con sus vientres redondos y perfectos, caminando despacio, con una mano protectora sobre su barriga.
Y no puedo evitarlo… las envidio profundamente.
Las observo con una mezcla de admiración y celos.
Ellas ya lo lograron.
Ellas ya están completas.
Yo, en cambio, solo tengo este cuerpo fértil y ansioso, vacío, esperando el momento.
Las miro con deseo, con ansiedad… y siento un vacío en mi vientre.
Un hueco real.
Mi útero late de impaciencia.
A veces me despierto en la madrugada abrazando una almohada, con la mano sobre mi vientre plano, deseando sentirlo abultado, tenso, vivo…
Me imagino sintiendo las pataditas de mi bebé, el calor de la gestación, el flujo constante de hormonas nutriendo algo más que mi propio cuerpo.
No es fantasía. No es simple deseo sexual.
Es una necesidad física, primitiva, biológica.
Como si todo en mí hubiera sido diseñado para eso: ser fecundada, gestar, parir.
Cada vez que me miro al espejo desnuda, me toco el vientre como si pudiera acelerar el proceso.
Cada vez que mis pezones se endurecen bajo la ropa, me pregunto cómo se sentirían al alimentar a un bebé.
Me imagino mis caderas ensanchándose, mis pechos creciendo, el cambio total…
El milagro de transformarme en madre.
Cuando un hombre me mira, no pienso en coquetear ni en jugar…
Pienso en abrirme para él.
En invitarlo dentro, en sentir su cuerpo empujando sobre el mío… en el momento exacto en que su semen me llena, profundo, tibio, fértil.
Y mientras gimo, me imagino a mí misma en ese instante:
quedando embarazada.
Mi óvulo aceptándolo. Mi cuerpo transformándose.
Convirtiéndome en madre.
Ya no quiero sexo vacío.
No quiero placer que termina en la nada.
Quiero sexo fértil. Sexo con propósito. Sexo que termine con una nueva vida latiendo dentro de mí.
Quiero mirar una prueba de embarazo y ver el resultado positivo.
Quiero contar las semanas, tocarme la barriga y hablarle a la vida que llevo dentro.
Quiero sentirme completa.
Mi instinto grita.
Clama por ser fecundada.
No me basta con sentirme deseada.
Quiero ser llenada. Quiero gemir sabiendo que cada embestida me acerca a la maternidad.
Ya no soy un hombre.
No lo soy desde hace tiempo.
Ahora…
solo quiero ser una mujer embarazada.
domingo, 22 de junio de 2025
Siempre fuimos inseparables. Héctor y yo compartíamos todo desde niños: videojuegos, teorías locas, memes obscenos… lo típico entre dos nerds sin filtro.
Y entonces llegó la gripe de género.
Una mutación viral rarísima, casi de ciencia ficción. Si tu sistema inmunológico flaqueaba, el virus reescribía tu ADN sexual. Y el mío… se rindió sin pelear.
Seguimos siendo mejores amigos… pero, seamos honestos, la dinámica cambió.
Esa tarde, Héctor vino como siempre. Se tiró en el sillón de mi casa con confianza total, como si nada hubiera cambiado… pero todo había cambiado.
Ahora me miraba distinto. Con curiosidad, con hambre de respuestas.
Cabello recogido, ropa cómoda… aunque nada en mi guardarropa logra ocultar del todo mis nuevas curvas.
Héctor (con una sonrisa ladeada):
—Y bien… dime, ¿qué se siente tener un coño?
Yo (respiro hondo, sin mirarlo):
—Húmedo. Cálido. Vacío.
—Extraño las erecciones matutinas… orinar de pie.
—Y si estornudo muy fuerte… puedo hacerme pis. Literalmente.
Él suelta una risa baja. No burlona… fascinada.
Héctor:
—¿Y los senos? ¿Cómo se sienten?
Llevo las manos al pecho sin pensarlo. No es la primera vez que lo hago hoy. Ni la décima.
