🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

domingo, 3 de agosto de 2025

Las vacaciones de la tía



Todo esto esposo por dinero...


Mi tía Ruth siempre fue la mujer más guapa que conocí. Alta, esbelta, con curvas perfectas, piel suave y bronceada, y ese aire de mujer rica que todo lo conseguía con una sonrisa. Pero un día, sin previo aviso, me llamó para proponerme algo que, en retrospectiva, jamás debí aceptar.


—Estoy harta de todo esto, cariño —dijo mientras se servía una copa de vino en su sala enorme y minimalista—. Quiero unas vacaciones, un descanso de mi... realidad. Y tú podrías ayudarme.


Lo que me propuso parecía sacado de una novela de fantasía. Un hechizo de intercambio de cuerpos. Ella ocuparía mi vida unos meses, como un simple chico universitario con deudas y sin responsabilidades... mientras yo me convertía en ella.


—Te transferiré la mitad del dinero ahora —me prometió con una sonrisa seductora—, y la otra mitad cuando terminemos. Solo tienes que vivir como yo… y cuidar de mi esposo. Fácil, ¿verdad?


Parecía el paraíso. Ser rica, usar ropa cara, conducir autos de lujo, despertar cada mañana con un cuerpo de ensueño. Acepté.


La transformación fue inmediata. Un destello cálido, un mareo… y ahí estaba yo, frente al espejo, con el cuerpo de Ruth. Su piel, sus labios carnosos, sus grandes pechos, la cintura estrecha, el trasero firme y redondo… todo era mío. Me toqué con timidez, con asombro… con morbo.


Pero el primer día no fue como imaginaba.


Mauricio llegó del trabajo, con el traje desarreglado, sudado, musculoso, con esa sonrisa peligrosa que parecía querer devorarlo todo. Sabía que era un empresario exitoso, pero lo verdaderamente importante era otra cosa: su obsesión con el sexo.


No dijo mucho. Apenas cruzó la puerta, me arrinconó en la cocina, me besó con fuerza y me susurró al oído cuánto me había extrañado… cuánto deseaba volver a estar dentro de mí.


Intenté resistirme, recordarme que yo no era Ruth, que esto era temporal… pero mi cuerpo reaccionaba solo. Cuando bajó mi ropa interior y se arrodilló entre mis piernas, su lengua me hizo arquear la espalda. Sentí cosas que jamás había sentido antes. Fue dulce, cálido, húmedo… delicioso.



Hasta ese momento, todo parecía excitante, incluso placentero.


Pero entonces llegó mi turno.


Él se quitó la ropa. Y lo vi.



Fue como si el aire se esfumara. Era... monstruoso. Había oído rumores de su cirugía para agrandarse el pene, pero verlo... y luego sentirlo... era otra cosa. No solo era enorme. Era una bestia hambrienta. Y su apetito era insaciable.



Esa noche me dolió todo. Me dejó sin aliento, sin fuerzas. Yo solo podía gemir… o llorar en silencio, mientras él me tomaba una y otra vez, sin detenerse, sin sospechar nada. Para él, yo era su esposa complaciente. Para mí, fue una pesadilla de carne, sudor y gemidos que no podía evitar.



Y entonces lo entendí todo: Ruth no quería escapar de su vida.


Quería escapar de él.


Yo era su reemplazo. Su escudo. Su trampa perfecta.


Y no había marcha atrás. No hasta que terminara el trato… o hasta que él terminara conmigo.


Cada mañana despertaba con las piernas temblando, el cuerpo adolorido… y el coño aún escurriendo semen caliente. A veces, incluso, el ardor en el trasero me obligaba a quedarme sentada unos minutos más en la cama. Como si el cuerpo necesitara recordar lo que pasó. Como si me dijera: sí, lo viviste… otra vez.


Y aun así me levantaba.


Iba al baño, me lavaba la cara, me maquillaba con cuidado. Escogía los tacones más elegantes, el vestido más provocador, y bajaba las escaleras con una sonrisa pintada. Como si no hubiera pasado nada. Como si no me hubieran destrozado por dentro solo unas horas antes.


Y lo peor… lo que más me asusta admitir… es que me empecé a acostumbrar.


A este cuerpo. A la forma en que responde solo. A cómo se me eriza la piel con una caricia, cómo me tiemblan las piernas con una embestida, cómo mis gemidos salen aunque intente callarlos.


