Todo comenzó con un secuestro.
Yo era un chico joven, arrogante, insoportable. Hijo único de un magnate multimillonario. Vivía entre lujos, autos deportivos, ropa de diseñador, sirvientes que bajaban la mirada cuando yo pasaba. Me creía superior. Intocable. Solía burlarme de todos. Especialmente de él: el conserje.
Un hombre tosco, maduro, callado, de expresión dura y manos grandes, ajadas. Su ropa era siempre la misma: un uniforme gris, manchado por el trabajo. Caminaba con pasos pesados, como si el mundo le debiera algo. Nunca respondía mis insultos. Solo me miraba. Silencioso. Frío. Como esperando el momento.
Y lo esperó.
Una noche, simplemente desaparecí. Sin rastro. Sin rescate.
Desperté en una habitación desconocida, pequeña, sin ventanas, con paredes beige y olor a detergente barato. Estaba atado de pies y manos. El cabello, que antes llevaba perfectamente estilizado, colgaba en mechones irregulares. En un rincón, mi ropa de diseñador… hecha jirones. Frente a mí, él. Con los brazos cruzados. Observándome como si fuera un mueble roto que debía restaurar.
—Te creías especial por ser bonito, por ser rico… —dijo sin emoción—. Pero ahora vas a servir de verdad. Como mujer.
Me reí, nervioso. Pensé que era un castigo exagerado, una venganza laboral distorsionada. Pero entonces trajo un vestido. Corto, ceñido, con estampados vulgares y una cremallera que se atascaba. Lo arrojó a mis pies como si ya no me considerara humano, sino algo que debía vestir.
—Póntelo. Ahora.
Después vinieron los tacones. Altos, rojos, imposibles. Me obligó a caminar, tropezar, caer, y volver a intentarlo. Todo mientras sostenía una bandeja con el desayuno que debía preparar. Me enseñaba a cocinar con los movimientos suaves de una ama de casa obediente, a mover las caderas, a mantener la espalda recta, a inclinarme con gracia.
—No quiero una mujercita amargada —decía—. Sonríe. O empezamos de nuevo.
Pasaba horas frente al espejo, con los labios pintados, el rubor mal difuminado, repitiendo frases absurdas mientras él observaba desde el umbral de la puerta:
—Soy tu mujercita.
—Estoy aquí para servir.
—Te pertenezco.
Me corregía la postura, el tono de voz, incluso cómo sostenía una taza. Me obligaba a practicar la forma de sentarme con las piernas cruzadas, de caminar como “una dama”, de usar un sostén aunque no tuviera nada que sostener… todavía.
Porque, sin que lo supiera en un principio, estaba manipulando algo más.
Las primeras semanas fueron un in
fierno. Lloraba en el baño, abrazada a mis piernas completamente depiladas, las pestañas postizas pegajosas, los labios manchados de carmín barato. Pero él nunca preguntaba si estaba bien. Solo dejaba una nueva prenda sobre la cama. O un nuevo frasco de hormonas. O una orden más.
Semanas después, mi cuerpo empezó a cambiar. Mis pectorales se inflamaban lentamente, volviéndose redondeados, sensibles al tacto. Mis caderas se ensanchaban, mi cintura comenzó a afinarse. Mi piel se volvió más suave, más clara. Mi trasero… crecía. Lentamente, de forma antinatural, como inflado desde dentro. Cada día me costaba más encajar en la ropa. La ropa femenina.
Una mañana me encontró frente al espejo, tocándome el pecho incipiente con miedo. Me miró con satisfacción:
—Te gusta lo que ves, ¿verdad? Te estoy convirtiendo justo en lo que necesitas ser: una mujer con un trasero envidiable y unas tetas que hablen por sí solas. Como debe ser.
Y lo peor es que, en el fondo, yo ya no sabía si lo odiaba… o si solo me odiaba a mí.
—Vas a aprender lo que es ser útil —decía. Y cada vez que lo decía, me dolía menos.
Y aprendí.
Aprendí a cocinar con un delantal rosado atado a la cintura, con los pechos apretados bajo un sostén relleno que cada día necesitaba menos relleno. A limpiar el piso en ropa interior mientras él leía el periódico. A usar pelucas rubias rizadas, con pinzas dolorosas. A pintarme las uñas mientras el arroz hervía. A estar lista cuando él volvía, maquillada, vestida, sumisa.
Me asignó un nuevo nombre. Uno cursi, ridículo. Al principio me negué a responder. Pero con el tiempo entendí que si no lo hacía… no existía. Era como si no pudiera hablar sin ese nombre. Hasta que una tarde, por reflejo, cuando él lo gritó desde el otro cuarto, respondí:
—¿Sí?
Y me estremecí.
