🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

jueves, 19 de junio de 2025

Cómo me convertí en la esposa tetona del conserje de la empresa de mi padre


Todo comenzó con un secuestro.


Yo era un chico joven, arrogante, insoportable. Hijo único de un magnate multimillonario. Vivía entre lujos, autos deportivos, ropa de diseñador, sirvientes que bajaban la mirada cuando yo pasaba. Me creía superior. Intocable. Solía burlarme de todos. Especialmente de él: el conserje.


Un hombre tosco, maduro, callado, de expresión dura y manos grandes, ajadas. Su ropa era siempre la misma: un uniforme gris, manchado por el trabajo. Caminaba con pasos pesados, como si el mundo le debiera algo. Nunca respondía mis insultos. Solo me miraba. Silencioso. Frío. Como esperando el momento.


Y lo esperó.


Una noche, simplemente desaparecí. Sin rastro. Sin rescate.


Desperté en una habitación desconocida, pequeña, sin ventanas, con paredes beige y olor a detergente barato. Estaba atado de pies y manos. El cabello, que antes llevaba perfectamente estilizado, colgaba en mechones irregulares. En un rincón, mi ropa de diseñador… hecha jirones. Frente a mí, él. Con los brazos cruzados. Observándome como si fuera un mueble roto que debía restaurar.


—Te creías especial por ser bonito, por ser rico… —dijo sin emoción—. Pero ahora vas a servir de verdad. Como mujer.


Me reí, nervioso. Pensé que era un castigo exagerado, una venganza laboral distorsionada. Pero entonces trajo un vestido. Corto, ceñido, con estampados vulgares y una cremallera que se atascaba. Lo arrojó a mis pies como si ya no me considerara humano, sino algo que debía vestir.


—Póntelo. Ahora.


Después vinieron los tacones. Altos, rojos, imposibles. Me obligó a caminar, tropezar, caer, y volver a intentarlo. Todo mientras sostenía una bandeja con el desayuno que debía preparar. Me enseñaba a cocinar con los movimientos suaves de una ama de casa obediente, a mover las caderas, a mantener la espalda recta, a inclinarme con gracia.


—No quiero una mujercita amargada —decía—. Sonríe. O empezamos de nuevo.


Pasaba horas frente al espejo, con los labios pintados, el rubor mal difuminado, repitiendo frases absurdas mientras él observaba desde el umbral de la puerta:


—Soy tu mujercita.

—Estoy aquí para servir.

—Te pertenezco.


Me corregía la postura, el tono de voz, incluso cómo sostenía una taza. Me obligaba a practicar la forma de sentarme con las piernas cruzadas, de caminar como “una dama”, de usar un sostén aunque no tuviera nada que sostener… todavía.


Porque, sin que lo supiera en un principio, estaba manipulando algo más.

Las primeras semanas fueron un in

fierno. Lloraba en el baño, abrazada a mis piernas completamente depiladas, las pestañas postizas pegajosas, los labios manchados de carmín barato. Pero él nunca preguntaba si estaba bien. Solo dejaba una nueva prenda sobre la cama. O un nuevo frasco de hormonas. O una orden más.

Semanas después, mi cuerpo empezó a cambiar. Mis pectorales se inflamaban lentamente, volviéndose redondeados, sensibles al tacto. Mis caderas se ensanchaban, mi cintura comenzó a afinarse. Mi piel se volvió más suave, más clara. Mi trasero… crecía. Lentamente, de forma antinatural, como inflado desde dentro. Cada día me costaba más encajar en la ropa. La ropa femenina.


Una mañana me encontró frente al espejo, tocándome el pecho incipiente con miedo. Me miró con satisfacción:


—Te gusta lo que ves, ¿verdad? Te estoy convirtiendo justo en lo que necesitas ser: una mujer con un trasero envidiable y unas tetas que hablen por sí solas. Como debe ser.


Y lo peor es que, en el fondo, yo ya no sabía si lo odiaba… o si solo me odiaba a mí.




—Vas a aprender lo que es ser útil —decía. Y cada vez que lo decía, me dolía menos.


Y aprendí.


Aprendí a cocinar con un delantal rosado atado a la cintura, con los pechos apretados bajo un sostén relleno que cada día necesitaba menos relleno. A limpiar el piso en ropa interior mientras él leía el periódico. A usar pelucas rubias rizadas, con pinzas dolorosas. A pintarme las uñas mientras el arroz hervía. A estar lista cuando él volvía, maquillada, vestida, sumisa.


Me asignó un nuevo nombre. Uno cursi, ridículo. Al principio me negué a responder. Pero con el tiempo entendí que si no lo hacía… no existía. Era como si no pudiera hablar sin ese nombre. Hasta que una tarde, por reflejo, cuando él lo gritó desde el otro cuarto, respondí:


—¿Sí?


Y me estremecí.


A partir de ahí, todo fue más fácil. O más automático. Dejé de resistirme. Comencé a preocuparme por si el labial combinaba con la blusa. A sentir ansiedad si el rímel se corría. Dejé de pensar en escapar. Dejé de pensar.


Me convertí en lo que él había imaginado. Una esposa trofeo desechable, una muñeca de carne sin historia, sin carácter, diseñada para agradar, servir y estar bonita. Una caricatura doméstica con tetas descomunales, un trasero obsceno, y una mente vacía… pero en paz.


Y lo peor es que ya no me molestaba.



Cuando la policía me encontró meses después, pensaron que me habían salvado. Mis padres lloraban de alivio. Me llevaron a casa, me ofrecieron tratamientos, psicólogos, todo.


