🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

sábado, 31 de mayo de 2025

No puedo creer que ahora soy... mamá


Nunca me sentí parte de nada. Tenía 18 años, acababa de dejar la prepa y no sabía qué hacer con mi vida. Mis padres discutían a diario, yo pasaba las noches jugando videojuegos y las mañanas dormido. Siempre me sentí como un estorbo. Una noche, frustrado frente al espejo del baño, murmuré:


—Ojalá pudiera ser alguien más… alguien que sí tenga un propósito.


Sentí un escalofrío. Como si el mundo se deshiciera. Todo se volvió blanco.


Y luego… me desperté.


Pero no era mi cama. Era más grande, con sábanas suaves y una decoración femenina. Había un perfume dulce en el aire, y lo primero que noté fue el peso… en mi pecho. Dos bultos firmes, apretados por un sostén deportivo. Mis piernas estaban enfundadas en leggings, bajo un largo camisón. Y mis manos… femeninas, con uñas pintadas de rosa claro.


Me senté bruscamente y sentí mis caderas moverse con una nueva inercia, poderosa. Bajé la vista. Tenía un cuerpo de mujer. Curvilíneo. Maduro. Mamá. Me levanté temblando y fui al espejo.



—¿Qué… carajo…? —susurré. Pero la voz que escuché era suave, dulce... maternal.



En el reflejo vi a una mujer de treinta y tantos, con una coleta despeinada, labios carnosos y una mirada cálida. La camiseta se ajustaba sobre unos pechos grandes y naturales, y debajo… un trasero redondo y firme, de anuncio de yoga. Me reconocí, sin querer, como alguien que podía ser deseada. Era una soccer mom.



—¡Mami! —gritó una vocecita aguda con naturalidad desarmante.



Me giré por reflejo. Una niña de unos siete años, con coletas y uniforme deportivo azul marino, trotaba hacia mí con una mochilita rosa de unicornios.



—¡Vamos! ¡Se nos va a hacer tarde para el partido!



Quise responder, pero la voz que salió no era la mía. Era cálida, femenina, segura.



—Ya voy, mi amor. Déjame encontrar las llaves y cambiarme.



Y en ese momento, algo hizo clic. Como si un archivo se abriera. No eran recuerdos ajenos; estaban ahí, dentro de mí, esperando emerger. Me llamaba Laura. Tenía 36 años. Era madre de dos hijas. Divorciada. Llevaba a mis niñas al fútbol cada sábado. Conducía una SUV plateada. Formaba parte de un grupo de mamás que se turnaban para llevar café y chismear desde la banca.



Ella me tomó la mano con confianza. No dudaba de quién era yo.



Y entendí: yo era su madre.



Al principio, cada nuevo gesto era un sobresalto. La primera vez que me senté a orinar, lloré. Usar tampones fue traumático. Los sostenes con aros me dejaban marcas. Me dolían los pies al final del día. Pero también descubrí placeres inesperados: el aroma de una loción corporal, la suavidad de unas piernas depiladas, la emoción de maquillarme ligeramente y recibir una mirada furtiva de algún papá del equipo.



Una noche, después de acostar a las niñas, me vi desnuda al espejo. Mi cuerpo era suave, con un vientre algo redondo pero atractivo. Me recosté, me toqué lentamente… y gemí. Por primera vez, no como un chico curioso, sino como una mujer. Descubrí cómo tocarme, cómo explorarme, cómo rendirme.




Y no fue solo el cuerpo. Fue la vida.



El café mientras preparaba loncheras. Los besos pegajosos de las niñas. El olor a galletas horneadas y cloro en la cocina. El saber con precisión qué yogur prefiere cada hija. Cada rutina me anclaba más. Me hacía sentir viva.



Las otras mamás empezaron a invitarme: caminatas, pilates, cenas informales. Aprendí a reír con ellas, a hablar de contracciones, lactancia, exmaridos… temas que jamás había vivido, pero en los que me descubrí experta. Encajaba. Como nunca antes.



Me volví buena en esto. Aprendí a hacer peinados, empacar mochilas, regañar con ternura, planchar sin quemar. A hacer yoga para mi espalda. A vestirme para gustarme a mí. Descubrí que el cuerpo de una mujer madura no necesita ser perfecto para ser hermoso.




Y mi cuerpo… lo exploré más de lo que me atrevo a decir. Algunas tardes, cuando las niñas estaban con su padre, me quedaba sola. Ponía música, me desnudaba despacio, y me acostaba en la cama con la luz del atardecer bañándome. Me tocaba el pecho, recorría mis caderas, exploraba entre mis piernas… y sentía un deseo que antes no conocía. Me descubrí. Me acepté.



No todo fue fácil. Lloré cuando mi hija mayor me preguntó si su papá aún me quería. Pero también me abracé. Sentí que por fin era vista, amada, necesaria.



Ahora, cada sábado me arreglo. Manejo la SUV con la música pop suave de fondo. Reviso recetas saludables, charlo con otras mamás sobre nuestros hijos, nuestros cansancios, y a veces… nuestros deseos. Un papá soltero me ayuda a cargar cosas al coche. Me mira. Me halaga. Y yo… sonrío.




A veces, doblando ropa interior pequeña y camisetas manchadas de pasto, me miro las manos. Las uñas limpias. Las muñecas suaves. Y entiendo que ya no soy un chico perdido.



Soy una mujer. Una madre. Una mujer deseada.



Un día, después del partido de fútbol escolar, él —el papá soltero de Gabriela, la mejor amiga de mi hija mayor— se me acercó con una sonrisa tímida y me ofreció llevarme un café. Acepté. Caminamos juntos hasta una pequeña cafetería y luego nos sentamos en una banca, bajo la sombra de unos árboles.



Me miró directo a los ojos. Había algo en su mirada… algo que hacía mucho no sentía.



—Tus hijas tienen mucha suerte de tenerte —me dijo con voz suave—. Eres una gran mamá. Y… muy hermosa, si puedo decirlo.



Sentí cómo se me encendían las mejillas. Me acomodé en la banca, crucé las piernas con una naturalidad que ahora dominaba como toda una mujer, y le sonreí.



—Gracias… —le respondí— no sabes cuánto necesitaba escuchar eso.



Ese momento se quedó flotando entre los dos, cargado de una tensión dulce y peligrosa.



A—¿Te gustaría que salgamos algún día? Solo tú y yo… sin uniformes escolares ni gritos de niños —dijo con una sonrisa ladeada.



—Mmm… suena tentador —respondí, jugando con la tapa de mi botella de agua—. Justo este jueves estaré sola. Las niñas se van con su padre.



Me miró, sorprendido y encantado.



—¿Sí? Entonces… ¿puedo invitarte un café?



—O… podrías venir a mi casa. Yo preparo un café mucho mejor —dije, mirándolo a los ojos con intención.



—¿Solo café?



—Claro —sonreí con picardía—. Si es que podemos terminarlo.



Él rió nervioso, pero su mirada ya lo decía todo. El juego había comenzado.



Ambos sabíamos perfectamente que no se trataba solo de café.

Nos sentamos juntos en el sillón, las luces tenues, una película cualquiera sonando de fondo. Al principio hablamos… pero poco a poco el silencio se hizo más elocuente. Su mano rozó la mía, luego mi rodilla. Mi piel respondió con un cosquilleo, una corriente suave que subió por mis muslos.



Me giré hacia él y nuestros labios se encontraron. Su beso fue cálido, seguro, y me entregué a él sin pensarlo. Sentí sus manos recorrer mi cintura, mis caderas… y me dejé llevar. Me dejé desvestir, botón por botón, con una lentitud que me hizo temblar.