A partir de ahí, todo fue más fácil. O más automático. Dejé de resistirme. Comencé a preocuparme por si el labial combinaba con la blusa. A sentir ansiedad si el rímel se corría. Dejé de pensar en escapar. Dejé de pensar.
Me convertí en lo que él había imaginado. Una esposa trofeo desechable, una muñeca de carne sin historia, sin carácter, diseñada para agradar, servir y estar bonita. Una caricatura doméstica con tetas descomunales, un trasero obsceno, y una mente vacía… pero en paz.
Y lo peor es que ya no me molestaba.
Cuando la policía me encontró meses después, pensaron que me habían salvado. Mis padres lloraban de alivio. Me llevaron a casa, me ofrecieron tratamientos, psicólogos, todo.
Pero yo ya no era su hijo.
Cuando me preguntaron si quería presentar cargos, me limité a mirarlos con una serenidad que antes no poseía. Llevaba un vestido simple, pero femenino. El cabello recogido, la voz modulada. Ya no temblaba. Ya no suplicaba.
—No —respondí, sin titubear—. Él no me secuestró… solo me ayudó a descubrir quién soy realmente.
Y esa fue la última vez que volví a hablar de mi pasado como algo ajeno.
Con el dinero de mi herencia, hice todo irreversible.
Pasé por quirófano una y otra vez: aumento de senos hasta donde la piel lo permitiera, glúteos tan grandes y redondos que hacían que cada paso se notara. Hormonas, cirugía de voz, feminización facial completa. Incluso la forma en que caminaba o reía estaba reconstruida.
Legalmente, mi antiguo yo ya no existía. Nombre, sexo, historial médico: todo había sido purgado. El espejo me devolvía la imagen de una mujer hecha para complacer y ser exhibida. Una figura grotescamente voluptuosa, con caderas que exigían atención, con un escote que parecía un arma. Justo como él siempre dijo que debía ser.
Un día, sin anunciarme, regresé a su casa.
Llevaba un abrigo largo de lana clara. Maquillaje impecable, labios carnosos pintados de rosa brillante, uñas largas esculpidas con precisión exagerada. Debajo del abrigo: un vestido ajustadísimo, sin sostén, medias de encaje sujetadas por ligueros invisibles, y un cuerpo transformado, voluptuoso, imposible de ignorar.
Toqué la puerta.
Él abrió y me observó con calma. No parecía sorprendido. Solo asintió, como quien reconoce una obra terminada.
—¿Viniste a quedarte? —preguntó, sin emoción.
—Sí —respondí, bajando un poco la mirada, con la voz dulce—. Ya no tengo a dónde ir. Solo tengo un rol que cumplir.
Desde entonces, soy su mujer.
No su amante. No su compañera. Su mujer.
Le cocino, le plancho, limpio cada rincón como si su juicio fuera divino. Me levanto antes que él para maquillarme, para perfumarme, para asegurarme de que vea lo que creó y sepa que estoy exactamente donde debo estar. Me arreglo solo para él, aunque nadie más me vea.
hay afecto. hay caricias dulces. Mi rutina, silencio… y su voluntad. Me basta una mirada suya para saber qué hacer. Y yo obedezco, con una sonrisa suave, con las manos juntas sobre el regazo, como una esposa bien entrenada.
Lo complazco como debe hacerlo una verdadera mujer.
Sin pedir nada. Sin dudar.
Sea con la boca, delicada y pintada, envuelta en obediencia…
O con el cuerpo que él moldeó para su placer: un busto que rebota con cada movimiento, un trasero exagerado que tiembla al ritmo que él impone, y un sexo artificial pero húmedo y receptivo que aprendió a recibirlo como si hubiera nacido para eso.
Cada noche me pongo la.lemceria quena el le encata, exageradamente femenino, me acomodo entre las sábanas perfumadas… y espero. No por placer. No por amor. Sino porque ahora entiendo mi lugar.
Porque ya no soy un chico arrogante con un ego inflado.
Soy una mujer fabricada, domesticada, una ama de casa moldeada por la disciplina… y, en el fondo, por una aceptación más profunda de lo que jamás imaginé.
Mis padres me buscaron una vez más.
Me encontraron en la puerta del supermercado, llevando bolsas con cuidado, con el cabello negro brillante suelto, labios rellenos, escote prominente, caderas enormes bajo un conjunto de punto ajustado. Al principio no me reconocieron. Pero al oír mi voz —femenina, suave, pausada— lo entendieron todo.
—No soy su hijo —les dije, con una sonrisa dócil, los ojos vidriosos—. Soy la esposa del hombre que ustedes odian.
Y por primera vez, no dijeron nada.
Solo bajaron la mirada... y se marcharon.
Y yo, por dentro, sonreí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es inportante para el equipo del blog, puesdes cometar si gustas ⬆️⬇️