Me acostumbré a ser deseada. A ser dominada. A ser usada.


A veces me siento frente al espejo, me miro a los ojos —bueno, a los ojos de Ruth— y no me reconozco. No sé si sigo estando ahí. O si ya me perdí por completo.


Y entonces empiezo a entenderlo.


Ruth no quería vacaciones. No necesitaba tiempo para ella. Lo que quería era escapar. Escapar de él. De su marido, de su deseo brutal, de sus noches interminables… de su insaciable necesidad de poseerla.


Y ahora soy yo quien lo vive. Quien lo sufre.

Soy yo quien atraviesa el proceso doloroso. Cada gemido ahogado, cada orgasmo forzado, cada mañana con el cuerpo exhausto… todo eso me pertenece ahora. Ella se fue. Y me dejó con todo eso encima.

Y sí… fui un ingenuo. Acepté por dinero. Pensando que sería fácil. Que era solo un juego temporal.

Pero ahora…

Ahora hay otro pensamiento que me cruza la cabeza más seguido de lo que me gustaría admitir.

Sin miedo. Sin culpa.

Con algo mucho más peligroso.

¿Y si al final… no quiero volver?

sábado, 2 de agosto de 2025

No se quien soy!



Desperté en una habitación de hotel… y en un cuerpo que no era el mío.


Me senté en la cama, con el corazón acelerado, sintiendo un peso extraño en el pecho, una suavidad en la piel, una forma distinta al moverme. Me miré al espejo: era una mujer madura, atractiva, de curvas generosas, ojos felinos y labios gruesos.


Encendí la televisión y enseguida todos los noticieros hablaban del mismo fenómeno: "El Gran Cambio".

Miles de personas alrededor del mundo habían despertado en cuerpos que no les pertenecían. No había explicación… ni forma de revertirlo.

Quería hablar con alguien. Pensé en llamar a mi madre, pero sabía que no me creería con esta voz. Así que llamé a mi mejor amigo: Yam.


—¿Hola? —contestó con voz adormilada.

—Yam… soy yo… Haruki.

—¿Qué? ¿Quién habla?

—Soy yo, idiota. No cuelgues, te juro que soy yo.

—Tienes voz de mujer.

—¡Lo sé! No estoy en mi cuerpo. Desperté en el cuerpo de una mujer. Por favor, escúchame.

—¿Qué clase de broma es esta…?

—se que te masturbaras, con imagens de hinata milf...


Silencio.


—…Nadie más sabe eso.

—Exacto.

—¡Mierda! ¿De verdad eres tú?

—Sí. ¿Puedes verme? Estoy cerca del centro, en el restaurante Kido’s.

—Allí estaré en media hora.



Me puse lo primero que encontré: blusas, leggins , y tenis blancos Caminar era raro: cada paso hacía que mis caderas se movieran más de lo que quería, y el rebote de mis pechos me recordaba que esto era real.


A medida que caminaba por las calles rumbo al restaurante, notaba algo inquietante: las miradas. No eran solo por mi cuerpo, no solo. Eran miradas de reconocimiento.

Hombres me observaban con sorpresa contenida, otros con disimulo, como si dudaran si acercarse o no. Uno incluso me sonrió como si nos conociéramos.

“¿Qué demonios me están mirando?”, pensé en ese momento, sintiéndome desnudo aunque estuviera vestida.

Pero no entendía por qué.


Cuando llegué, Yam me esperaba en la entrada. Al verme, abrió los ojos como platos.


—¿Eres tú?

—Sí…

—Wow… —me escaneó con la mirada—. Estás… distinto. Muy distinto.

—No te acostumbres —bromeé, empujándolo con suavidad—. Solo estoy… atrapado.


Nos sentamos y comenzamos a hablar.


—¿Cómo te sientes?

—Extraña. Es como si mi cuerpo tuviera voluntad propia… cada movimiento se siente diferente. —Hice una pausa, bajando la voz—. ¿Sabes lo incómodo que es usar brasier?


Yam se rió, pero luego bajó el tono.


—¿Te has visto desnudo?

—Un poco… no mucho. Me dio vergüenza.

—¿Y… abajo?

—¡Aún no! No quiero saber todavía…

—¿Y si estás en tus días?


Lo fulminé con la mirada.

