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domingo, 8 de septiembre de 2024


 Desde el instante en que tomé el cuerpo de la señora Melissa, todo cambió. Al principio, sentía que no encajaba del todo; había momentos en que mi mente aún recordaba quién era realmente, y la culpa por lo que había hecho me pesaba. Pero, con el tiempo, fui perfeccionando mi actuación. Aprendí a caminar como ella, a usar sus gestos delicados y la forma en que movía su cuerpo. Las rutinas diarias, como cocinar para su esposo o atender la casa, se convirtieron en una segunda naturaleza para mí. Incluso empecé a disfrutar el sonido de sus tacones en el suelo de la cocina mientras preparaba la cena.



Por la noche, cuando él regresaba a casa del trabajo, me aseguraba de tener una cena deliciosa lista, algo que solía preparar con esmero. Las cenas eran tranquilas, como siempre lo habían sido para ellos, pero con un matiz nuevo. Después de la comida, cuando nos retirábamos al dormitorio, la transformación era aún más notoria. Me había vuelto experta en ser la esposa sumisa que él deseaba, complaciéndolo de una forma que parecía perfecta. Me sorprendía lo mucho que disfrutaba de mi nuevo rol en su cama. Había algo en el poder de controlar esta situación, en saber que lo tenía completamente bajo mi control, sin que él sospechara nada.


Las hijas de Melissa también empezaron a notar la diferencia. Me ocupaba más de ellas que su madre original lo hacía, y me esforzaba por entender sus problemas adolescentes, sus inseguridades. A veces me sentía culpable, sabiendo que su verdadera madre ya no estaba, pero también me daba cuenta de que tal vez estaba haciendo un mejor trabajo en algunos aspectos. Les daba consejos, las ayudaba con sus tareas, y hasta pasábamos tardes viendo películas juntas. Empezaron a confiar más en mí, y sus sonrisas me recordaban que, en cierto modo, yo también necesitaba el afecto que ellas me daban.


La relación con los vecinos fue otra pieza clave. Melissa siempre había sido amable, pero un tanto distante. Así que aproveché para fortalecer esos lazos, mostrándome más sociable y generosa con ellos. Organizaba pequeñas reuniones en casa, cocinaba pasteles y galletas para llevarles, y comenzaba a tejer esa red de amistades que Melissa había dejado a medias. Todos comentaban lo bien que me veía, lo radiante que parecía, y eso me hacía sentir una mezcla de orgullo y vergüenza. ¿Cómo podían alabarme, cuando ni siquiera era la verdadera Melissa?


Y luego estaba mi madre… cada vez que la veía, mi corazón se partía. La primera vez que me acerqué a ella como "Melissa", casi rompo en llanto al ver la tristeza en su rostro. Llevaba semanas buscando a su hijo, pegando carteles de "desaparecido" por el vecindario, y preguntando a todo el mundo si lo habían visto. Sabía que sufría, y aunque cada parte de mí quería correr hacia ella y decirle la verdad, no podía. No podía permitir que supiera que su hijo estaba atrapado en este cuerpo, viviendo esta vida. ¿Cómo podría explicárselo? ¿Cómo podría mirarla a los ojos y decirle que ahora era la esposa de otro hombre, madre de otras hijas, y que su hijo, en esencia, había desaparecido para siempre?


Así que me limitaba a consolarla desde la distancia, diciéndole que todo estaría bien, que tenía que mantener la esperanza. A veces me quedaba con ella más tiempo del que debería, ayudándola a organizar su casa o a cocinar, tal vez buscando una forma de seguir siendo parte de su vida, aunque fuera desde esta nueva identidad. Me desgarraba por dentro verla, pero cada vez que salía de su casa y volvía a la de Melissa, me convencía a mí misma de que estaba haciendo lo correcto.


Con el tiempo, comencé a sentir que esta vida no era tan mala. Me había acostumbrado a los vestidos que Melissa usaba, a sus rutinas, a su maquillaje y su perfume. Empecé a disfrutar de las mañanas tranquilas, cuando me sentaba en la mesa de la cocina con una taza de café, observando a los pájaros fuera de la ventana. Me encantaba el suave balanceo de mis caderas mientras caminaba por la casa, la sensación de tener el control de todo, de ser la figura central en esta familia.


En algún rincón de mi mente, sabía que lo que había hecho estaba mal. Sabía que había tomado una vida que no me pertenecia, y que mi madre seguía buscando a su hijo desaparecido. Pero, al mismo tiempo, no podía negar lo mucho que me gustaba ser Melissa. Esta vida me había ofrecido una segunda oportunidad, una oportunidad de ser querida, admirada y necesitada. Había llegado a un punto en el que ya no podía imaginar volver atrás.

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