Cuando su boca encontró mis pechos, jadeé suavemente. No recordaba la última vez que alguien me tocaba así, con deseo real, con hambre contenida. Me sentí deseada… mujer.



Nos tumbamos en el sofá. Mis piernas se abrieron solas, instintivamente. Lo sentí entrar en mí con una profundidad que me hizo gemir en su oído. Me aferré a su espalda mientras se movía dentro de mí, lenta y rítmicamente, como si conociera mi nuevo cuerpo mejor que yo.







Cada embestida me llevaba más y más lejos de mi antigua vida. Sentí mis caderas responder, mis uñas marcar su piel, mis senos rebotar al compás de su ritmo. Yo gemía, susurraba su nombre, y lo incitaba a seguir. Él me llenó de placer, sí… pero también de una sensación de pertenencia.



Cuando todo terminó, me quedé sobre él, sudorosa, jadeante, feliz.



¿Cómo llegué hasta aquí?



Quizás esta no era la vida que pedí…



Pero ahora es la vida que quiero.



Y si esta historia continúa… no creo que pase mucho antes de que vuelva a sentir ese placer.



Solo que esta vez, ya no me resistiré. Porque ahora sé lo que soy.



Y me gusta.


viernes, 30 de mayo de 2025

Mi hermano es una MILF...



Mi hermano era la persona más ruda que conocía. Mateo era fuerte, seguro, un poco gruñón pero protector. Siempre estaba ahí para mí, como un muro que me resguardaba de todo.

Y ahora… ahora se llama Melony.

Y es una MILF.



Lo sé. Suena absurdo, como una mala película de ciencia ficción o una fantasía de internet. Pero pasó. Una mañana desperté y en lugar de encontrarme con mi hermano en la cocina, me encontré con ella.


Melony estaba de espaldas, cocinando panqueques con una facilidad pasmosa, moviendo sus caderas anchas al ritmo de la música que salía del celular. Llevaba unos leggings grises ajustados que le marcaban cada curva, y una blusa rosa claro que se aferraba a su espalda y a ese par de senos enormes que apenas disimulaban el sostén que los contenía.

Parecía sacada de un catálogo para mamás fitness.


—Buenos días, Sofi —me dijo al voltear, con una sonrisa suave y esa voz baja y femenina que aún me descoloca—. ¿Dormiste bien, mi amor?


La forma en que lo dijo… como si siempre hubiera sido así.

Se acercó con un plato de panqueques, me sirvió jugo de naranja, y me acarició el cabello con ternura.


—Tienes cara de haber tenido un mal sueño. Ya verás que hoy va a estar todo bien, ¿sí?


Y entonces me besó la frente. Como lo haría mamá. Como lo hacía ella ahora, cada mañana.


Al principio era como tener dos mamás en casa. Mamá y Melony cocinaban juntas, hablaban de cremas, de cosas “de mujeres”. Mi madre incluso le enseñó a planchar blusas delicadas, a usar delineador sin que se corriera, y a caminar con tacones como si hubiera nacido sobre ellos.



Lo más inquietante es que le gustaba. Disfrutaba ser mujer.

Yo veía cómo se tocaba el cabello, cómo cruzaba las piernas con elegancia, cómo se preocupaba por mí, por la casa… por todo.

Mateo ya no estaba.

Ahora tenía una hermana mayor. Una MILF. Y, aunque me cueste admitirlo, una parte de mí la admiraba.


Todo se volvió aún más raro la noche que me desperté con sed. Salí de mi habitación sin hacer ruido, y al pasar junto a la de Melony, escuché murmullos. La puerta estaba entreabierta.


Me asomé… solo un poco.


Allí estaba el profesor Santamaría, sentado en la cama, con su camisa medio desabrochada. Y Melony frente a él, usando una bata corta de satén que apenas le cubría los muslos.

Ella reía bajito, jugueteando con el cuello del profesor como si fuera su pareja de toda la vida. Sus piernas, largas y bronceadas, estaban cruzadas con elegancia, y el escote de la bata dejaba entrever más piel de la que yo quería ver… y, sin embargo, no podía apartar la mirada.


—Nunca imaginé terminar saliendo con una de mis estudiantes… bueno, con tu cuerpo actual, supongo ya no cuenta —dijo él, con esa voz profunda que tantas chicas de mi clase encontraban sexy.


—Y yo nunca imaginé que me sentiría tan viva como mujer —susurró ella, con una sonrisa provocadora—. ¿Crees que está mal?


Él solo respondió acariciando su muslo, subiendo lentamente la mano por debajo de la bata.



No escuché más. Me alejé en silencio, con el corazón latiéndome en los oídos.


Esa noche no pude dormir.

Mi hermano, el chico más masculino que conocí, se había convertido en una mujer hermosa, maternal y sensual. Una mujer que cuidaba de mí, que cocinaba, que se maquillaba cada mañana, que suspiraba enamorada por un hombre.

Una mujer que, en vez de querer volver atrás, abrazaba su nueva vida con los brazos abiertos… y el escote también.


Ahora entiendo que Melony no es un error. No es una fase.

Es quien Mateo realmente quería ser, quizás sin saberlo.

Y yo… bueno, aún me cuesta decirlo en voz alta, pero creo que tener una MILF como hermana mayor no es tan malo después de todo.



domingo, 25 de mayo de 2025

Tan femenina, tan maravillosa

  


Mmm, ¡me siento tan bien ahora, tan femenina! El estrógeno fluye por mi cuerpo como un río cálido y sedoso, llenándome de una paz y suavidad que jamás había sentido antes. Todo gracias al Dr. Sánchez. Cuando me miré por primera vez en el espejo tras la cirugía, no pude evitar llevarme las manos a la boca, sorprendida por la visión que tenía frente a mí.



Mis manos tiemblan mientras acaricio mis nuevos pechos. Antes, solo había piel dura y pectorales firmes. Ahora, dos gloriosas montañas de carne, suaves y pesadas, cuelgan orgullosas. Tan redondas, tan llenas... Se mueven al compás de cada respiración, los pezones se endurecen con cada roce del aire frío. Puedo sentir cómo se aplastan contra mi blusa ajustada, la tela rozando suavemente mis pezones sensibles.


El Dr. Sánchez no solo transformó mi cuerpo por fuera. Por dentro, ahora soy una mujer completa. Bajo mi ombligo, donde antes colgaba ese apéndice inútil, ahora hay un hueco cálido y húmedo, mi nueva vagina. Puedo sentirla palpitando, mojándose solo con pensar en lo que podría hacer con ella. La ausencia de mi pene es un alivio. Ya no hay un bulto incómodo estorbando entre mis piernas; ahora, todo se siente más suave, más compacto... más femenino.


Y no es solo la vagina... El Dr. Sánchez fue más allá. Me implantó un sistema reproductivo completamente funcional. Ahora tengo ovarios, un útero, trompas de Falopio... Todo. Incluso me explicó que, a partir del próximo mes, comenzaría a menstruar. Solo imaginarme usando tampones, sintiendo cómo mi vientre se contrae en calambres menstruales... es tan surrealista y a la vez tan emocionante.


Pero no termina ahí. Mis caderas ahora son anchas, redondeadas, perfectamente diseñadas para balancear mi nuevo y enorme trasero. Cada vez que camino, puedo sentir cómo mi carne se mueve, cómo mis nalgas rebotan y se bambolean, llenando por completo los pantalones ajustados que ahora uso. Antes, tenía un trasero plano y sin gracia. Ahora, tengo curvas que atraen miradas y hacen girar cabezas.


Y mis manos... antes eran grandes y toscas, llenas de callos. Ahora son delicadas, suaves, con uñas largas y pintadas de un rosa pastel que resalta mi feminidad. Al tocarme, es como si me acariciara con manos completamente nuevas. Mis labios son más carnosos, mis pestañas más largas, mis ojos más grandes y expresivos.