Pero yo ya no era su hijo.


Cuando me preguntaron si quería presentar cargos, me limité a mirarlos con una serenidad que antes no poseía. Llevaba un vestido simple, pero femenino. El cabello recogido, la voz modulada. Ya no temblaba. Ya no suplicaba.


—No —respondí, sin titubear—. Él no me secuestró… solo me ayudó a descubrir quién soy realmente.


Y esa fue la última vez que volví a hablar de mi pasado como algo ajeno.


Con el dinero de mi herencia, hice todo irreversible.


Pasé por quirófano una y otra vez: aumento de senos hasta donde la piel lo permitiera, glúteos tan grandes y redondos que hacían que cada paso se notara. Hormonas, cirugía de voz, feminización facial completa. Incluso la forma en que caminaba o reía estaba reconstruida.


Legalmente, mi antiguo yo ya no existía. Nombre, sexo, historial médico: todo había sido purgado. El espejo me devolvía la imagen de una mujer hecha para complacer y ser exhibida. Una figura grotescamente voluptuosa, con caderas que exigían atención, con un escote que parecía un arma. Justo como él siempre dijo que debía ser.


Un día, sin anunciarme, regresé a su casa.


Llevaba un abrigo largo de lana clara. Maquillaje impecable, labios carnosos pintados de rosa brillante, uñas largas esculpidas con precisión exagerada. Debajo del abrigo: un vestido ajustadísimo, sin sostén, medias de encaje sujetadas por ligueros invisibles, y un cuerpo transformado, voluptuoso, imposible de ignorar.


Toqué la puerta.



Él abrió y me observó con calma. No parecía sorprendido. Solo asintió, como quien reconoce una obra terminada.


—¿Viniste a quedarte? —preguntó, sin emoción.


—Sí —respondí, bajando un poco la mirada, con la voz dulce—. Ya no tengo a dónde ir. Solo tengo un rol que cumplir.


Desde entonces, soy su mujer.


No su amante. No su compañera. Su mujer.


Le cocino, le plancho, limpio cada rincón como si su juicio fuera divino. Me levanto antes que él para maquillarme, para perfumarme, para asegurarme de que vea lo que creó y sepa que estoy exactamente donde debo estar. Me arreglo solo para él, aunque nadie más me vea.

hay afecto.  hay caricias dulces. Mi rutina, silencio… y su voluntad. Me basta una mirada suya para saber qué hacer. Y yo obedezco, con una sonrisa suave, con las manos juntas sobre el regazo, como una esposa bien entrenada.



Lo complazco como debe hacerlo una verdadera mujer.

Sin pedir nada. Sin dudar.

Sea con la boca, delicada y pintada, envuelta en obediencia…

O con el cuerpo que él moldeó para su placer: un busto que rebota con cada movimiento, un trasero exagerado que tiembla al ritmo que él impone, y un sexo artificial pero húmedo y receptivo que aprendió a recibirlo como si hubiera nacido para eso.


Cada noche me pongo la.lemceria quena el le encata, exageradamente femenino, me acomodo entre las sábanas perfumadas… y espero. No por placer. No por amor. Sino porque ahora entiendo mi lugar.



Porque ya no soy un chico arrogante con un ego inflado.


Soy una mujer fabricada, domesticada, una ama de casa moldeada por la disciplina… y, en el fondo, por una aceptación más profunda de lo que jamás imaginé.


Mis padres me buscaron una vez más.


Me encontraron en la puerta del supermercado, llevando bolsas con cuidado, con el cabello negro brillante suelto, labios rellenos, escote prominente, caderas enormes bajo un conjunto de punto ajustado. Al principio no me reconocieron. Pero al oír mi voz —femenina, suave, pausada— lo entendieron todo.


—No soy su hijo —les dije, con una sonrisa dócil, los ojos vidriosos—. Soy la esposa del hombre que ustedes odian.


Y por primera vez, no dijeron nada.

Solo bajaron la mirada... y se marcharon.

Y yo, por dentro, sonreí.

domingo, 15 de junio de 2025

Lo que nadie debe saber



—No entiendo por qué tuve que cambiar así —digo sin mirar a nadie, mientras revuelvo el té con movimientos lentos y delicados.

Mi madre asiente, nerviosa. Mi hermana me sonríe con pena. Mi padre ni siquiera levanta la vista del periódico.


Estoy sentada a la mesa del desayuno, cruzando las piernas como si llevara años haciéndolo. Mi blusa de seda marfil se ajusta al contorno de mis pechos generosos, y la falda lápiz color vino abraza mis caderas con una naturalidad que ya no me atrevo a cuestionar. Mis uñas están pintadas de un rosa opaco y elegante. Mis labios, perfectamente delineados, se curvan apenas en una mueca de disgusto ensayado.


—Esto no es lo que soy. No quiero esta vida —añado, como si las palabras aún tuvieran fuerza.


La verdad es que ya no lo sé.


Yo era Mateo. Veinticinco años. Delgado, inseguro, invisible. Un tipo más.

Pero ahora… todos me conocen como Verónica.

Cuarenta y tres según los documentos. Viuda distinguida. Dama recatada. Dueña de una presencia que gira cabezas.


El cambio fue radical. Nadie me reconocería como el chico tímido que solía esconderse detrás de una sudadera con capucha. Ahora uso perfume con notas de vainilla y ámbar. Me maquillo cada mañana, aplico base, rubor, máscara de pestañas. Aprendí a andar en tacones de aguja como si fuera parte de mi ADN.