—¡No bromees con eso!


Se rió otra vez, pero su risa se fue apagando mientras me observaba más detenidamente.


—Tu cara… se me hace conocida. Muy conocida.

—¿En serio? ¿Soy alguien famoso?

—Tal vez… —bajó la mirada—. ¿No tienes identificación?

—No… no revisé.


—A ver… —dijo de repente, sacando su celular—. Quédate quieta.


—¿Qué haces?

—Voy a buscarte con Google Lens. Solo para saber quién eres.


Me tomó una foto. Protesté un poco, pero lo dejé. Observé cómo escaneaba la imagen… y de pronto, su rostro cambió.



Pasó de curioso a sorprendido… luego a incómodo. Bajó la vista. Tragó saliva.


—¿Qué pasa? ¿Quién soy? —pregunté.

—Nada… no es nada grave.

—¡Dímelo! ¡Lo necesito saber!

—Solo… alguien famosa. Ya sabes, de esas que salen mucho en redes.

—¿Influencer? ¿Cantante?

—Algo así… —dijo, evitando mis ojos.

—¿Por qué no me lo quieres decir?


Guardó su celular con rapidez.


—Créeme, Haruki… estás mejor sin saberlo. Solo… no te busques en internet, ¿sí?


Lo miré fijamente.


—¿Tan malo es?

—No es malo. Solo… puede que te cambie la forma de verte. Y no necesitas eso ahora.


Fruncí el ceño.

—¿Es algo sexual?

—...

—¡¿Soy actriz porno?!

—¡Shhh! —miró a su alrededor, nervioso—. ¡Baja la voz! No lo dije yo, ¿ok?


Y entonces… lo entendí.

Las miradas en la calle. La sonrisa del tipo en la esquina. La forma en que el mesero me guiñó el ojo al entrar.

No era solo por mi cuerpo… era porque me habían visto antes.

Pero no vestida. No caminando por la ciudad.

Me habían visto desnuda. En la pantalla. Gimiendo.


—¡Estoy en el cuerpo de una actriz porno!

—Una muy famosa, por cierto. Aunque… —agregó sonriendo—, ahora que lo pienso… tus videos deben tener millones de vistas.

—¡No me ayudes!


Nos quedamos en silencio unos segundos.


Yam sacó su teléfono y siguió buscando…

—No puede ser… fuck… —murmuró con los ojos abiertos como platos—. Te estás tomando una polla negra por el culo…

Le arrebaté el teléfono, pero ya era tarde.

—¡Dame eso!

—¡No, espera! ¡Mira esta! Estás de rodillas, con semen escurriendo por la cara… y ¡joder! aquí estás montando a dos tipos al mismo tiempo y por el mismo agujero.

—¡Solo cállate! —le dije, tapándome el rostro con ambas manos.


—No me jodas… ¿tu nuevo cuerpo hace estas cosas?

—¡Yam, basta ya!

—Es que no puedo creerlo. 


Asentí en silencio, sintiendo que me ardían las mejillas.

—la recepcionista del hotel me miró raro en la entrada del hotel… ahora sé por qué. No me reconocía como persona, sino como… bueno, ya sabes.


— una puta... y ¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Yam, bajando un poco el tono, quizás viendo que ya me estaba afectando.

—No tengo ni idea. Pero lo primero será evitar que alguien me reconozca en la calle.

Me crucé de brazos, mirando por la ventana del restaurante.


—¿Y lo segundo?

—Lo segundo… —tragué saliva— tal vez… tal vez aprender a vivir como ella. Aunque eso todavía no me lo permito aceptar.


Yam me miró en silencio unos segundos, luego sonrió de forma incómoda.

—Bueno… si llegas a necesitar ayuda para “practicar” ser ella… tú sabes… yo podría…

—¡Ni lo sueñes!

—¡Solo bromeaba! —dijo, levantando las manos—… un poco.

viernes, 1 de agosto de 2025

Soy la mujer que siempre debí ser

 

Nunca planeé convertirme en esto… pero ahora que lo soy, no podría imaginarme viviendo de otra forma. No sé si esto fue un castigo divino o un regalo. No sé y no me importa, total, soy una ama de casa. Todo lo que sé es que desperté un día… y era ella. No una mujer cualquiera: una esposa... una ama de casa. 