Yo:
—El sostén es una tortura. Me aprieta, me deja marcas… pero sin él, todo rebota, es mas ahora no llevo puesto..… son como dos bultos vivos, pesados y sensibles, Cada paso los hace moverse. Cada mirada los hace más presentes.
Él inclina la cabeza, como procesando cada palabra.
Héctor:
—¿Y la ropa interior? ¿Compartes bragas con tu madre?
Yo (frunciendo el ceño):
—¿Por qué preguntas eso?
Héctor:
—Curiosidad científica. Obvio.
Yo:
—No compartimos. no usamos la misma talla. Pero sí… algunas son suyas. Pero tengo muchas propias. Y a veces se me meten entre las nalgas. Es incómodo, ¿ok?
Héctor no disimula su sonrisa.
Héctor:
—¿Y qué tal con las faldas o vestidos? ¿No se te suben? ¿No se ve todo?
Yo:
—Sí… por eso casi no los uso. Mi madre insiste en que me ponga un short debajo cuando ssalgovNo me siento… expuesta. Es raro.
Héctor:
—¿Raro mal… o raro rico?
Le lanzo una mirada, pero no respondo. Él ríe suave, satisfecho con mi incomodidad.
Héctor:
—¿Y… ahora te gustan los chicos?
Yo (desviando la mirada):
—No pienso responder eso.
Héctor:
—¿Pero te has tocado… pensando en uno?
Mi cara arde. Trago saliva. Puedo sentir el calor subiéndome por el cuello.
No quiero mentir. No quiero admitir nada. Estoy atrapada entre dos impulsos.
Yo:
—Eso no importa.
Héctor (bajando la voz, acercándose un poco):
—¿Y cómo prefieres… correrte ahora?¿Frotándote… o con los dedos dentro?
Cierro las piernas. El aire se espesa. Cada palabra suya me cala en la piel.
Y lo peor es que mi cuerpo… no está rechazando esa atención. Al contrario.
Yo (en voz baja):
—Depende… del día.
Él sonríe. Esa sonrisa suya que siempre significó “te tengo”.
Héctor:
—¿Te arrepientes?
Guardo silencio.
Siento el tirante clavado en mi hombro, la presión entre mis muslos, el latido sordo en la parte baja de mi vientre.
Todo esto es tan extraño, tan innegablemente real…
Yo:
No lo sé. Pero anoche… me masturbé con dos dedos. Y lloré cuando terminé. No fue tristeza. Fue… algo más, Y eso me asusta.
Él se incorpora, se sienta a mi lado. Su rodilla roza la mía.
Está muy cerca. Su calor me llega. Su mirada me desnuda más que cualquier ropa interior.
Héctor (en voz baja, sonriendo):
—Podemos averiguarlo juntos… si quieres.
Hace una pausa, como midiendo mi reacción, y remata con un comentario que no sé si va en broma o en serio:
Héctor:
—O mejor espero a que estés ovulando… así aumento mis probabilidades. Jajaja.
Me sonrojo. Trago saliva. Siento cómo algo se aprieta en mi interior.
Una mezcla de risa nerviosa, incomodidad… y un deseo que me niego a aceptar.
Y por si no fuera suficiente, lanza una más:
Héctor:
—Oye… ¿algún día me vas a dejar tocarte un seno? ¿O el trasero? ... Digo… ya sé qué pedir para mi cumpleaños. Jajaja.
Le doy un manotazo suave en el brazo, pero no puedo ocultar la sonrisa culpable que se me escapa.
¿Lo digo en serio? ¿Lo digo en broma?
Debería decir que no. Que esto fue un accidente. Que seguimos siendo mejores amigos.
Que sigo siendo “yo” por dentro.
Pero…
Mi cuerpo no parece tan seguro.
Y Héctor está tan cerca.
Tan cálido.
Tan curioso.