—No me siento cómoda —les digo. Pero mis manos traicionan mi discurso mientras acaricio el borde de mi copa de vino, con esos movimientos suaves y femeninos que ya me salen solos.


Fingir lo odio se ha vuelto parte de mi rutina.


Pero cuando todos se van.

Cuando se apaga el bullicio de la casa y la noche me envuelve…

Dejo de mentir.


Me encierro en mi habitación, enciendo la lámpara cálida del tocador y me observo.

Me quito la ropa lentamente, como en un ritual. Saco del cajón el conjunto de lencería negra de encaje que compré en secreto. Me lo pongo con un estremecimiento, sintiendo el roce eléctrico del encaje contra mi piel suave, depilada, perfumada.


Me miro al espejo. Me toco.

Deslizo las manos por mi abdomen plano, por la curva nueva de mis caderas, por el peso delicioso de mis pechos.

Mis dedos se demoran. Mis labios se entreabren.


Fantaseo.

Con una voz masculina ronca que me llama "preciosa".

Con unas manos grandes que me agarran la cintura y me obligan a arquear la espalda.

Con unos labios calientes que me susurran promesas sucias al oído.

Con ser tomada. Rota. Amada.

Como mujer.


Me da miedo admitir lo que siento.

Me excita. Me devora por dentro.

Me derrito cada noche entre las sábanas, mordiendo la almohada para no gemir fuerte.

Y cuando termino… siempre lloro un poco. No de tristeza.

De alivio.


Porque sé que ya no hay vuelta atrás.


El chico que era, Mateo, está lejos.

Ahora hay una señora en su lugar. Una mujer madura, deseada, disciplinada… que sonríe por fuera y arde por dentro.


Sigo fingiendo ante mi familia.

Sigo diciendo que lo odio.

Pero cada vez me visto con más esmero.

Cada vez mi ropa interior es más atrevida.

Cada vez sueño con que alguien… me haga suya.


¿Por cuánto tiempo más podré fingir que no lo deseo?

Porque yo…?




sábado, 14 de junio de 2025

Mis senos no paran de crecer



En mi familia, nunca fuimos de senos grandes. Mi madre, por ejemplo, toda la vida fue una copa B modesta, apenas lo justo para llenar un sostén sin relleno. Mis hermanas, Carla y Jimena, eran aún más planas: Carla siempre se quejaba de no llenar ni una copa A sin ayuda del push-up, y Jimena… bueno, ella directamente usaba tops deportivos hasta para salir. Siempre bromeaban con que en esta casa los sujetadores eran más decoración que necesidad. Así que cuando mi cuerpo empezó a cambiar, nadie —incluyéndome a mí— esperaba lo que estaba por venir.


Empezó sutilmente: mis caderas se ensancharon, mi cintura se afinó, y mi mandíbula se suavizó. Pero luego, las transformaciones se hicieron más drásticas. Mi piel, antes pálida y pecosa, empezó a oscurecerse, adquiriendo un tono cálido y mantecoso, como caramelo al sol. Un día me miré al espejo y noté que ya no era el chico pálido y flacucho que había sido toda mi vida. Me estaba convirtiendo en alguien con una tez rica, vibrante, como si mi ascendencia latina hubiera despertado de golpe.


Mi cabello siguió el mismo camino: más grueso, más oscuro, más brillante. Caía en ondas vivas por mi espalda, llenando mi silueta de una feminidad que me resultaba tan ajena como irresistible. Mis ojos se volvieron más expresivos, casi felinos; mis labios se engrosaron con un volumen que parecía pedir besos. Me estaba volviendo… deseable. Y jodidamente bella.


Después de varias semanas adaptándome, sentía que por fin podía respirar. Ropa nueva, maquillaje, técnicas para caminar sin parecer torpe, formas de contener —o destacar— mi nuevo cuerpo. Y entonces, justo cuando pensaba que los cambios habían terminado… llegó la gran sorpresa.


lo más impactante, sin duda, fueron mis senos.


Todo empezó con una sensibilidad extraña en el pecho. Al principio, un cosquilleo leve, como cuando uno entra en calor. Luego, una hinchazón casi imperceptible, como si el tejido se inflara tímidamente. Copa AA, tal vez. Una semana después, ya necesitaba una copa A. Nada exagerado, pero el cambio era real.


Pasé casi diez días en esa talla. Mis senos seguían firmes, pequeños, pero con una redondez nueva que no estaba allí antes. No lo tomé como algo alarmante. Solo un detalle más del proceso, pensé. Luego vino la copa B. Y con ella, la sorpresa: tenía exactamente el mismo tamaño que mamá.


Por primera vez me sentí “normal” dentro de lo anormal. Me reí al verme al espejo: por fin algo familiar. Algo que encajaba dentro del árbol genealógico. Pensé que ahí se detendría. Me sentí tranquila. Incluso Carla me dio un par de sujetadores suyos antiguos, y Jimena me prestó unas blusas ajustadas que me quedaban casi perfectas. Nos reímos, hicimos bromas… por un momento, me sentí parte del clan femenino.


Pero esa calma fue breve.


Una semana después, la copa B ya apretaba. Muy pronto me encontré en una copa C, y los sujetadores de Carla ya no me servían. Empezaban a quedarme pequeños, incómodos. Mis senos se notaban bajo cualquier blusa, redondos, empujando el escote sin que yo hiciera nada. La ropa me empezaba a traicionar.


