En mi familia, nunca fuimos de senos grandes. Mi madre, por ejemplo, toda la vida fue una copa B modesta, apenas lo justo para llenar un sostén sin relleno. Mis hermanas, Carla y Jimena, eran aún más planas: Carla siempre se quejaba de no llenar ni una copa A sin ayuda del push-up, y Jimena… bueno, ella directamente usaba tops deportivos hasta para salir. Siempre bromeaban con que en esta casa los sujetadores eran más decoración que necesidad. Así que cuando mi cuerpo empezó a cambiar, nadie —incluyéndome a mí— esperaba lo que estaba por venir.
Empezó sutilmente: mis caderas se ensancharon, mi cintura se afinó, y mi mandíbula se suavizó. Pero luego, las transformaciones se hicieron más drásticas. Mi piel, antes pálida y pecosa, empezó a oscurecerse, adquiriendo un tono cálido y mantecoso, como caramelo al sol. Un día me miré al espejo y noté que ya no era el chico pálido y flacucho que había sido toda mi vida. Me estaba convirtiendo en alguien con una tez rica, vibrante, como si mi ascendencia latina hubiera despertado de golpe.
Mi cabello siguió el mismo camino: más grueso, más oscuro, más brillante. Caía en ondas vivas por mi espalda, llenando mi silueta de una feminidad que me resultaba tan ajena como irresistible. Mis ojos se volvieron más expresivos, casi felinos; mis labios se engrosaron con un volumen que parecía pedir besos. Me estaba volviendo… deseable. Y jodidamente bella.
Después de varias semanas adaptándome, sentía que por fin podía respirar. Ropa nueva, maquillaje, técnicas para caminar sin parecer torpe, formas de contener —o destacar— mi nuevo cuerpo. Y entonces, justo cuando pensaba que los cambios habían terminado… llegó la gran sorpresa.
lo más impactante, sin duda, fueron mis senos.
Todo empezó con una sensibilidad extraña en el pecho. Al principio, un cosquilleo leve, como cuando uno entra en calor. Luego, una hinchazón casi imperceptible, como si el tejido se inflara tímidamente. Copa AA, tal vez. Una semana después, ya necesitaba una copa A. Nada exagerado, pero el cambio era real.
Pasé casi diez días en esa talla. Mis senos seguían firmes, pequeños, pero con una redondez nueva que no estaba allí antes. No lo tomé como algo alarmante. Solo un detalle más del proceso, pensé. Luego vino la copa B. Y con ella, la sorpresa: tenía exactamente el mismo tamaño que mamá.
Por primera vez me sentí “normal” dentro de lo anormal. Me reí al verme al espejo: por fin algo familiar. Algo que encajaba dentro del árbol genealógico. Pensé que ahí se detendría. Me sentí tranquila. Incluso Carla me dio un par de sujetadores suyos antiguos, y Jimena me prestó unas blusas ajustadas que me quedaban casi perfectas. Nos reímos, hicimos bromas… por un momento, me sentí parte del clan femenino.
Pero esa calma fue breve.
Una semana después, la copa B ya apretaba. Muy pronto me encontré en una copa C, y los sujetadores de Carla ya no me servían. Empezaban a quedarme pequeños, incómodos. Mis senos se notaban bajo cualquier blusa, redondos, empujando el escote sin que yo hiciera nada. La ropa me empezaba a traicionar.
Mis hermanas estaban intrigadas. Jimena, al verme probarse un top, murmuró: “Eso antes me quedaba flojo…” Carla, mientras me ajustaba uno de sus sujetadores con aros, comentó en voz baja: “¡Pero si ni mamá tuvo tanto nunca!”
Y no se equivocaba.
Pasé a una D. Ya no era gracioso. Era escandaloso. Tenía que ir de nuevo de compras. Los sostenes de tienda básica no me servían, y los de talla grande me resultaban incómodos al principio, como si aún no aceptara lo que pasaba.
Y entonces llegó esta mañana.
Desperté con una sensación de presión en el pecho. Literal. Como si dos bolsas de arena se hubieran adherido a mí. Al sentarme en la cama, sentí el movimiento: pesados, llenos, casi desbordando la camiseta con la que dormí. Me la quité, caminé hasta el espejo… y solté una carcajada incrédula.
Claramente copa F. Tal vez más.
Dos globos perfectamente moldeados, redondos, altos, con una caída suave y provocadora. Cada pezón, más oscuro, más ancho, más sensible, sobresalía como una invitación. Como si mi cuerpo supiera que debía ser sensual, atrevido… imposible de ignorar.
Busqué uno de los nuevos sostenes, uno de copa D reforzada que apenas me había durado una semana. No entraba. Las copas no llegaban ni a cubrir la mitad de cada seno, y la banda no cerraba. Me senté en la cama, sujetándolos con ambas manos. Su peso era delicioso. Sentía la piel tensa, viva, vibrando bajo mis dedos. Era imposible ignorarlos. Y, para mi sorpresa, no quería hacerlo.
Por supuesto, con estas curvas también venían desafíos. Nada me quedaba. Tenía que empezar a pensar en prendas de soporte real: sujetadores con aros, tops con doble forro, blusas que jugaran con el escote sin parecer tiendas de campaña. Todo un nuevo guardarropa. Otra maratón de compras, sí… pero esta vez, sabía que iba a tener toda la atención sobre mí. Dependientas, hermanas, desconocidos… todos con los ojos fijos en lo mismo.
Lo irónico es que, de chico, siempre me fascinaron los pechos grandes. Me parecían lo más sexy del cuerpo femenino. Los deseaba, los adoraba en silencio. Y ahora… los tenía. Míos. Eran parte de mí. Pesaban, se movían conmigo, reaccionaban al frío, a las caricias, al roce de la ropa. Se alzaban sobre mi torso como un recordatorio constante de lo que me había convertido.
Y no podía dejar de tocarlos.
A veces lo hacía solo por curiosidad: para sentir el rebote, la firmeza, la temperatura de la piel. Otras veces, por puro placer. Me perdía en ellos, en cómo vibraban con cada movimiento, en cómo respondían a cada roce. Era extraño… y excitante. Casi adictivo.
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