Me miro al espejo cada mañana mientras me pongo el sostén, acomodando mis senos firmes y pesados en las copas, ajustando los tirantes para que me levanten como debe ser. Paso mis dedos sobre el encaje, acariciando con orgullo la piel suave de mi busto. Y pienso: así debía haber sido siempre. Ya no soy ese chico confundido, solitario, atrapado en un cuerpo ajeno. Ahora soy esposa y ama de casa. Y felizmente sumisa. Me llamo Valeria. Y esta es mi historia.



Todo comenzó como un simple juego. Una fantasía que me permití explorar en la privacidad de mi habitación. Solía robar la ropa interior de mi madre. Al principio fue por morbo… por esa mezcla rara de curiosidad y vergüenza. Pero cuando me di cuenta, ya me estaba vistiendo entera con sus cosas. Me ponía sus brasieres, medias, esa blusa suave de satén que tanto me gustaba. Caminaba frente al espejo fingiendo ser ella. Imitaba su voz, sus gestos. Fantaseaba con ser una señora de casa, una mujer con curvas, maquillaje y pechos grandes, cuya única preocupación fuera si el arroz ya estaba listo para servirle a su esposo. Mientras mis compañeros soñaban con ser astronautas, yo soñaba con estar en una cocina… en pantuflas… esperando que “mi hombre” llegara a casa y me besara la frente. Un día desperté… y todo era real. No fue una transformación con luces ni magia. Simplemente desperté en una nueva realidad, como si así hubiera sido siempre, y solo yo recordara lo contrario. 


Mi cuerpo era de mujer. Mi mente también. La casa, la cama, el perfume, el esposo… todo estaba en su lugar. Mi piel era suave, mis senos pesados y firmes, mi cintura apretada, mis caderas amplias. Y entre mis piernas... una vagina. Una raja húmeda, palpitante, que parecía susurrarme que ahora sí, por fin, estaba viva. Desde entonces, he sentido una calma que jamás tuve antes.

 El olor del café por la mañana, el tacto del delantal ajustado sobre mis curvas, los tacones resonando en el piso de la cocina mientras cocino para mi esposo… todo eso me hace sentir completa. Y sí, tengo un esposo. Marcos. Alto, protector, un proveedor en toda la extensión de la palabra. Él llega cansado del trabajo y me encuentra esperándolo con una sonrisa, maquillada, con el cabello recogido en un moño coqueto y las piernas cruzadas, mostrando apenas el borde de mis pantis bajo el vestido. A veces no cenamos de inmediato. A veces me inclina contra la mesa, me sube la falda y me toma como suya. Otras veces me arrodillo entre sus piernas, en la sala, aún con el delantal puesto, y lo complazco con la boca como una buena esposa complaciente. Me encanta sentir su semen llenarme la boca o correr caliente entre mis muslos después de que acaba dentro de mí. Esas noches no me pongo pantis para dormir.

 Mi rol es claro. Cocino, limpio, organizo, luzco hermosa para él. Me he convertido en una experta en guisos, en masajes y en mamadas. Hago la compra, administro la casa, y me aseguro de que mis uñas estén siempre bien pintadas. La lencería se ha vuelto mi uniforme. Sujetadores que elevan mis pechos grandes, pesados; tangas que se deslizan entre mis nalgas redondas y suaves. Cada prenda me recuerda lo que soy: una mujer completa, deseada, sumisa y satisfecha. Me despierto antes que él. Me doy un baño largo, me depilo, me pongo una bata suave. Luego me maquillo con esmero: base ligera, delineado fino, un toque de rubor. Después, me visto. Amo sentir cómo el sostén recoge y levanta mis senos. Cómo las medias acarician mis piernas. Cómo el vestido se ajusta justo en la cintura, destacando mi figura. Limpio, cocino, organizo. Doblo su ropa. Huelo sus camisas. Planeo las comidas. Me gusta servirle con una sonrisa, ver cómo se relaja mientras le sirvo el plato. Marcos es un buen hombre. Un proveedor. Un macho. Y yo soy su refugio. Su esposa. Su hembra. A veces no llegamos ni a la alcoba. Como anoche. Me empujó contra la mesa de la cocina y me levantó la bata de dormir. Sentí cómo sus dedos jugaban con mis labios vaginales, esa parte nueva y mágica de mí que todavía me sorprende. Se abre. Absorbe. Contrae. Se humedece apenas lo huelo. Marcos me abrió con paciencia, con hambre, y me penetró ahí mismo, fuerte, profundo. Gemí entre risas, sintiendo mi cuerpo rendirse, mis pezones rozando la fría superficie mientras él descargaba todo su amor adentro de mí. Me quedé goteando sobre el piso mientras él se duchaba. Yo limpié después, con una sonrisa. Me gusta que me use. Que me abra. Que me deje llena. 