Mis hermanas estaban intrigadas. Jimena, al verme probarse un top, murmuró: “Eso antes me quedaba flojo…” Carla, mientras me ajustaba uno de sus sujetadores con aros, comentó en voz baja: “¡Pero si ni mamá tuvo tanto nunca!”


Y no se equivocaba.


Pasé a una D. Ya no era gracioso. Era escandaloso. Tenía que ir de nuevo de compras. Los sostenes de tienda básica no me servían, y los de talla grande me resultaban incómodos al principio, como si aún no aceptara lo que pasaba.


Y entonces llegó esta mañana.



Desperté con una sensación de presión en el pecho. Literal. Como si dos bolsas de arena se hubieran adherido a mí. Al sentarme en la cama, sentí el movimiento: pesados, llenos, casi desbordando la camiseta con la que dormí. Me la quité, caminé hasta el espejo… y solté una carcajada incrédula.


Claramente copa F. Tal vez más.



Dos globos perfectamente moldeados, redondos, altos, con una caída suave y provocadora. Cada pezón, más oscuro, más ancho, más sensible, sobresalía como una invitación. Como si mi cuerpo supiera que debía ser sensual, atrevido… imposible de ignorar.


Busqué uno de los nuevos sostenes, uno de copa D reforzada que apenas me había durado una semana. No entraba. Las copas no llegaban ni a cubrir la mitad de cada seno, y la banda no cerraba. Me senté en la cama, sujetándolos con ambas manos. Su peso era delicioso. Sentía la piel tensa, viva, vibrando bajo mis dedos. Era imposible ignorarlos. Y, para mi sorpresa, no quería hacerlo.


Por supuesto, con estas curvas también venían desafíos. Nada me quedaba. Tenía que empezar a pensar en prendas de soporte real: sujetadores con aros, tops con doble forro, blusas que jugaran con el escote sin parecer tiendas de campaña. Todo un nuevo guardarropa. Otra maratón de compras, sí… pero esta vez, sabía que iba a tener toda la atención sobre mí. Dependientas, hermanas, desconocidos… todos con los ojos fijos en lo mismo.


Lo irónico es que, de chico, siempre me fascinaron los pechos grandes. Me parecían lo más sexy del cuerpo femenino. Los deseaba, los adoraba en silencio. Y ahora… los tenía. Míos. Eran parte de mí. Pesaban, se movían conmigo, reaccionaban al frío, a las caricias, al roce de la ropa. Se alzaban sobre mi torso como un recordatorio constante de lo que me había convertido.


Y no podía dejar de tocarlos.


A veces lo hacía solo por curiosidad: para sentir el rebote, la firmeza, la temperatura de la piel. Otras veces, por puro placer. Me perdía en ellos, en cómo vibraban con cada movimiento, en cómo respondían a cada roce. Era extraño… y excitante. Casi adictivo.



Cada noche, al desnudarme, los observaba. Tan ajenos a la lógica. Tan sensuales. Tan reales. Este cuerpo mío se había convertido en una obra maestra, y yo… en su espectadora más devota.

blusa  ajustada, escote con caída estratégica. Mi figura era de revista. Y mi sonrisa… la de alguien que ya sabe el efecto que causa.



Este cuerpo no tiene límites...

viernes, 13 de junio de 2025

Me encanta ser una zorra así.





Ahora mismo, una verga gruesa se hunde en mi coño ardiente, palpitante, mientras otra juguetea con la entrada de mi culo, estirando con paciencia y presión cada anillo apretado. Estoy jadeando, temblando, con el cuerpo sostenido por dos hombres calientes, fuertes, masculinos… y no podría estar más viva.


¿Te sorprende? A mí también.

Era uno más: común, reprimido, atrapado en una rutina gris. Nunca supe lo que era ser deseado… hasta que encontré ese body.


Negro. Brillante. Ajustado como una segunda piel. Las transparencias justas para despertar cualquier instinto. Lo compré una madrugada, solo, desde la cama, con el corazón latiendo entre el morbo y la vergüenza.


Pensé que sería solo una prenda más, una fantasía privada. Pero en cuanto lo deslicé por mis piernas y lo subí por mi cuerpo, todo cambió.


Mi piel se encendió, como si miles de dedos invisibles acariciaran cada rincón. Una presión creciente en el pecho fue seguida por una expansión súbita: mis senos comenzaron a hincharse, redondos, firmes, pesados. Mis pezones se marcaron bajo la tela, sensibles a cada roce.


Un cosquilleo bajó por mi vientre. Mis genitales comenzaron a contraerse, a comprimirse, como si una boca húmeda los succionara lenta y deliciosamente. No dolía. Al contrario. Era como si estuviera siendo reescrito desde dentro, con cada fibra de placer. Grité. Me corrí. Y cuando todo se asentó, sentí algo nuevo… una apertura, un vacío húmedo y latente.


Un coño. Mi coño.


Me miré al espejo y ya no estaba él.

Estaba yo.

Una mujer , de curvas rotundas, cintura estrecha, labios carnosos y mirada hambrienta. Una perra. Una puta.

Y para mi sorpresa… me encantó.


Mis dedos se deslizaron entre mis piernas. Me toqué con ansias. Me descubrí como si fuera la primera vez. Me vine de nuevo, gritando un nombre que no conocía pero que ahora era mío: Sofía.


Desde entonces no he podido dejar de usar el body.

Lo necesito. Me llama cada noche. Me convierte en lo que realmente soy… o en lo que siempre quise ser. No estoy segura ya.


Esta noche no fue la excepción.