Cada parte de mí grita feminidad. Cada paso que doy es un recordatorio de lo que ahora soy. Ser mujer no es solo una apariencia, es un sentimiento, un estado mental. Y gracias al Dr. Sánchez, he renacido en un cuerpo que me hace sentir verdaderamente viva.


Los hombres no tienen idea de lo que se pierden. Si supieran lo maravilloso que es sentirse así, estarían rogando al Dr. Sánchez por un cambio como el mío

sábado, 24 de mayo de 2025

  La habitación está oscura, apenas iluminada por un tenue resplandor que entra por las cortinas cerradas. Me miro en el espejo y apenas reconozco a la mujer que me devuelve la mirada. Unos labios gruesos, rojos y carnosos. Senos enormes que se alzan firmes, redondos, demasiado grandes para mi cuerpo delgado. Una cintura ceñida por un corsé blanco, caderas amplias y suaves. Y entre mis piernas... nada. Solo una abertura húmeda y sensible que no debería estar ahí.


Hace semanas, desperté en un laboratorio. Un lugar frío, lleno de jaulas y camas metálicas. Yo no estaba solo. Había otros, hombres que, al igual que yo, habían sido capturados. Pero ahora... ahora todos son mujeres, cuerpos voluptuosos y obedientes, programados para ser esposas sumisas y complacientes.

Pero yo... yo logré escapar de mi celda... un pequo desudo de asiste drode de las instalaciones... 

Todavía no me han atrapado. Me escondo en los callejones,cdejandome de mover para que no me decte, pero es difícil ocultar este cuerpo diseñado para ser deseado. 

Las miradas me recorren, me desnudan. Ellos me buscan. Quieren venderme al mejor postor. Un esposo rico y cruel que está dispuesto a pagar por una esposa obediente. Una esposa que antes fue un hombre.


Escucho pasos cerca. Unos tacones resonando contra el suelo de concreto. Me quedo quieta, conteniendo la respiración. La puerta cruje y una voz femenina robotica y siniestra resuena:


—¿Linda? ¿Dónde estás, querida? Sabes que no puedes esconderte para siempre. No querrás acabar como las otras, ¿verdad? Reprogramadas. Sumisas. Perfectas esposas para hombres poderosos.

Me tapo la boca para no gritar. Mis manos tiemblan y siento un calor extraño entre mis piernas. Mi cuerpo está empezando a responder a su programación. El deseo se enciende sin control, y me muerdo el labio para no gemir. No. No puedo dejar que me atrapen. No puedo dejar que me conviertan en otra esposa complaciente.


—Voy a encontrarte, Linda. —La voz se acerca más. Puedo oler su perfume dulzón. Es la encargada de capturarnos. Ella fue la primera en ser transformada y ahora disfruta atrapando a los que aún resistimos.



Me abrazo a mí misma, sintiendo mis senos aplastarse contra el corsé. Si no salgo de aquí ahora, acabaré igual que las demás. Un cuerpo femenino, obediente, deseoso de complacer. Un juguete sexual en manos de un esposo cruel.



Y entonces, escucho la puerta abrirse lentamente. "Linda..."



viernes, 23 de mayo de 2025

 ¡Soy una copia tuya!


—Oh… madre, qué bueno que viniste. ¿Recibiste mi carta?


Ella se quedó quieta, con la maleta a sus pies, sin poder moverse más allá del umbral. Su rostro palideció. Su mirada iba de mi rostro a mis caderas, mis pechos, mis manos que todavía sostenían el trapo con el que me había estado secando. Era como si estuviera viendo un fantasma… pero uno demasiado real, demasiado familiar.


Yo solo sonreí con suavidad, como había aprendido a hacerlo. Sin mostrar los dientes. Sin prisa. Como una buena ama de casa.


—Pasa, mamá. No te quedes ahí… jaja, ¡mira! Nos vestimos igual.


La blusa blanca, la falda recta, incluso las medias negras y los sapatos... Era un espejo, pero no exacto. Había detalles que me diferenciaban… como nuestros cabellos..y otros que resaltaban aún más la semejanza.



—Sé que esto es mucho —continué, dando pasos suaves, femeninos—. Lo sé. Sé que parezco… tú. Más de lo que debería.


Su boca se abrió, pero ningún sonido salió.


—Usé una muestra de tu ADN —dije, como si hablara del ingrediente secreto de una receta familiar—. Fue parte de un experimento. Lo llamaban Suero Mimesis. ¿Te acuerdas? Lo mencioné en una carta hace meses.


Toqué mis caderas con una mano orgullosa. Luego el escote de mi blusa.


—Hice algunos ajustes. No soy una copia exacta… soy una versión mejorada. Cintura más pequeña. Piel más suave. Pechos más llenos. Labios más carnosos. Pero la base… la base eres tú.


Ella susurró con un hilo de voz:


—¿Eres… mi hijo?


Asentí. Pero con calma. Ya no había rabia, ni vergüenza. Solo certeza.


—Lo fui. Pero dejé de serlo hace tiempo. Cuando me vi así en el espejo por primera vez… entendí que siempre fui esto. Que estaba atrapado en otra forma. Y que tú, sin saberlo, fuiste el modelo. La figura que quise alcanzar. Y ahora… me gusta lo que soy.


Ella dio un paso atrás. Confundida. Su expresión era una mezcla de temor, desconcierto… y algo más difícil de descifrar.


—Mamá… toda mi vida intenté que me vieras. No como un hijo que fallaba en ser fuerte, masculino, rudo… sino como alguien que solo quería ser aceptado. Tú siempre fuiste todo lo que yo no podía ser. Después de que papá se fue, te volviste aún más dura. Y yo… desaparecí dentro de mí mismo.


Respiré profundo.


—El proyecto en la universidad… fue una oportunidad. El Suero Mimesis prometía reconstrucción celular basada en patrones genéticos. Y yo… bueno, robé una muestra tuya. Lo modifiqué. Y me convertí en esto. En mí. En ti. No solo para parecerme a ti… sino para entenderte.


Su voz tembló:


—¿Estás… casado?


Sonreí con una chispa traviesa.


—Casada. Con Daniel.


Ella frunció el ceño.


—¿Daniel? ¿El doctor Salcedo? ¿Tu profesor?


Asentí lentamente.


—Él fue quien dirigió el experimento. Lo sabía todo. Desde el primer día que aparecí en su oficina con mi nuevo cuerpo. No me reconoció al principio… pero cuando le conté, no se horrorizó. Me escuchó. Me entendió. Me aceptó. Y, con el tiempo… me deseó.


Vi el horror cruzar su rostro. Lo esperaba.


—Sí, mamá. Me enamoré de él. Y él de mí. Me casé con el hombre que me ayudó a convertirme en quien soy. Él… él me dio lo que tú nunca supiste cómo darme: aprobación.


Se hizo un largo silencio.


El reloj en la pared marcaba las 5:05. El olor a pan horneado llenaba el aire. Afuera, los árboles temblaban con la brisa de otoño.


Ella dio otro paso al frente. Su expresión había cambiado. No había aceptación, pero tampoco rechazo total. Ahora era algo nuevo: duda. Apertura. Vulnerabilidad.


—¿Por qué me escribiste? —preguntó, en voz baja—. ¿Por qué ahora?


—Porque… estoy lista para verte. Para que veas quién soy. No te pedí permiso para convertirme. Pero aún necesito algo de ti. No tu bendición. Solo tu verdad.


Ella me miró por largo rato.


—Tú… te ves feliz —dijo por fin—. Más que nunca.