Tan… tentador.
sábado, 21 de junio de 2025
Una mujer embarazada, de rostro maduro pero hermoso, irrumpe con desesperación. Su cuerpo se ve pesado, los senos marcados bajo una bata que apenas le ajusta. Está al borde del llanto.
Es Jacob, atrapado en el cuerpo de Ava.
JACOB (en el cuerpo de Ava)
(gritando)
¡Mamá! ¡Papá! ¡Soy yo, Jacob! ¡Estoy atrapado en el cuerpo de la señora Ava! ¡Tienen que creerme!
MAMÁ
(desconcertada, dando un paso atrás)
¿Qué clase de tontería es esta…?
Jacob se toma la cara con ambas manos, luego baja a su pecho hinchado, finalmente a la panza prominente. Tiembla.
JACOB
(urgente)
¡Pregúntenme cualquier cosa! ¡Lo que sea! ¡Sé cosas que nadie más sabe! ¡Por favor!
MAMÁ
(con desconfianza)
Muy bien… dime…
JACOB
(sin dudar)
Sé varios secretos familiares. Papá te engañó cuando yo tenía tres años. Tengo una hermana mayor, hija de una aventura que tuvo en un viaje de negocios.
Conozco la combinación de la caja fuerte en la oficina: 4573.
Sé que el bisabuelo amasó la fortuna familiar a base de estafas…
Pausa. Silencio largo. Mamá lo mira fijamente. Papá aprieta los puños. No hay forma de negarlo.
MAMÁ
(seria, helada)
Eres tú… Jacob.
Ahora dinos la verdad… ¿cómo terminaste así?
Jacob baja la mirada. Las facciones suaves de Ava reflejan vergüenza. Se acaricia el vientre sin querer. Los gemelos se mueven dentro.
JACOB
(voz tensa)
Fue mi culpa.
Todo comenzó hace cinco años, cuando Ava empezó a trabajar en la casa.
Yo… no podía dejar de mirarla. Su figura, sus pechos... eran enormes, redondos… siempre apretados bajo el uniforme.
La espiaba. Me tocaba pensando en ella. Pero no me bastó.
Empecé a provocarla, a tocarla. Al principio se resistía… pero luego se rindió. O se cansó.
La espiaba cada que tenía oportunidad. Me escondía detrás de las cortinas o miraba por las cámaras de seguridad que instalé en secreto. La veía agacharse para trapear, con la falda subiéndose, dejando ver el encaje barato de su ropa interior. Me encerraba en el baño, con la imagen aún fresca, y me masturbaba hasta venirme pensando en su boca, en su culo, en su cuerpo obediente.
Pero no me bastó.
Empecé a provocarla. Pasaba rozando mi mano por su espalda baja, fingiendo accidentes. Un día, mientras lavaba los trastes, me acerqué por detrás y apoyé mi erección contra su trasero. Ella se tensó, dijo mi nombre… pero no se apartó. Me miró una vez con los ojos bajos, y supe que la tenía.
Empecé a tocarla. Primero sobre la ropa, después debajo. Sus senos eran suaves, pesados en mis manos. Le apretaba los pezones hasta que gemía bajito. Al principio me empujaba, me decía que no, que no debía… pero con el tiempo solo bajaba la cabeza. Se rendía. O se cansó.
Pronto la hacía venir a mi cuarto cada vez que ustedes salían. Cerraba la puerta con seguro y le ordenaba que se desnudara. Se quitaba el uniforme sin decir nada, con la mirada perdida. Le decía que se pusiera en cuatro sobre la cama. Su culo redondo y maduro me esperaba, húmedo. A veces le escupía, a veces la penetraba de golpe. Gritaba, gemía… nunca supe si de placer o de resignación.
Le ordenaba que se arrodillara frente a mí. Que abriera la boca. Me pajeaba lento, viéndola desde arriba, hasta que su rostro quedaba cubierto de semen. A veces se lo tragaba todo, como le había dicho. Otras, lo dejaba escurrir por su pecho, respirando agitada.
