Sí, ser una esposa trofeo es una mierda… ¡Pero el dinero lo vale! ¡A mi marido ni siquiera le importa que sepa más de fútbol y videojuegos que él!" Mi amiga lanzó esas palabras sin pudor, y no pude dejar de pensar en cómo había logrado lo que siempre soñé: vivir una vida de lujos, sin preocupaciones. Mientras ella se quejaba de las cosas superficiales, yo solo podía imaginarme en su lugar. Su cuerpo perfecto, su mansión, los autos de lujo… todo lo que siempre quise, pero sabía que como hombre nunca tendría.
Esa idea no me abandonaba. No podía quedarme resignado. Entonces, lo decidí. La clínica de intercambio era mi única salida, el único camino hacia la vida que siempre deseé. No me importaba el precio ni las consecuencias. Me sometí al procedimiento y, en cuestión de semanas, el hombre que alguna vez fui desapareció. Me transformé en la mujer que los hombres sueñan con tener: curvas pronunciadas, senos redondeados que parecían desafiar la gravedad, una cintura tan estrecha que parecía irreal y un trasero tan grande y redondeado que no había manera de que pasara desapercibido.
Al principio, la sensación de despertar en ese cuerpo fue abrumadora. Mirarme al espejo y ver esos labios carnosos, esos pechos enormes y esa figura que provocaba que cualquiera se volviera a mirarme, me hacía sentir poderosa. Todo lo que alguna vez envidié, ahora era mío. Mi nuevo esposo, un hombre mayor y riquísimo, me trataba como a una diosa. Me llenaba de regalos, me llevaba a los restaurantes más caros y, cuando entrábamos en las fiestas, todas las miradas estaban puestas en mí.
Me deleitaba en mi nuevo papel de esposa trofeo. Los días eran fáciles. Compras, citas en el spa, más compras… Todo lo que deseaba lo tenía al alcance de la mano. Cada vez que me ponía uno de esos vestidos ajustados, que abrazaban mis caderas y dejaban ver la generosidad de mis pechos, sentía una oleada de satisfacción. Me había ganado ese lugar.
Pero, por supuesto, nada es tan perfecto. Mi esposo tenía deseos oscuros, algo que descubrí pronto. Al principio, las noches eran placenteras, aunque algo mecánicas. Sabía cómo complacerlo con solo moverme de cierta manera, rozar mis pechos contra su cuerpo, o dejar que sus manos recorrieran mi trasero. Pero pronto, me di cuenta de lo que realmente lo excitaba: el sexo anal.
La primera vez que lo intentamos, me quedé paralizada. Él me inclinó sobre la cama, acariciando mi trasero con una suavidad que me desarmaba, hasta que sentí cómo su erección presionaba contra mi entrada. El dolor inicial fue intenso, pero no tenía opción. Sabía que esto era parte del trato. Mordí mis labios, mientras sentía cómo su pene se hundía más y más en mi interior. Mi cuerpo se tensaba, pero con el tiempo, aprendí a relajarme, a aceptar su tamaño dentro de mí. Sus embestidas eran rápidas y fuertes, y aunque dolía al principio, empecé a encontrar una extraña mezcla de placer en su dominio.
Algunas noches, mientras él me penetraba, podía sentir cómo todo mi cuerpo se rendía a su deseo. Mi trasero se movía con cada embestida, y aunque nunca lo admití en voz alta, comencé a disfrutar la sensación de ser usada de esa manera. Me convertí en lo que él quería que fuera: su fantasía perfecta, su juguete personal. A veces, cuando me miraba al espejo después de esos encuentros, aún con el semen resbalando por mis muslos, sentía una mezcla de humillación y poder. Sabía que él dependía de mí tanto como yo dependía de su dinero.
Lo peor venía después. Cuando terminaba, me obligaba a arrodillarme frente a él. Su pene aún erecto, húmedo de su propia eyaculación, lo empujaba contra mis labios, y con una sonrisa satisfecha, me hacía abrir la boca. Sentía su semen caliente llenando mi boca, resbalando por mi garganta. El sabor salado y espeso me hacía estremecer, pero sabía que debía tragarlo si quería mantener mi lugar en esa vida. Era su manera de recordarme que, aunque yo viviera rodeada de lujos, seguía siendo su posesión.
Cada noche era lo mismo. Su erección presionando contra mi trasero, su cuerpo sudoroso sobre el mío, y luego el ritual de beber su semen. Al principio, lo sentía antinatural, sintiendo que había perdido todo de lo que alguna vez fui. Extrañaba mi pene. Extrañaba la sensación de tener control sobre mi propio cuerpo. Pero luego miraba a mi alrededor: la habitación de hotel de cinco estrellas, las joyas en mi cuello, los vestidos caros en mi armario… y me recordaba que este era el precio que había decidido pagar.
A veces, incluso me encontraba provocándolo. Sabía que, aunque odiaba esa parte de nuestra relación, también encontraba una retorcida satisfacción en saber que mi cuerpo era lo que lo volvía loco. Me acercaba a él con mis tacones altos y un vestido ceñido, dejaba que mis caderas se balancearan de una manera que sabía que no podía resistir. Sus manos siempre encontraban su camino hacia mi trasero, acariciándolo y apretándolo mientras me inclinaba ligeramente, dándole la vista que tanto amaba.
Sí, ser una esposa trofeo venía con su propio tipo de humillaciones, pero prefería eso a volver a la vida de pobreza que había dejado atrás. Cada embestida, cada gota de semen que tragaba, cada vez que sentía su peso sobre mí, me recordaba que todo tenía un precio. Y por mucho que me doliera admitirlo, el dinero lo valía.
Incluso si eso significaba perder todo lo que alguna vez fui.
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