—Lo soy.


Otro silencio. Esta vez menos tenso.


—¿Y si no puedo aceptarlo del todo?


—Entonces solo acepta esto: estoy viva. Estoy bien. Y por primera vez, me siento yo.


Me acerqué y extendí la mano. No la obligué. Solo la ofrecí.


—¿Quieres pasar? ¿Tomar un té? Está recién hecho. Como tú lo hacías cuando era niño.


Ella dudó… y luego, lentamente, tomó mi mano.



—Tendrás que contarme todo. Desde el principio —dijo con la voz aún rasposa—. Y quiero ver ese anillo que mencionaste en la carta.


—Claro. Con gusto.


Cerré la puerta detrás de ella.


Mientras caminábamos hacia la cocina, no podía evitar sonreír. Sabía que no era aceptación total. Ni perdón instantáneo. Pero era algo mejor: un comienzo.


Y en el fondo, me preguntaba si ella también lo sentía. Esa sensación extraña, como si se estuviera mirando a sí misma… pero con una segunda oportunidad.



domingo, 18 de mayo de 2025

Nuestras nuevas vidas.



Esta mañana comenzó como cualquier otra desde hace tres años. Me desperté temprano, como siempre, en la cama matrimonial que alguna vez fue de mi madre. Sentí el peso de mis senos al girar, la tela suave del camisón subiéndome por los muslos, la necesidad de orinar apenas abrí los ojos. Ya ni lo pienso. Me senté en la taza, bajé las bragas y oriné sentada, como cada mañana, como lo haría cualquier mujer.



Me lavé el rostro, me miré en el espejo. A estas alturas ya no me sorprende ver ese rostro maduro, esos labios gruesos pintados, ese cabello teñido perfectamente peinado. Me puse crema hidratante, me maquillé con delicadeza, coloqué los aretes, me abroché el sostén—el de encaje negro que levanta los pechos y resalta el escote—y bajé las escaleras en bata de seda para preparar el desayuno.


Mientras el café burbujeaba y los huevos se cocinaban en la sartén, el noticiero de la mañana decía algo que me dejó helada: “Las autoridades anuncian un programa experimental para revertir los efectos del Gran Cambio ocurrido hace tres años.”


Tuve que sentarme. La cuchara me temblaba en la mano. ¿Volver? ¿A mi cuerpo? ¿A ser aquel chico de 18 años?


El Gran Cambio… ese evento inexplicable que hizo que miles de personas cambiaran de cuerpo. En mi caso, fue con mi madre. Ella, una mujer madura, independiente, que trabajaba en una oficina de gobierno. Y yo, apenas un chico con toda la vida por delante.


Despertamos uno en el cuerpo del otro. Recuerdo cómo lloré. Cómo gritamos, cómo peleamos. Durante semanas. Pero no hubo solución. Así que nos vimos obligados a vivir la vida del otro. Ella fue a la universidad fingiendo ser yo. Yo... bueno, me convertí en ella. Su vida. Su rutina. Su cuerpo.


Al principio fue humillante. Tener que usar sostenes, pantimedias, depilarme las piernas, ponerme tampones. Sentir el flujo mensual, los calambres, el cambio de humor. Aprender a caminar en tacones, usar faldas ajustadas, tolerar las miradas de los hombres. Cada noche lloraba en silencio, sintiéndome atrapado en este cuerpo... con estas caderas anchas, este trasero prominente, estos senos que no podía ignorar al moverme.


Pero el tiempo pasó. Y me adapté.


Aprendí a moverme con gracia. A sonreír con seguridad. A maquillarme como una profesional. Empecé a salir con otras mujeres de la edad de mi madre. Al principio era para mantener las apariencias, pero después... me gustó. Me gustaba charlar, ir de compras, hablar de hombres, de moda, de sexo.


Sí, incluso eso.


Una noche, me dejé llevar. Salí con un hombre. Un conocido del trabajo. Alto, atractivo, atento. Me invitó a cenar. Me halagó. Me hizo sentir deseada. Y al final de la noche, terminamos en su departamento.


Lo dejé desnudarme. Dejé que acariciara mis pechos, mis caderas. Dejé que me besara el cuello mientras mis piernas se abrían. Y cuando me penetró… no fue dolor. Fue algo que me recorrió el cuerpo entero. Sentí cómo mis pechos se movían al ritmo de sus embestidas. Sentí su calor dentro de mí, su fuerza. Y cuando llegué al orgasmo... grité. Fue una explosión tan intensa, tan femenina, que no hubo vuelta atrás. Lloré después, pero no de arrepentimiento. Lloré porque algo dentro de mí había despertado. Porque ya no era "él". Era ella. Era yo.


Después de eso, mi vida siguió. Me enamoré. Sí, de verdad. De un hombre maravilloso. Era el jefe de mi madre, alguien con quien antes solo había cruzado palabras frías. Pero ahora... nos reímos, cocinamos juntos, hacemos el amor todas las noches, dormimos abrazados. Hace unos meses, me pidió que me casara con él... y le dije que sí.


Y justo hace unos días, empecé a sentir náuseas matutinas. Me dolían los pechos más de lo normal. Me hice una prueba de embarazo... y sí. Estoy embarazada.


Estoy llevando en el vientre un hijo que fue concebido en este cuerpo. Un bebé que crece en el útero que alguna vez fue de mi madre, pero que ahora es mío. Y yo lo amo. Amo esta nueva vida. Amo a mi prometido. Amo este cuerpo que he hecho mío. No quiero volver.


Mi madre, en mi antiguo cuerpo, parece estar encantada con su juventud recuperada. Apenas hablamos ya. No parece interesada en cambiar de nuevo.


Pero yo... yo tengo algo que perder. Tengo un hogar, una pareja, un hijo en camino.


Así que cuando vi esa noticia en el televisor, solo lo apagué. No dudé. Volví a la cocina, revolví los huevos y acaricié mi vientre redondeado, aún apenas notorio pero ya presente. Este es mi cuerpo. Esta es mi vida. Esta soy yo.


Y no la cambiaría por nada.


sábado, 17 de mayo de 2025



Desperté con una sensación extraña, como si todo mi cuerpo estuviera envuelto en una suave capa de seda. Me moví lentamente, sintiendo un peso inusual en el pecho y unas caderas anchas que no eran mías. La habitación en la que me encontraba parecía sacada de una película antigua. Muebles de madera oscura, un televisor voluminoso y un espejo de tocador lleno de productos de belleza.


Me levanté tambaleándome, sintiendo cómo mis caderas oscilaban con cada paso. La sensación era desconcertante. Todo a mi alrededor parecía conocido pero diferente, como si estuviera en una versión desactualizada de mi propia casa. Un escalofrío me recorrió la espalda al ver las cortinas florales y el teléfono con cable. ¿Dónde estoy?


Entré al baño y el reflejo me paralizó. Allí estaba yo... pero no era yo. Era el rostro de mi madre, más joven, con el cabello largo y rizado cayendo sobre unos hombros más delgados. Llevaba puesto un camisón de algodón blanco que se ceñía a un cuerpo femenino, suave y curvilíneo. Mis manos temblorosas se llevaron al pecho, sintiendo los senos firmes y redondeados.


Volví corriendo a la sala. Mi padre estaba sentado en el sofá, con el rostro más joven, sin arrugas y sin las canas que recordaba. En el suelo, mi hermana mayor jugaba con una muñeca, apenas una niña de dos años. Sentí un nudo en la garganta. Miré hacia la cocina y allí estaba colgado un calendario, uno de esos con paisajes de montañas nevadas. Agosto de 2002.


Mi mente giraba tratando de entenderlo. Había viajado en el tiempo. Pero no solo eso... había despertado en el cuerpo de mi madre, antes de mi propio nacimiento.