Salí con un vestido corto, apenas un trozo de tela que dejaba ver más de lo que cubría. Tacones altos que me hacían caminar como una puta. Y, por supuesto, sin bragas.

En el bar bastó una sonrisa y una mirada para atraerlos. Dos hombres, diferentes pero iguales: deseosos. No hicieron preguntas. Me invitaron a su departamento. Yo asentí, lamiéndome los labios como una perra en celo.


Ahora uno de ellos me tiene sujeta por las muñecas, empujando con fuerza en mi coño mientras jadeo sin vergüenza. El otro escupe sobre mi trasero y comienza a empujar, poco a poco, haciéndome arquear la espalda.


—Estás jodidamente apretada —gime uno.

—Tu culito es perfecto —gruñe el otro, entrando cada vez más hondo.


Me pregunto qué dirían estos tipos si descubrieran que hace unas horas era un tipo como ellos.


Pero no lo harán. No importa. Porque ahora soy suya.

Siento sus vergas llenándome, estirándome, frotando lugares que no sabía que podían dar placer. Me vengo una vez, después otra. Ellos siguen. Y yo no quiero que se detengan.


Soy su juguete. Su puta doblemente penetrada. Y lo amo.


En algún rincón de mi cabeza me pregunto:

¿En qué clase de mujer me estoy convirtiendo?


Pero esa duda se ahoga entre los gemidos, la piel contra la piel, la humedad, el sonido de cuerpos chocando. Porque la parte de mí que más manda —la más caliente, la más entregada— solo quiere más.


Y mientras mi coño se contrae apretando esa verga, y mi culo late acomodándose a la otra, solo puedo pensar en una cosa:


Mañana volveré a ponerme el body.

Mañana volveré a ser ella.

Y quizás esta vez…

no me lo quite nunca.




domingo, 8 de junio de 2025

Mi Segunda Pubertad: Confesiones de una Puta 🌺


Mi vida cambió por completo el día que cumplí veinte años.


Hasta entonces, había sido un chico más del montón. Invisible. Torpe. Callado. Como si mi existencia apenas dejara huella.


Pero todo eso quedó atrás cuando mi cuerpo decidió despertar… en una dirección completamente distinta.


No fue una fantasía.

No fue un deseo reprimido.

Fue real. Físico. Irrefutable.


Una segunda pubertad.

Solo que esta vez, no me estaba convirtiendo en hombre.

Todo lo contrario.


Al principio fueron cambios sutiles:


El vello desapareciendo como si se esfumara.

Mi piel se volvía más suave, como si cada poro se afinara con mimo.

Los pezones comenzaron a inflamarse, volviéndose sensibles, vivos.


Y luego, más.


Mis caderas se ensancharon, con una suavidad lenta pero implacable.

Mi cintura se afinó hasta parecer esculpida.

Mis mejillas adoptaron un rubor natural, como si estuviera perpetuamente excitada o avergonzada.

Y mi voz…

Más suave, más dulce, con una dulzura que parecía empapada de coquetería.


Pero nada, absolutamente nada, me preparó para lo que siguió.

Mi pene  desapareció... en su lugar una emdidura que Empeso a lubricar.


Sí. De verdad.

Ahí abajo.

Sin intervención, sin fantasías. Solo… sucedía.

Como si mi cuerpo dijera: ya estás lista.


Y entonces mi mente cambió también.


Ya no pensaba como antes.

Ahora mis pensamientos eran más… sensuales. Más atrevidos.

Me descubrí deseando miradas, caricias, dominación.

Miraba los cuerpos masculinos con hambre.

Quería ser tocada, tomada, adorada… poseída.


Y cuando me vi desnuda frente al espejo… por poco caigo de rodillas.



Tenía una figura delgada y delicada, de curvas suaves, con un aire angelical que contrastaba con la lujuria en mis ojos.

Mi piel era pálida, casi luminosa, como porcelana caliente.

El cabello, ahora largo, cayendo en ondas doradas sobre mis hombros. Un rubio claro, como miel con sol.

Los pechos pequeños pero firmes, redondos y bien formados.

La cintura angosta, las piernas largas, el rostro de muñeca: labios rosados, nariz respingada, ojos grandes y húmedos.


Ya no era yo.

Era una chica.

Una belleza joven, con cuerpo de fantasía y mirada traviesa.


Y en casa, todo cambió.

Papá empezó a tratarme como su nena.

El orgullo de la familia.

La única hija entre los hermanos.

Mamá me llevó a comprar mi primer brasier,

me habló del ciclo, del cuidado íntimo,

y me entregó su antigua caja de lencería.

Encajes, sedas, tangas...

Y yo, en secreto, me los probaba en el espejo,

tocándome, humedeciéndome solo de verme.


Tuve mi propia habitación,

con paredes lilas, espejo de cuerpo entero,

y un cajón lleno de premdas que…

no tardé en aprender a usar.



Pero esa transformación tenía un precio:

las exigencias de ser mujer.

Maquillarme. Caminar con elegancia.

Cruzar las piernas. Ser recatada.


O fingirlo, al menos…


Porque por dentro, ardía.


Mi cuerpo no solo quería amor…

quería ser follado.

Mi clítoris latía como loco al menor roce.

Comencé a masturbarme todos los días,

a veces tres veces seguidas.

Mis dedos no eran suficientes.

Necesitaba más. Más grande. Más profundo.


Así fue como descubrí lo que realmente deseaba.


Las BBC.

Grandes. Negras. Venosas.

Hombres que sabían lo que hacían.

Dominantes. Incontenibles.