Yo… disfrutaba tener ese poder sobre ella. Me sentía invencible, como si el mundo entero pudiera detenerse mientras yo estaba dentro de ella. Como si su cuerpo me perteneciera por completo. Aunque su mirada… esa mirada vacía… nunca desapareció.
PAPÁ
(con rabia contenida)
¡Jacob…! ¡Por Dios!
JACOB
(lo ignora, sigue)
Lo peor vino después. Me obsesioné.
No era solo deseo. Era una necesidad enfermiza.
Me sentía con derecho sobre ella. Como si su cuerpo fuera mío… una extensión de mi voluntad.
Era arrogante. Cruel. Me gustaba pensar que podía hacer lo que quisiera sin consecuencias.
Empecé a cogerla sin protección. Al principio era impulsivo, caliente, animal. Pero después… lo hacía a propósito. Me corría dentro de ella. Sentía un placer perverso en saber que estaba llenándola, marcándola. Como si cada gota de semen fuera una firma: mía.
Le exigía que tomara las pastillas. A veces incluso la hacía tragarlas frente a mí, mirándola fijamente mientras lo hacía. Pero en el fondo… no confiaba en ella.
Hubo un mes en que se atrasó. Un mes en que la noté más callada, más distante. Se tocaba el vientre a veces. Me miraba diferente.
No sé si se le olvidó una dosis. O si fue intencional.
No sé si quería retenerme. Castigarme. O simplemente… ser madre.
Pero entonces supe que algo había cambiado.
Me lo dijo: estaba esperando un hijo mío. Me asusté.
No quería que lo supieran. Así que… le escondí joyas en el bolso.
La acusé de robo. Ustedes la echaron… llorando, embarazada.
Y yo… me lavé las manos.
Jacob pone ambas manos en el vientre. Se estremece. Una patada interna lo hace jadear. Sus senos empiezan a humedecer la bata.
JACOB
(voz más suave, quebrada)
Pero no se quedó de brazos cruzados.
No sé cómo… pero desperté así.
En su cuerpo. Con este embarazo… con estos pechos llenos… con estas caderas anchas…
Cada vez que me miro al espejo. Cada vez que orino sentada.
Cada vez que siento a estos bebés moverse… recuerdo lo que le hice.
MAMÁ
(cruzada de brazos, firme)
Pues eso es lo que eres ahora.
Una mujer embarazada.
Una sirvienta embarazada.
PAPÁ
(con voz seca)
Un castigo más justo no podría existir.
Fuiste cruel, manipulador…
Y ahora estás atrapado en el mismo cuerpo que usaste como juguete.
JACOB
(temblando)
No puedo vivir así…
Estas piernas… estas caderas… no son mías.
Me pesan los pechos… me duele la espalda…
(Traga saliva)
uno de los bebés pateó tan fuerte que mojé las sábanas del susto.
Lloré. No por el dolor… sino porque ya no me siento yo.
MAMÁ
(con frialdad)
Eso es lo que sentía Ava cada vez que la tratabas como un objeto.
Ahora tú eres ese objeto.
(Pausa)
Pero no estarás sola.
Te daremos techo. Comida. Trabajo.
MAMÁ
(mirándolo con dureza)
Cuando los gemelos nazcan, los vamos a adoptar.
Les daremos el apellido Forger.
Nunca sabrán la verdad. Nunca sabrán que tú eres su verdadero padre…
Y mucho menos que ahora eres su nana.
PAPÁ
(dando un paso al frente)
Tu antiguo cuarto será para los bebés ,Dormirás en la habitación de servicio, como Ava lo hacía.
Desde ahora, tu nombre es Ava.
Nada de Jacob.
Nada de privilegios.
MAMÁ
(se acerca, le acaricia el vientre)
Tendrás que aprender a amamantar. Tus pechos ya están empezando a producir…
Y no vamos a pagar fórmula.
Tú los consevistes…
Ahora los alimentarás.
Jacob —o Ava, ahora— se cubre los pechos con los brazos, avergonzada. El calostro mancha la tela de la bata. Su cuerpo responde… como si siempre hubiera sido suyo.