Un pensamiento oscuro y aterrador se formó en mi mente. Nací un año después de mi hermana. Si estoy aquí, en el cuerpo de mi madre, antes de que siquiera quedara embarazada de mí... ¿qué pasará si no logro que eso ocurra? ¿Qué pasa si nunca nazco?


Miré hacia mi padre, que se levantaba del sofá y se acercaba a mí con una sonrisa seductora. —¿Estás bien, cariño? —me dijo, pasando sus manos por mi cintura.


Sentí su aliento cálido en mi cuello. Mi corazón latía desbocado. Si quiero asegurar mi nacimiento, tendré que convencer a mi padre... de una manera que me hace estremecer solo de pensarlo.

...


Pasaron los días, y cada uno fue una tortura. Dormíamos juntos, sí, pero yo me limitaba a fingir dolores de cabeza o cansancio. Evitaba sus caricias, sus insinuaciones nocturnas, su cuerpo pegado al mío bajo las sábanas. Tenía miedo. Repulsión. Confusión. ¿Cómo podía entregarme a él, sabiendo quién era?


Pero mi nuevo cuerpo... él no tenía esas dudas. Empezó a reaccionar. Los pezones se endurecían por nada, el calor entre mis piernas era constante. Sentía un deseo animal que crecía, cada día más difícil de ignorar. Una necesidad urgente, húmeda, desesperada.


Y entonces ocurrió.


Salí una tarde a hacer las compras. En la tienda, un hombre me detuvo para ayudarme con una bolsa. Alto, moreno, seguro. Me sonrió y me hizo reír. Me dijo que era hermosa. Deseada. No me vio como una madre o una esposa. Me vio como una mujer.


Y yo… cedí.



No sé cómo ocurrió. Sólo recuerdo su boca en mi cuello, sus manos recorriendo mi cuerpo con una avidez que me hizo temblar. Estábamos en su coche, detrás de una cortina de cristales empañados. Gocé. Lloré. Grité. Me dejé llevar por esa oleada de placer que mi nuevo cuerpo tanto ansiaba. Por primera vez desde que desperté, me sentí viva… y sucia.


Al regresar a casa, lo vi.


Mi esposo —mi padre— me esperaba en la sala. Su rostro era sereno, amoroso, inocente. Me sonrió como si nada hubiese pasado. Y yo… quise desaparecer.


Esa noche no pude dormir. El remordimiento me carcomía. Había fallado. No solo como hijo, sino como mujer. ¿Y si ya había arruinado todo? ¿Y si ese encuentro con un desconocido lo cambiaba todo, y yo nunca nacía?


Temblando, me metí en la cama con él. Esta vez no me alejé. Lo besé. Me dejé acariciar. Dejé que me quitara el camisón. Abrí las piernas para él, sintiendo su piel caliente sobre la mía. No era deseo lo que me impulsaba, era necesidad. Desesperación. Culpa.


Me dejé penetrar y lo abracé con fuerza, cerrando los ojos mientras él gemía mi nombre… o el de mi madre. No lo sé. No quería saberlo.



Lo único que pensaba era: por favor, que esta sea la noche en que quedo embarazada… que esta sea la noche en que me asegure de nacer

viernes, 16 de mayo de 2025

A veces, me imagino reemplazándola.


Tener su cuerpo... sus senos... su cabello... vivir su vida...

Siempre tuve la fantasía de ser una milf voluptuosa, como las madres del vecindario. Señoras cuarentonas de grandes traseros y pechos generosos. Ni delgadas ni gordas, sino mujeres con cuerpos redondeados donde el peso extra se alojaba en sus muslos y caderas. Mi madre y sus amigas eran así: mujeres exuberantes, con traseros inmensos y senos que parecían escapar de sus blusas ajustadas. Yo me masturbaba fantaseando con ser una de ellas, usando su ropa, sus pantalones cortos, su lencería más atrevida. Imaginaba tener esos senos pesados, que rebotaban con cada paso, esa carne abundante que pedía ser tocada. Fantaseaba con caminar con ese contoneo natural, con sentir las miradas deseosas en mis caderas.


Pero no era suficiente imaginarlo. Conseguí un hechizo de posesión… pero primero tenía que ganarme la confianza de alguna de ellas. El hechizo requería un objeto personal de alguien, algo íntimo, algo que tuviera su esencia impregnada.


Había buenas opciones, pero ninguna me atraía tanto como la señora Nancy. Ella era la más hogareña, la más maternal. Y lo que más me enloquecía: La señora Nancy, 36 años, madre de dos hijas, ama de casa perfecta. era la más fértil. Sus caderas anchas y su vientre ligeramente redondeado delataban que había dado a luz dos veces, y yo quería sentir ese mismo peso en mi vientre. Quería ver mi reflejo con un vientre hinchado, repleto de vida, repleto de su vida.



Me acerqué a ella y su familia con pequeños favores cuando su marido no estaba. Primero, cortando su césped.

Luego, ayudándola con pequeñas reparaciones en la casa. Le sonreía dulcemente, tratando de parecer inofensivo, mientras mis ojos no podían evitar bajar a sus pechos colmados, a sus muslos firmes y gruesos.

Ella me agradecía con una sonrisa inocente, calida y maternal, sin sospechar que yo me imaginaba en su lugar, sonriéndole a un vecino joven mientras mi esposo trabajaba, sintiendo su mirada recorrer mi trasero enorme mientras me inclinaba a recoger un algo del suelo.

Justamente hoy

Ahora solo la observo desde su jardín... yo corto su césped, espiándola mientras se mueve con esa gracia natural por su casa.  Sus caderas amplias se bambolean mientras camina, y su trasero inmenso parece diseñado para atraer miradas. Sus pechos grandes, pesados, siempre envueltos en blusas ajustadas, se mueven con un vaivén hipnótico. Su cuerpo será mío.

Divagaba... fantaseaba estar en su lugar...


Cocinando en su cocina, rodeada de aromas a especias y guisos caseros, sintiendo el calor del horno mientras mis caderas amplias se movían de un lado a otro. Limpiando la casa, inclinándome para recoger los juguetes de sus hijas, sintiendo cómo mi trasero enorme sobresale en cada agachada. Lavando los platos, sintiendo el agua caliente correr por mis manos suaves, mientras mis pechos pesados cuelgan, bamboleándose ligeramente con cada movimiento.

Durmiendo en su cama, rodeado de sábanas suaves que huelen a su perfume, impregnando cada rincón de mi cuerpo. Despertando a media noche, con la urgencia de ir al baño, sintiendo el peso de mis pechos rebotar mientras camino descalza por el pasillo oscuro. Volver a la cama y encontrarme con el cuerpo de su esposo, sus manos grandes deslizándose bajo mi camisón, rodeando mis caderas anchas, sus labios encontrando los míos. Mis muslos se separan involuntariamente, deseando sentirlo más cerca, más profundo...

Salar con sus amigas... ser una de las " señoras del vecindario..hablaron  de cosas de mujer como las solia ver hablar por horas y horas, de recetas, tvnovelas y chisme...

Criando a sus hijas, viendo cómo me llaman mamá con esas vocecitas dulces, mientras mis senos pesados se aprietan contra la tela de mi blusa. Ayudándolas con los deberes, sentada en la mesa del comedor, sintiendo la presión del sostén sobre mi espalda, el peso constante de esos pechos inmensos. Luego, bañándolas, inclinándome sobre la bañera, sintiendo el agua salpicarme mientras mis muslos gruesos rozan el borde de la bañera. ¿Sería capaz de convertirme en ella? ¿Sería capaz de ser más ella de lo que ella misma era? Ser la ama de casa perfecta... ¡Sí, eso quería!