Me encanta darle sexo oral por las mañanas. A veces me arrodillo entre sus piernas mientras él revisa su celular. Lo chupo despacio, lo miro a los ojos. Trago todo, siempre. 



Los domingos, mientras horneo pan, se acerca por detrás. Me baja las bragas y me toma por el culo. Doloroso al principio. Intenso después. Maravilloso siempre. Ser suya me llena más que cualquier otra cosa.



 Las otras esposas del vecindario me adoran. Nos reunimos a tomar café. Hablamos de nuestros maridos, de recetas, de las travesuras de los niños. Me he ganado mi lugar entre ellas. Ya no soy “rara”. Soy una más. Compartimos consejos sexuales. Nos reímos. Me preguntan cómo mantengo a Marcos tan contento. Yo solo sonrío. No les digo que mi coño está entrenado para apretarlo justo cuando va a acabar. Que me limpio con orgullo después de cada creampie. Que cuando no lo tengo dentro, lo extraño. Antes no entendía cómo una mujer podía ser feliz así. Hoy, mi felicidad es oler su semen seco en mi interior mientras barro el pasillo. Es sentir mis senos llenos de deseo. Es saber que este cuerpo es útil, hermoso, receptivo. Mi coño está vivo. Palpitante. Caliente. Soy su esposa. Soy su hembra. Soy la mujer que siempre debí ser. 



A veces me sorprendo viendo a mi reflejo, ajustándome el sostén, y pienso: “Sí… esta es la mujer que siempre debí ser.” Y lo sé en cada orgasmo, en cada beso, en cada gemido que se me escapa cuando me penetra profundo por detrás, cuando siento mi cuerpo vibrar y estremecerse, cuando mis piernas tiemblan y mi coño gotea sin pudor. No hay vuelta atrás. Ni la quiero.




*-*-*-*-*-*-**-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*


¡Hola de nuevo, comunidad! 🌟

Aquí Rin reportándose con una nueva actualización.

Sé que he estado algo ausente 😅, ¡pero ya estoy de vuelta! ✨


Pasaron algunas cositas… tuve un par de problemas, pero por suerte ya los logré solucionar .


No había subido historias últimamente porque he estado doblando turnos en el trabajo 🏃‍♀️💼, todo para reunir un dinerito extra para mi colegiatura en la uni 📚.


Además, tuve un imprevisto con mi vehículo 💥 que me dejó sin transporte por un tiempo.


Y para no hacerlo tan dramático, también me tomé unas pequeñas vacaciones el mes pasado 😌🌴.


¡Pero ya estoy de regreso y con muchas ganas de seguir compartiendo cosas con ustedes! 💖✨

Gracias por su paciencia y por seguir aquí ❤️🙏


viernes, 27 de junio de 2025

¿Yo… soy esta mujer?




A veces todavía me cuesta asimilarlo. ¿De verdad soy yo la que camina así por la calle?

Mírame… segura, con la cabeza en alto, el mentón firme, y mis caderas moviéndose al compás de mis pasos, como si toda la vida hubieran sido mías. Siento el suave vaivén de mis senos con cada movimiento, el roce sutil del bikini contra mis pezones endurecidos por el viento, y el peso delicioso de mi busto tirando levemente del escote, recordándome lo que soy ahora.



El sol acaricia mi piel, tibio y cómplice. El cabello largo, suelto, se desliza por mi espalda y mis hombros como una caricia constante. El tirante del bikini se ajusta a mi clavícula, marcando con suavidad la forma de mi cuerpo. Cada paso que doy resuena con la feminidad que ya no solo acepto… reclamo como mía.


No hay duda. Esta ya no es una actuación. No es un disfraz. Esta figura, estas curvas, esta forma de caminar, el modo en que los hombres me miran y las mujeres me analizan… todo es parte de quien soy ahora...