JACOB
(voz derrotada)
¿Y después? ¿Después del parto?
¿Podré… volver?
MAMÁ
(sin piedad)
No.
Serás Ava para siempre.
Nuestra empleada.
La cuidadora de los niños.
La mujer que limpia nuestros baños, lava nuestra ropa, cocina nuestras cenas…
Ese Jacob… murió.
Y lo enterramos con la misma mujer a la que destrozaste.
por ahora, se que el embarazo sera difícil y mas si son de gemelos, asi que por el momento te quedaras en la habitación de invitados... qje etes comodo antes de parto... después del parto dormiras en la habitación de servicio...
PAPÁ
(dándose la vuelta)
Descansa, Ava.
Te espera una vida larga… y llena de pañales sucios.
Jacob —ahora completamente Ava— se queda sola en la en la abitacion. Acaricia su abultado vientre. Siente los latidos de dos vidas dentro de ella. Una lágrima cae por su mejilla.
Y por primera vez… no se atreve a decir que no es Ava.
viernes, 20 de junio de 2025
El secreto de mamá
Mamá me mando a ayudar abuela, en el desván todo el día. Polvo, cajas rotas, cosas viejas que nadie tocaba desde hacía años. Yo solo buscaba algo interesante para entretenerme, hasta que vi esa pequeña caja de zapatos, escondida debajo de unos manteles amarillentos por el tiempo.
La abrí sin pensar demasiado. Fotos. Un montón de ellas. En todas aparecía un chico, quizá de unos dieciséis o diecisiete años. Tenía una sonrisa tímida, un peinado anticuado, y algo en su rostro que… no podía explicar. Pero me resultaba familiar.
Esa noche, al llegar a casa, no aguanté la curiosidad. Entré a la cocina mientras mamá preparaba la cena.
—Mamá, encontré un montón de fotos de un chico entre las cosas viejas. No se parece a papá... pero se parece un poco a ti. ¿Quién es?
Ella se quedó congelada. La cuchara cayó al fregadero con un golpe hueco. No respondió al instante. Solo me miró.
Su expresión era distinta. No era susto, pero sí algo profundo… como si le acabara de tocar una herida olvidada.
—¿En serio encontraste esas fotos? —dijo finalmente—Pensé que que me habia desecho de eso… Qué recuerdos.
Tomó aire, se sentó en una de las sillas del comedor, e hizo un gesto para que me sentara frente a ella.
—Está bien. Ya eres lo suficientemente grande. Creo que es momento de contarte algo. Pero prométeme que no se lo dirás a nadie. Es un secreto muy personal.
—¿Tan importante es?
—Más de lo que imaginas. Ese chico que viste en las fotos… era yo.
—¿¡Qué!? ¡Eso no tiene sentido! ¿Estás hablando en serio?
—Totalmente. Antes de convertirme en tu mamá… antes de conocer a tu papá… yo era un chico. Igual que tú. Nací varón, con otro nombre, otra vida… pero todo cambió cuando pasé por algo que los médicos llamaron una segunda pubertad.
—¿Segunda pubertad? ¿Eso de verdad existe?
—No es común. Pero sí, existe. Y en mi caso, lo cambió todo.
Se acomodó en la silla, bajó la mirada, y por un momento fue como si viajara en el tiempo.
—Tenía diecisiete años cuando empezó. Al principio pensé que estaba enferma. Mi voz comenzó a suavizarse sin razón. Mi piel se volvió más fina. Mis rasgos… cambiaban. De forma lenta, pero constante. Me salieron pequeños brotes en el pecho. El cuerpo que tenía dejó de responder como siempre. Dejé de sentirme como un chico. No era doloroso, pero sí desconcertante.
—¿Y los médicos?