La primera vez que estuve con uno,

apenas vi su miembro…

me arrodillé sin pensarlo.

La besé, la chupé, la adoré.

Sentí que nací para eso.



Me destruyó la garganta.

Me hizo tragar cada gota.

Y yo le rogué por más.


Desde entonces… no pude parar.


Me vuelven adicta.

Las necesito en mi boca,

entre mis piernas,

en mi culo.

No me niego a nada.


Soy una perra obediente para ellos.

Me corren por dentro, me rellenan,

me usan, me graban, me comparten…







Y me encanta.

Lo necesito.


Mi segunda pubertad no solo me convirtió en mujer.

Me convirtió en puta.

Y no me arrepiento ni por un segundo.


Porque no hay placer más grande

que sentir una BBC rebotando dentro de mí,

mientras mis uñas se clavan en las sábanas,

y grito como la zorra que siempre estuve destinada a ser.


sábado, 7 de junio de 2025

Siempre la hermana



Antes tenía un hermano.

Se llamaba Leo.

Era brusco, torpe y a veces un idiota… pero era mi hermano mayor. Siempre estaba ahí, protegiéndome a su manera, con burlas, empujones y ese cariño incómodo que solo los hermanos entienden.


Y luego sucedió.


Mamá encontró un libro raro en el desván. Leo dijo que eran “tonterías ocultistas”, se burló como siempre. Pero esa noche lo vi leer en voz baja, tocar las páginas como si algo lo llamara.

A la mañana siguiente, Leo ya no estaba.

En su cama, sólo había sábanas rosas y ropa delicada.

Y sentada en el borde de la ventana, con el sol acariciando su largo cabello rojo, estaba ella:


Verónica.

Mi nueva hermana mayor.

La primera vez que me habló, su voz era tan suave, tan dulce, que por un instante… olvidé cómo respirar.


— “Ya despertaste, dormilón… Hoy es un nuevo día para nosotros.”


Su sonrisa era cálida, sus ojos brillaban con ternura. Pero todo en ella se sentía extrañamente nuevo, demasiado perfecto.

Confundido, le pregunté por Leo.


Ella me miró con dulzura… y una ligera confusión. Como si el nombre no significara nada.


Y luego sonrió.

Una sonrisa que no dejaba espacio para preguntas.


Todos la conocen.

Mamá, los vecinos, los maestros… Para ellos, Verónica siempre ha estado allí.

Nadie recuerda a Leo.


Solo yo.

Solo yo siento ese hueco invisible en el aire, el eco de una presencia que ya no existe.

Solo yo noto el vacío detrás de esa sonrisa perfecta.


Y sin embargo… Verónica no está fingiendo.


No miente. No juega a ser otra.

Ella cree que siempre ha sido mi hermana mayor. Cree que nació para cuidarme, para amarme, para estar a mi lado.

No hay duda en su mirada, ni rastro de confusión en sus gestos.


Y eso…

Eso la hace aún más inquietante.


Verónica es todo lo opuesto a Leo: atenta, cariñosa, pegajosa, obsesiva.


Se sienta a mi lado y se apoya en mí, como si no quisiera separarse nunca.

Me acaricia el cabello con una ternura tan intensa que me estremezco.

Me abraza fuerte por la espalda en la cocina. Me prepara el desayuno todas las mañanas, me elige la ropa, me llama “mi pequeño niño”.

Y cuando alguien me habla con demasiada confianza, su sonrisa se tensa apenas un segundo.

Sus ataques de amor son constantes.

Me sorprende cuando menos lo espero: salta sobre mí, me abraza fuerte, me acorrala y me llena la cara de besos dulces y húmedos, sin parar.

Frente, mejillas, nariz, hasta detrás de las orejas.

Me deja pegajoso con su brillo de labios y luego me mira con orgullo, como si yo fuera su juguete más preciado.


Cada mañana, la casa huele a pan recién horneado y huevos con mantequilla.



Ella prepara el desayuno y me espera con una sonrisa que no admite un “no”.

— “¿No sabes que me preocupo por ti más que nadie?”, me dice, y me sienta en sus piernas para alimentarme con la cuchara, como a un niño pequeño.


Su mirada tiene una devoción inquietante, como si amarme fuera su misión sagrada.

Como si el hechizo no sólo la hubiera cambiado a ella, sino que le hubiera dado un propósito: cuidarme, protegerme, hacerme feliz.


Y yo…

Yo debería resistirme, recordarle quién era.

Pero cada día me cuesta más.

A veces, mientras vemos una película, Verónica simplemente me toma de la mano, me guía con suavidad, y sin decir una palabra… me acomoda sobre sus muslos.


Me recuesto ahí, en silencio, como si lo hubiera hecho toda la vida.


Sus manos me acarician el cabello con infinita paciencia, y luego—con una ternura casi obsesiva—comienza a limpiarme las orejas.

Lo hace con una delicadeza que me deja sin aliento, como si cada pequeño gesto fuera sagrado.


Sus muslos son cálidos. Suaves. Envolventes.

Un refugio tibio del que no quiero salir.


Y yo… no me muevo.


Porque hay algo en ese contacto.

En ese tono maternal, tan dulce y a la vez tan posesivo…

...que me paraliza y me consuela al mismo tiempo.


Por las noches ya no duermo solo.


Al principio, sentía su sombra cruzando la puerta, descalza y envuelta en su bata.

Sentía cómo se sentaba al borde de la cama y acariciaba mi cabello, silenciosa y suave.


Luego, empezó a meterse bajo las sábanas conmigo.