Y el sexo... ¿como mujer? Si cada orgasmo me acercara más a mi objetivo final: convertirme en Nancy por completo, hasta que nadie recordara quién era antes. Quiero sentir el peso de un bebé en mi vientre, las pataditas, el dolor del parto. Quiero que me miren y piensen: 'Ahí va Nancy, la perfecta esposa y madre'.


Si fuera ella... ¿estaría mal si me embarazara? ¿Qué se sentiría estar preñada? Sentir que me llenan una y otra vez hasta quedar redonda... mis senos definitivamente crecerían, pesados y turgentes, listos para amamantar. Quiero estar en la cocina, sintiendo el vientre abultado estirando la tela de mi vestido, sintiendo a un bebé moviéndose en mi interior. Quiero escuchar a las amigas de Nancy decirme lo hermosa que me veo embarazada, tocando mi barriga con envidia. Quiero verme reflejada en el espejo, con la piel estirada, los pezones oscuros y grandes, listos para alimentar a mi bebé.


La voz de la señora Nancy me sacó de mis pensamientos y me devolvió a la realidad.


La vi acercarse con una jarra de limonada y un vaso, con una sonrisa amable. 'Hey, chico, ¿qué tanto piensas?'


'Nada, señora... solo cosas de la escuela. Bueno, ya terminé con su césped.'


Pero entonces, sus palabras me hicieron detenerme: 'Tengo un problema más en el baño... una fuga.'


Era el momento perfecto. Me llevó al baño, señalando la fuga. Le dije que lo haría rápido, pero entonces lo vi: un par de calzones de encaje blanco, aún tibios por el calor de su cuerpo. Ese fue el día en que todo cambió. Había esperado por este momento.


Ese mismo día, encendí una vela negra y susurré las palabras del hechizo. Sentí un calor recorrerme, una oleada de vértigo, y cuando abrí los ojos, ya no era yo.


Era la señora Nancy.



Mis manos recorrieron mis nuevos senos enormes y ligeramente caídos. Eran pesados, densos, suaves. Los apreté, sintiendo cómo mis pezones endurecían bajo mis propias caricias. Entre mis muslos, sentí una humedad creciente. Metí mis dedos entre mis pliegues, ahora completamente expuestos y suaves, y me estremecí. Cuando un dedo entró en mí, una oleada de placer me recorrió el cuerpo. No era suficiente. Mi entrepierna clamaba por algo más grande, más grueso. Pronto, tenía tres dedos enterrados en mi interior, moviéndolos con desesperación hasta que un orgasmo me sacudió de pies a cabeza.


Jadeando, me fui al baño y me bañé con su jabón y su shampoo. Al salir, olía exactamente como ella. Me sequé con una de sus toallas, sintiendo la tela áspera contra mi piel suave y llena. Caminar desnuda por su habitación, mi habitación, me hacía sentir invencible. Cada paso hacía rebotar mis nuevas curvas, y me encantaba la sensación.


Abrí su cajón de ropa interior y saqué otro par de calzones negro de encaje. Al ponérmelos, la tela rozó mi entrepierna húmeda, ajustándose perfectamente a mi trasero enorme. 




Luego elegí un short blanco que apenas cubría mis nalgas, dejando ver el inicio de mis muslos carnosos. Miré los brasieres, pero decidí no usar ninguno. En su lugar, me puse una blusa verde que abrazaba mis curvas y permitía que mis pezones se marcaran a través de la tela.


Frente al espejo, me senté en el tocador y comencé a maquillarme. Al terminar, me puse unos aretes pequeños y me observé una vez más. Me vi perfecta. Me vi radiante. Me vi como ella.


Sonreí y susurré:


"Soy la señora Nancy, la devota ama de casa, la madre perfecta. Soy una mujer felizmente casada. Soy una mujer felizmente cansada. Soy una mujer felizmente casada. Me gusta salir con mis amigas. Me gusta salir con mis amigas. Me gusta salir con mis amigas. Amo a mi marido, amo a mis hijas... Y si mi esposo me lo pide, le daré mi cuerpo entero. Me empinaré para él, abriré mis piernas y dejaré que me tome como quiera. Le ofreceré mi trasero grande, mis senos pesados... le daré todo de mí, hasta que no quede duda de que soy suya, su esposa, su mujer."


La humedad en mis calzones aumentaba con cada palabra. Seis meses. Eso es lo que duraría el hechizo. Seis meses para vivir como ella. Para usar hasta la última prenda de su guardarropa. Seis meses para salir con las amigas de Nancy y al fin ser una de ellas. Salir a tomar café, a hablar sobre nuestros esposos, a reírnos de nuestras caderas anchas y nuestros senos caídos. Seré la mejor versión de ella. Seré más ella que ella misma.



Tenía todo el día para explorar este nuevo cuerpo... para conocer cada rincón, cada curva, cada pliegue. Sabía perfectamente la rutina de Nancy. Hoy era sábado. Su esposo estaba en la oficina, trabajando horas extras, y las niñas se habían quedado en casa de una de sus tías. La casa estaba en silencio, y cada habitación parecía llamarme, invitándome a descubrir lo que ahora me pertenecía.


Me dirigí al dormitorio principal, dejando que mis caderas se balancearan con cada paso, sintiendo el peso de mis nuevos senos rebotar suavemente bajo la tela de la blusa. Cerré la puerta tras de mí y me acerqué al espejo grande del armario.


Allí estaba yo, Me quité la blusa, dejándola caer al suelo, y los senos enormes quedaron libres, pesados y redondos. Los sostuve con ambas manos, apretándolos suavemente, sintiendo cómo la piel se estiraba entre mis dedos. Mis pezones  se endurecieron al contacto, enviando un escalofrío que bajó directo hasta mi entrepierna.


La humedad en mis calzones aumentaba con cada palabra.podria dejar el cuepo de ella ciando quisiera. Tenia tiempo suficiente para vivir como ella. Para usar hasta la última prenda de su guardarropa. para salir con las amigas de Nancy y al fin ser una de ellas. Salir a tomar café, a hablar sobre nuestros esposos, a reírnos de nuestras caderas anchas y nuestros senos caídos. Seré la mejor versión de ella. Seré más ella que ella misma.


Me acerqué más al espejo, admirando cómo mis caderas anchas se curvaban hacia afuera, formando un trasero redondeado y generoso que se estiraba contra los panties de encaje blanco. Giré sobre mis talones, observando cómo el encaje se hundía entre mis nalgas, cómo la tela marcaba cada pliegue, cada curva.


Me senté en la cama, separando las piernas. La humedad en mis panties era evidente. Deslicé los dedos por encima de la tela, sintiendo cómo mis labios se abrían bajo el roce, cómo el calor subía por todo mi cuerpo. Esto era mío ahora. Este cuerpo de mujer, estos senos grandes, estas caderas fértiles, este trasero inmenso... todo era mío.


Hoy, conocería cada centímetro del cuerpo de Nancy. Cada rincón, cada pliegue, cada secreto.


Pero lo que más me excitaba... lo que más me hacía temblar de deseo, era pensar en su esposo. O mejor dicho, en mi esposo. Dormir en su cama, sentir sus manos recorrerme, sentirlo llenarme una y otra vez hasta que no quedara duda de quién era la verdadera Nancy.


Recordé lo que el hechizo dedecíaque la conciencia suprimida de Nancyppdria manifestarce, sin embargo...un embarazo lo haría aún más efectivo el control de la posesión. Sonreí al pensar en ello. Si me llenaba lo suficiente, si me impregnaba una y otra vez, ¿qué pasaría? ¿Qué tan profundo podría hundirme en esta nueva vida hasta que no quedara nada del que fui antes?