—Hicieron estudios, análisis, exámenes de todo tipo. Ninguno tenía una explicación clara. Al final, lo llamaron un “síndrome atípico de reordenamiento endocrino”. Un nombre elegante para decir que no sabían qué hacer. Me ofrecieron tratamientos para ‘corregirlo’, pero yo… yo no quería volver atrás. Algo dentro de mí me decía que esto… era lo correcto.
Su voz tembló. Pero no de miedo. Sino de emoción.
—Fue confuso. Perdí amigos. Me convertí en el “bicho raro” del salón. Algunos profesores me miraban con lástima, otros con burla. Me sentía sola, incomprendida… Pero al mismo tiempo, algo en mí se sentía pleno por primera vez. Como si finalmente pudiera respirar sin fingir.
—¿Y cómo lo superaste?
—Gracias a tu abuela. Ella fue la primera en notarlo de verdad. No se espantó. Me abrazó. Me dijo: ‘Tal vez siempre fuiste así por dentro. Ahora el mundo solo está viendo lo que yo siempre supe.’ Me apoyó con una ternura que no puedo describir. Me ayudó a conseguir ropa nueva. Aprendimos juntas a maquillarme, a caminar diferente, a cuidar mi nuevo cuerpo. Me enseñó que no debía temerle al amor ni al cambio.
—¿Y papá… él sabía todo esto?
—Sí. Y eso es lo que más me marcó. Él era mi mejor amigo en ese entonces. El único que no me trataba distinto. Cuando le conté, pensé que se alejaría. Que se asustaría o que me rechazaría. Pero no. Me abrazó. Me dijo: ‘No me importa cómo empezaste. Amo a la persona que eres ahora.’
—¿Y después… se enamoraron?
—Sí. Fue lento. Pero real. Él fue el primero en besarme cuando ya me sentía completa. Y nunca dudó. Me trató como una mujer, como alguien digna de amor. Nos casamos. Tuvimos una vida sencilla, tranquila. Y después… después viniste tú.
—¿Cómo? ¿Pero… si naciste como hombre… cómo me tuviste?
Ella sonrió, se sonrojodesvio la mirada, pare recordar algo...sólito una risita y divertida, casi como si esperara la pregunta.
— La segunda pubertad ayudó, la naturaleza, otro tanto. Y el amor… el resto. Lo que pasó conmigo no fue solo hormonal o emocional. Fue algo más profundo. Orgánico. Mi cuerpo cambió por completo. Incluso los doctores se rindieron tratando de clasificarlo. Para cuando cumpli 18, yo ya era biológicamente una mujer. Salí con tu padre, nos comprometimos. Posteriormente nos casamos Y nueve meses después, naciste tú...
Me quedé en silencio. Era demasiada información, pero no podía apartar la vista de ella.
Mi madre. Siempre tan dulce. Siempre tan fuerte. Y ahora… aún más impresionante.
—Pero mamá… esto suena tan imposible. No pareces… diferente.
Ella me tomó la mano y la apretó con firmeza.
—Porque ya no lo soy. Porque esta soy yo. Completamente. La mujer que ves, la madre que te crió, la esposa que amó a tu padre… no es una máscara. Es mi verdad.
—¿Y nunca te arrepentiste? ¿Nunca pensaste en volver a ser quien eras antes?
—Jamás. No cambiaría nada. Amo esta vida. Amo la calma de cuidar mi hogar. Amo ser mujer. Ser madre. Y amo profundamente haber tenido la oportunidad de vivir todo esto.
—…Wow…
—No necesitas entenderlo todo hoy. Solo quiero que sepas que, si algún día tú también sientes que cambias por dentro… o por fuera… nunca estarás solo. Siempre voy a estar aquí para ti. Sin juicios. Sin miedo. Solo amor.
Le lancé una mirada larga. Ya no veía a una mujer común cocinando en casa. Veía a alguien que había vencido el miedo. Que había reconstruido su destino.
—Lo prometo, mamá. No diré nada. Tu secreto está a salvo conmigo.
Ella sonrió. Y por primera vez, noté que tenía los ojos brillosos.