No pide permiso. Entra y se acomoda como si siempre hubiera dormido a mi lado.

A veces me abraza por la espalda, otras me jala para que recueste la cabeza en su pecho


Así me quedo, inmóvil, sintiendo sus dedos recorrer mi cabello, jugar con mis orejas, acariciar mi frente.


> — “Tranquilo, pequeño,” me susurra.

— “Yo te cuido.”

— “Siempre te voy a cuidar…”


A veces canta en voz baja, otras veces solo respira profundo, como si escucharme dormir le diera paz.

En las madrugadas, cuando estoy entre sueños, siento sus besos en la frente, las mejillas, hasta en la punta de la nariz.


> — “Mi hermanito hermoso…”

— “Quédate conmigo…”

— “Nadie más te necesita…”


Y yo dejo que lo diga.


Porque su calor me atrapa.

Porque su voz me duerme.

Y porque cada día el recuerdo de Leo se desvanece un poco más…


Lo único que queda es ella:

Mi hermana mayor.

Mi almohada viva.

Mi amorosa sombra nocturna.

Mi Verónica.








Epílogo:


Es extraño.


Muy extraño.


Porque… aunque sé que ella no debería estar allí —que Verónica no existía antes, que ocupó el lugar de Leo— hay momentos en los que... no puedo evitar verla con otros ojos.


No lo hago a propósito.

Es sólo que soy un chico. Un adolescente.


Y Verónica… bueno, Verónica es hermosa.



Tiene esa belleza suave, madura, envolvente.

Y cuando usa vestidos cortos, camisones sueltos, o esas blusas que dejan adivinar más de lo que deberían… mis ojos se escapan. Aunque no quiera. Aunque me odie por ello.


A veces, mientras se agacha para servirme el desayuno o me abraza por detrás en el sofá, siento el roce de su cuerpo… y tengo que contener el aliento.


Disimuladamente, me permito un vistazo.

Un segundo fugaz, una mirada furtiva a sus piernas, a su escote, al contorno suave de su figura cuando se estira.


Y luego me siento culpable.

Porque ella es mi hermana. ¿Verdad?


Eso es lo que todos creen. Lo que ella cree.

Lo que una parte de mí quiere creer.


Pero… no es solo eso.


Últimamente, me descubro sintiendo algo más. Algo oscuro, incómodo.


Celos.


Cuando otros chicos le hablan. Cuando sonríe demasiado en la calle o en la escuela. Cuando algún vecino le hace un cumplido y ella ríe con esa voz encantadora…


Algo dentro de mí se enciende.

Un nudo en el estómago. Un calor extraño en el pecho.


Quiero apartarlos.

Quiero que deje de mirar a los demás.

Quiero que me mire solo a mí.


Y eso… eso me asusta más que cualquier hechizo.


Porque quizá, poco a poco, Verónica no sea la única que está cambiando.

.

viernes, 6 de junio de 2025

El viajero perdido


 


Mi nombre es Mark, y soy o era el primer viajero en el tiempo del mundo.



Nací en el año 2245. Ciento veinte años en el futuro respecto al presente en el que ahora escribo estas palabras. En mi época, la humanidad había logrado maravillas: ciudades flotantes, inteligencia artificial casi humana, medicina regenerativa… pero aún no habíamos conquistado el tiempo.


Hasta que yo lo hice.


No con máquinas gigantes ni portales brillantes. Descubrí que viajar en el tiempo no implicaba transportar materia, sino conciencia. Lo llamé transmisión mental temporal. No puedes llevar tu cuerpo, pero sí tu mente, si existe un "recipiente compatible" en el punto temporal de destino.


Mi primer experimento fue un éxito. Envié mi mente un día atrás y desperté en mi propio cuerpo del pasado. Todo intacto. Volví a intentarlo. Funcionó. Me emocioné.


Y me volví ambicioso.


“¿Y si retrocediera cien años?” Solo por curiosidad. Para observar la historia. Un salto controlado.


Pero cometí un error fatal: en 2025, no hay tecnología que me permita regresar.


Activé el sistema. Cerré los ojos… y salté.


Desperté en una habitación que olía a jazmín, con sábanas suaves, un anillo de bodas en mi dedo y… un cuerpo que no era mío.


Era mujer.


Una figura femenina en el espejo. Piel suave. Cabello largo. Senos grandes. Caderas anchas. Manos delicadas. Una voz suave que, al susurrar “¿Qué demonios?”, sonó completamente ajena. Pero ahora era la mía.



Me llamaba Amelia Dawson. Tenía 24 años. Ama de casa. Casada con un hombre llamado Patrick. Una vida tradicional en los suburbios de la capital...


Al principio, fue una pesadilla. Caminar era extraño. Ir al baño fue perturbador. El sostén me apretaba el pecho, y tenía que aprender a moverme con una nueva distribución de peso. Todo en mí era suave, redondeado, vulnerable… y sin embargo, con el tiempo, descubrí que también era poderoso.


Patrick me preguntó esa mañana si estaba bien. “Soñé algo raro”, mentí. Mi voz aguda y dulce me hizo estremecer.


Pasaron los días. Empecé a investigar en secreto por las noches. Repasaba mis fórmulas, hacía bosquejos. Pero la tecnología de esta época era ridículamente primitiva. Y justo cuando pensé que no podía complicarse más…


Descubrí que estaba embarazada.


El cuerpo de Amelia ya había sido fecundado antes de mi llegada. No lo supe de inmediato, pero las señales empezaron a acumularse: náuseas al despertar, sensibilidad en los senos, un olfato intensificado y antojos extraños que me hacían llorar de ganas por pepinillos con helado a las dos de la madrugada.