Me mordí el labio, conteniendo el impulso que crecía entre mis muslos, y caminé hasta su cajón de ropa interior. Rebusqué entre bragas y sostenes hasta que algo me llamó la atención: un conjunto de lencería negra. Seda y encaje, provocativo y ajustado, el tipo de prenda que una esposa usaría para seducir a su marido.


Lo sostuve contra mi pecho, sintiendo el suave roce del encaje. Me imaginé a mí misma luciéndolo, esperando a que él llegara del trabajo, recostada en su cama, mi cama, con las piernas abiertas y el cuerpo listo para ser tomado.


Me lo llevé al baño, donde el espejo me devolvió la imagen de una mujer hambrienta. Me quité la ropa lentamente, deslizándola por mis caderas anchas, dejando al descubierto cada centímetro de piel nueva. Me coloqué el conjunto de lencería negra, sintiendo cómo el encaje se adhería a mi trasero redondeado y cómo el sostén levantaba mis senos pesados, exponiéndolos como una ofrenda.


Sonreí frente al espejo, acariciando mi vientre plano.

"Alguien va a quedar embarazada esta noche", susurré.

Solo quedaba esperar...







domingo, 11 de mayo de 2025


Abro los ojos y la habitación se siente extrañamente familiar, pero también desconocida. Hay fotos en las paredes de un hombre robusto y una mujer voluptuosa abrazados, sonriendo. Ella... soy yo.


Me siento en la cama y la sábana resbala por mis nuevos senos. Dos enormes globos redondos que rebotan ligeramente con cada movimiento, tan firmes y pesados que me recuerdan a pelotas de playa infladas al máximo. Mis manos tiemblan al deslizarse por mi piel suave, acariciando mi cintura estrecha y mis caderas anchas, amplias, diseñadas para... parir.


—¿Cómo llegué aquí? —susurro. Pero entonces, veo una pila de recibos en la mesa de noche. Todos a nombre de "Marta Ramírez". Mi nombre. Mi nombre es Marta... recuedo es nombre ¿o no?


Cierro los ojos y las imágenes se arremolinan en mi mente. Yo... era un chico normal. Un chico común y corriente. Pero alguien, algo, modificó mi cuerpo. Lo retorció, lo moldeó, lo transformó en esta figura femenina desbordante. ¿Pero quién? ¿Por qué?


—¡Mi pene! —jadeo al llevar una mano entre mis piernas. Pero ya no está. En su lugar, siento los labios suaves de una vagina caliente y húmeda, palpitando, sensible... como si me recordara constantemente que soy una mujer ahora.


Y entonces, una punzada. Un calambre. Me llevo la mano al vientre y lo siento abultado, tenso. Mi piel se estira, y debajo, siento un suave aleteo. Algo se mueve.


—No... no puede ser —digo mientras las lágrimas nublan mi visión. Estoy embarazada. Llevo una vida creciendo dentro de mí. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién soy realmente?


Los recuerdos siguen viniendo, fragmentados, confusos. Mi esposo. Mi esposo llega hoy. Y él espera que sea la esposa perfecta, que lo reciba con una sonrisa, que lo mime, que lo complazca... pero algo está mal. Empiezo a recordar una voz, oscura y burlona.


—No importa cuánto llores, Marta. Esa vida es tuya ahora. Nunca más serás él. Ahora eres ella. —La voz resuena en mi cabeza, como un eco perturbador. Es la voz de él, del hombre que me hizo esto. Un loco con una sonrisa torcida, un hombre obsesionado con convertir a otros en mujeres obedientes y complacientes. Y yo fui su último experimento.


Pero entonces, siento otra cosa. Un papel arrugado en el suelo. Lo levanto y leo: "Querida Marta, disfruta tu nueva vida. Haz feliz a tu esposo. Sé una buena esposa. O tal vez... podrías terminar igual que la última. —J."


Las palabras se clavan en mi mente como cuchillos. ¿La última? ¿Cuántas más han pasado por esto? ¿Y cuánto tiempo me queda antes de perderme completamente en esta identidad que me han impuesto?


—¿Quién soy...? —susurro, sintiendo cómo el vientre se mueve suavemente bajo mi mano.


Y la voz en mi cabeza responde, dulce y seductora: "Eres Marta, la esposa embarazada y amorosa. Eso es todo lo que necesitas recordar.



sábado, 10 de mayo de 2025

Tres nuevas vidas como MILFs…

 


Historia 1 – La esposa perfecta

Diego siempre había observado a doña Isabel, su vecina del 4B. Una mujer madura, voluptuosa, que siempre usaba vestidos ajustados y hablaba con una voz dulce que hacía estremecer a cualquiera. Nunca imaginó que un día despertaría en su cuerpo.



El primer indicio fue el peso en su pecho. Abrió los ojos lentamente, sintiendo un cosquilleo en los pezones mientras el aire fresco de la habitación acariciaba la piel desnuda. Cuando miró hacia abajo, sus manos temblorosas encontraron dos montañas suaves y pesadas que se movían al ritmo de su respiración. Al tocarse, un gemido bajo y femenino escapó de sus labios pintados de rosa. "¿Qué...?" se llevó una mano a la boca, sintiendo el esmalte de uñas rozar sus mejillas. Era Isabel.


Diego se levantó tambaleante, sintiendo cómo sus caderas oscilaban con cada paso, como si sus piernas hubieran sido reemplazadas por las de una diosa curvilínea. El camisón de seda se deslizaba sobre su trasero redondeado, marcando cada pliegue, cada curva. Se acercó al espejo del dormitorio y ahí estaba: Isabel, la mujer de 43 años con un rostro ligeramente maquillado, pestañas largas y unos labios carnosos que imploraban ser besados.


—Esto no puede estar pasando —murmuró, llevando las manos a sus nuevos senos, apretándolos suavemente, sintiendo el peso, la sensibilidad, el calor que emanaba de ellos. Una descarga eléctrica le recorrió la columna al rozar los pezones, ahora más grandes, oscuros y duros.


No tuvo mucho tiempo para procesarlo. La puerta del dormitorio se abrió y ahí estaba Raúl, el esposo de Isabel. Un hombre robusto, de manos grandes y mirada oscura que recorría el cuerpo de Diego sin sospechar lo que realmente estaba ocurriendo. Raúl se acercó con una sonrisa torcida, sus ojos clavados en las caderas anchas de su "esposa".


—¿Lista para empezar el día, cariño? —preguntó mientras sus manos fuertes se posaban en las caderas de Diego, acercándolo a su cuerpo musculoso. Diego quiso apartarse, pero el roce de aquellos dedos grandes contra su piel le arrancó un jadeo suave y femenino.


La primera vez que Raúl lo tomó fue en la cama matrimonial. Diego intentó resistirse, pero sus pezones se endurecieron ante el toque de aquellas manos ásperas. Sus labios, ahora suaves y carnosos, se abrieron para recibir los besos de Raúl, mientras sus piernas se enredaban alrededor de su cintura sin poder evitarlo. El olor a colonia masculina, el peso del cuerpo de Raúl sobre él, la forma en que sus caderas se movían contra su trasero redondeado, todo lo hacía sentir atrapado en un torbellino de placer y confusión.


Ahora, semanas después, Diego se ha convertido en Isabel en todos los sentidos. Cocina el desayuno cada mañana con un delantal ajustado que se ciñe a sus caderas, sintiendo las marcas de dedos que Raúl dejó en su carne la noche anterior. Sus pezones duelen contra la tela fina, aún sensibles por lo que sucedió en la cama.