Al principio, me sentí invadido. Como si estuviera habitando un cuerpo que ya tenía un destino trazado, uno que no era mío. Me costaba aceptar que algo vivía dentro de mí, alimentándose de mí. Me asqueaba… pero también me fascinaba. Esa idea de ser el refugio, el universo entero para un ser en formación, despertaba algo nuevo. Algo que Mark jamás habría entendido.


Mi vientre comenzó a crecer con el tiempo, redondeándose suavemente. Mis caderas se ensancharon aún más, y mi andar se volvió lento, maternal, instintivo. Mis senos, ya grandes, se hinchaban más cada semana, pesados, llenos, sensibles al tacto. A veces me sorprendía a mí misma frotándolos suavemente al ducharme, como si ya intuyeran su propósito.



El primer movimiento dentro de mí fue como una burbuja, luego una patadita. Y lloré.


Yo, que una vez fui un científico racional y frío, lloré sola en la cocina con una mano sobre mi vientre. Porque, en ese momento, ya no era un experimento ni un accidente. Era mi hija.


Mi instinto maternal… es muy fuerte y dominante. Apareció de forma lenta pero avasalladora, como una marea que no puedes detener. Me descubría hablándole a mi vientre por las noches, acariciándolo como si pudiera entenderme, como si ya supiera que yo sería su madre. Y no una madre cualquiera. Una madre que mataría por ella si fuera necesario.


¿Mark habría dicho eso alguna vez? No. Pero Amelia sí.

Luego nació mi hija...

El parto fue brutal. Dolor, gritos, lágrimas. Y luego, en medio del caos, ese pequeño llanto... Ese ser diminuto, cálido, con los ojos entrecerrados buscando mi piel. Cuando la puse contra mi pecho, algo cambió en mí. Algo se rompió… y se reconstruyó de otra forma.



Han pasado dos años.


Y sí, sigo intentando reconstruir el transmisor. Pero mis avances han sido lentos, demasiado lentos.


No por falta de inteligencia, sino porque ser madre y ama de casa consume cada segundo de mi día. Me levanto temprano para preparar el desayuno, lavar la ropa, limpiar la casa. Mi hija necesita atención constante. Si llora, si se enferma, si tiene pesadillas, ahí estoy. Ya no tengo noches de laboratorio ni tardes para teorizar: tengo que cocinar, doblar ropa, limpiar vómito de bebé del suelo.



Y, para mi sorpresa… no lo odio.


Es agotador, sí. Hay días en los que no puedo ni sentarme a tomar una taza de café. Pero cuando la escucho reír, cuando corre hacia mí con los brazos abiertos, cuando se duerme en mi pecho… siento una plenitud que jamás conocí. Un propósito que ninguna fórmula cuántica me había dado.

Y no solo ha cambiado mi rol como madre… también ha cambiado mi cuerpo. Mi sensualidad.


Mis hormonas me remodelaron. La lactancia me dio unos senos aún más grandes, pesados, sensibles. Mis caderas se ensancharon. Mi trasero se redondeó y creció. Empecé a notar cómo los hombres me miraban. Cómo Patrick me deseaba.



Y yo… también lo deseaba.


No como antes. No con simple lógica genital. Mi libido se volvió una corriente emocional, suave, profunda. Patrick me tomaba por la cintura mientras lavaba los platos y me susurraba cosas al oído, y yo sentía que el calor se me acumulaba entre las piernas. Me estremecía. Mis pezones se endurecían bajo la blusa. A veces, me tocaba a solas en el baño… y no era para investigar mi cuerpo. Era placer. Deseo. Femenino. Real.


Me vestía con encaje, me perfumaba, me arreglaba. Y cuando hacíamos el amor, ya no era solo contacto. Era entrega. Sus manos sobre mi piel, sus labios bajando por mi vientre, el calor palpitando dentro de mí…



Y fue ahí cuando lo sentí por primera vez: ese anhelo hondo, caliente, instintivo.


Quiero volver a quedar embarazada.


No por accidente. No como antes. Esta vez, quiero buscarlo. Quiero vivir cada etapa. Sentir de nuevo las pataditas desde dentro. Que mis senos se hinchen de leche. Que mi cuerpo engorde para proteger otra vida. Quiero experimentar ese milagro una y otra vez. Parir, amamantar, criar. Ser madre. Ser mujer. Plenamente.


A veces, cuando estoy acostada después del sexo, siento el semen tibio llenándome y me acaricio el vientre imaginando que ya ha comenzado.


Le dije a Patrick que quería otro hijo. Él sonrió y dijo que sí. Aún no sabe cuánto yo lo deseo.


Sigo investigando. No he dejado de intentarlo. Pero cada vez que me siento a hacer cálculos, mi hija me interrumpe con un dibujo o un abrazo. Y no puedo rechazarla. Y por las noches, cuando Patrick me abraza por la espalda y me besa el cuello, mis pensamientos científicos se disuelven en gemidos.


Quizás jamás regrese. Y cada vez me importa menos.


Me miro al espejo y ya no busco a Mark detrás de los ojos de Amelia. Ya no pienso en “volver”. Ya no siento que esté atrapada en este cuerpo.


Este cuerpo es mío. Esta vida es mía. Esta hija es mía. Este esposo, esta casa, estas caderas, estos labios, este amor… todo esto soy yo ahora.



Y pronto… este cuerpo será hogar de otra vida.