Mientras remueve los huevos, siente una humedad entre sus piernas. "¿Esto es lo que Isabel sentía cada vez que Raúl la tocaba?" piensa, llevando una mano disimuladamente bajo el delantal, rozando sus muslos internos. Cierra los ojos, recordando los gemidos que escaparon de su boca mientras Raúl lo hacía suyo una vez más.


—Antes era Diego… —susurra, pasando la lengua por sus labios pintados, saboreando el leve rastro de pintalabios—. Pero ahora soy la señora del 4B. Y me encanta ser su esposa.


Historia 2 – La impostora que cayó



Luis siempre había caido mal a doña Gloria, la vecina solitaria del 2A. Era una mujer amargada, siempre espiando a los demás, criticando a todos y la cual lo habia delatado taveces por las travesuras que hacie en edificio. Y ahora… él es ella.



Lo primero que sintió al despertar fue el peso abrumador de sus senos. Grandes, flácidos, con pezones oscuros que rozaban contra la tela fina del camisón de Gloria. Cuando intentó levantarse, sus caderas amplias se balancearon pesadamente, y el trasero rebotó con cada paso. Sentía la piel más suelta, el vientre blando, y un dolor sordo en la parte baja de la espalda, como si el cuerpo de Gloria estuviera acostumbrado a cargar con ese peso a diario.


Se acercó al espejo del dormitorio y ahí estaba ella: el rostro de una mujer de 52 años, con ojeras pronunciadas, labios finos y un gesto perpetuo de amargura. Luis se llevó las manos al rostro, pero no pudo evitar mirarse fijamente. "¿Cómo puede alguien vivir así?" pensó mientras sus dedos recorrían el cuello delgado, la papada ligeramente colgante, los hombros redondeados por el paso del tiempo.


El día transcurrió en silencio. Nadie llamó a la puerta. Nadie se preocupó por ella. Luis se quedó sentado en el sofá, viendo la televisión sin prestar atención. Cada movimiento hacía que sus pechos se balancearan incómodamente, y cada vez que cruzaba las piernas, la carne de sus muslos se apretaba dolorosamente. La soledad era palpable. Era un silencio que le recordaba lo insignificante que era Gloria para los demás.


Hasta que apareció José.


Era un hombre robusto, con barba descuidada y una mirada hambrienta que se clavó en el cuerpo de Gloria desde el momento en que abrió la puerta. Traía una botella de vino barato y una sonrisa cargada de intenciones. Luis intentó rechazarlo, pero la forma en que José le acarició el brazo, deslizando sus dedos ásperos por la piel flácida, le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda.


—¿Quien eres? —preguntó Luis, pero su voz salió temblorosa, débil, femenina.


—Vamos, Gloria… reconciliemonos —José dio un paso hacia él, acorralándolo contra la pared. Sus manos firmes se posaron en las caderas anchas, apretándolas con fuerza. Luis jadeó, sintiendo cómo los pechos grandes se aplastaban contra el pecho masculino de José. Era un contacto abrumador, y a pesar de sus intentos por resistirse, su cuerpo traicionaba sus pensamientos. Los pezones se endurecieron contra la tela fina del camisón, y un calor húmedo comenzó a formarse entre sus piernas.


—Por favor, no… —murmuró, pero cuando José acercó sus labios al cuello de Gloria y comenzó a besarlo, un gemido involuntario escapó de su boca.


José lo tomó esa noche contra la pared, en la cama, sobre el sofá. Cada vez que Luis intentaba decir "no", su cuerpo reaccionaba con más deseo. Sus piernas se abrían solas, sus manos se aferraban a la espalda de José, sus labios temblaban al sentir cada embestida. Las palabras se ahogaban en gemidos femeninos, y cuando José  terminó, Luis quedó tumbado, sudoroso, con el camisón arrugado y las piernas aún temblando.


Ahora, cada noche, José vuelve a visitarlo. Luis espera esos golpes en la puerta con un nudo en el estómago y un calor entre las piernas que no puede controlar. Se arrodilla ante él, abre las piernas sin pensar, sintiendo cómo su cuerpo flácido y maduro se adapta cada vez más al papel de Gloria.


—No soy Gloria… —susurra para sí mismo mientras José lo penetra una vez más—. Pero cada vez que él me toma, me siento menos hombre y más mujer.




Historia 3 – La ironía de Matías


Matías nunca entendió por qué Virginia, la vecina del 3C, siempre parecía tan sumisa con su esposo. Ella era una mujer hermosa, con un cuerpo de infarto y un trasero perfecto, pero siempre la veía limpiando, cocinando, atendiendo al marido como una sirvienta.



Ahora, él es Virginia. Y lo primero que siente al despertar es el peso abrumador en su enorme pecho. Dos senos exageradamente grandes, algo caidos, que se mueven suavemente con cada respiración. Cuando intenta sentarse. Sus manos tiemblan al recorrer su piel, descubriendo cada curva, cada centímetro de feminidad que ahora posee.


—¿Virginia? —la voz grave de su esposo retumba desde la cocina, y Matías salta del susto. Al mirarse en el espejo, ve a una mujer con ojos grandes, labios carnosos y un cuerpo diseñado para el pecado. El camisón de seda apenas cubre sus senos, dejando sus pezones duros y visibles a través de la tela fina. Su trasero se ve enorme, redondeado, y cada paso hace que rebote contra la tela del camisón.


Entra a la cocina con las piernas temblorosas, sintiendo el roce de los muslos gruesos entre sí. Su esposo está sentado a la mesa, con los ojos clavados en sus caderas.


— Amor  las ñinas se fueron a  la escuela, ya sabes lo que significaba — él, sin levantar la vista del periódico.


Matías asiente, pero su voz suena temblorosa. Mientras toma asiento y se propone a desayunar, al momento de terminara entrdo en su papel de esposa, recoje los platos y los lleva al lababo

En eso siente las manos grandes y ásperas de su "esposo" rodearle la cintura, atrayéndolo hacia su regazo. El aliento caliente de él le acaricia la nuca, y Matías cierra los ojos, tratando de no estremecerse. Pero su cuerpo lo traiciona: los pezones se endurecen y un calor húmedo se forma entre sus piernas.


—Ven aquí, nena —le susurra él, tirando suavemente de su cadera.


Matías intenta resistirse, pero sus nuevas caderas se mueven con una suavidad y sensualidad que no puede controlar. El hombre lo gira bruscamente, haciéndolo inclinarse sobre la mesa. Los senos se aplastan contra la madera fría, y Matías gime involuntariamente al sentir la dureza del hombre rozándole las nalgas grandes y redondeadas.


—¿Ves? Sabía que te gustaba —dice él, deslizando una mano por debajo del vestido ajustado, acariciando la carne suave del trasero de Virginia. Matías se estremece, mordiéndose el labio para no gemir. Pero cuando la mano grande y áspera le aprieta la cadera y lo penetra sin piedad, todo pensamiento desaparece.


Ahora, Virginia prepara la cena cada noche, sintiendo cómo su trasero grande y redondeado rebota con cada movimiento, los senos pesados balanceándose bajo los vestidos ajustados que su "esposo" le hace usar. Limpia la casa con la espalda arqueada, sabiendo que los ojos de él la siguen de cerca, esperando el momento de tomarla de nuevo.


Y cada vez que él llega del trabajo, Matías siente el nudo en el estómago, sabiendo lo que vendrá. Se arrodilla frente a él, abre los labios carnosos y lo toma en la boca, sintiendo el sabor salado y masculino llenar su boca.


—Antes era Matías… —susurra mientras lame sus labios manchados de semen, mirando a su "esposo" con ojos vidriosos—. Pero ahora soy Virginia, su mujercita obediente. Y cada vez que me penetra, sé que nunca volveré a ser el mismo.