Hace apenas dos años, si alguien me hubiera dicho que terminaría así, me habría reído o le habría gritado en la cara. Porque entonces todo era distinto. Yo era un chico. Un chico cualquiera, de 19 años, algo inseguro, algo torpe, con sueños simples y una vida normal. Hasta que… cambió. No sé si fue un castigo, una broma cósmica o un accidente imposible de explicar, pero un día desperté… y ya no era él. Era ella. Me miré en el espejo y vi una mujer adulta, una mujer real… con curvas, con senos, con caderas anchas… con todo.


No fue fácil. El primer año fue como vivir una pesadilla con los ojos abiertos.

Cada mañana despertaba en un cuerpo que no reconocía. Las caderas anchas me hacían tropezar al caminar, como si todo mi eje hubiera cambiado de lugar. Mis pasos eran torpes, descompasados, como si mis piernas no me obedecieran. El roce del sostén contra mi piel me irritaba; me apretaba mal, me marcaba la espalda… y lo odiaba.


Mirarme desnuda frente al espejo era tortura.



Allí estaba ese cuerpo voluptuoso, ajeno. Ese abultado sexo femenino entre mis piernas, tan expuesto, tan abierto, me aterraba. Sentía que no debía estar ahí. Mis senos… pesados, generosos, caídos lo justo como para recordarme que este cuerpo no era joven, sino maduro. Sentía cómo se mecían cuando caminaba sin sostén. Era como si cada parte de mí se burlara de quien solía ser.


Ir al supermercado me parecía un acto de humillación.

No soportaba que me miraran. Sentía que todos sabían, que me escaneaban con la mirada, como si mi feminidad fuera falsa, una máscara mal puesta. Me cubría entera, evitaba los espejos, las cámaras, las vitrinas. Vivía encerrada, en silencio, con una mezcla de vergüenza, dolor… y un duelo profundo. Me sentía robado. Violado por el destino.

Destruido.


Pero mamá… mamá nunca me soltó.

Ella fue mi guía, mi ancla. Me abrazó sin juicio. Me dio espacio para llorar y luego me dio las herramientas para reconstruirme. Me enseñó a maquillarme con paciencia, a cuidar mi piel con cremas y aceites. Me mostró cómo vestirme con estilo, cómo destacar mis curvas en lugar de esconderlas.


Me explicó con ternura los ciclos menstruales, cómo usar una toalla sanitaria sin incomodidad, cómo leer las señales de mi nuevo cuerpo. Pero lo más importante fue lo que no se enseña con palabras: me habló de aceptación…

De belleza.

De sensualidad.

De poder.



Me enseñó que ser mujer no es solo tener un cuerpo femenino… sino habitarlo.

Sentirlo desde adentro. Escucharlo. Hablar con él.

Usarlo no como un disfraz, sino como una extensión del alma. Como una expresión viva de deseo, de presencia… de fuerza.


Me hizo entender que mi sexo no era solo una forma diferente entre las piernas, no era “otro órgano más”. Era sagrado.

Era fuente. Era puerta. Era la posibilidad de dar vida.

Y mis pechos… esos senos que tanto me pesaban, que tanto me avergonzaban al principio… también tenían un propósito mayor. Podían alimentar esa vida. Eran símbolo de cuidado, de calidez, de poder maternal.


Ser mujer era mucho más que parecerlo. Era serlo desde dentro, en la sangre, en la piel, en los gestos… en cada pequeño detalle que el mundo muchas veces no ve, pero que se siente profundamente.



Y así, poco a poco, ese cuerpo que alguna vez sentí como una prisión… comenzó a transformarse en algo distinto.

Ya no era una jaula.

Era un templo.



Y entonces llegó el segundo año.

El año en que dejé de resistirme… y empecé a descubrirme.

Ya no me escondía. Empecé a disfrutar mis nuevas curvas: cómo se dibujaban bajo una blusa ajustada, cómo mis caderas marcaban un ritmo propio al caminar. Descubrí mi voz, más suave, más dulce, y cómo podía usarla para acariciar los oídos de quien me escuchara.


Aprendí a coquetear con la mirada, a sostenerla un segundo más de lo necesario, a jugar con mi sonrisa. Aprendí a cruzar las piernas con elegancia, a caminar con gracia en tacones sin tropezar, a elegir ropa que no solo me cubriera, sino que me celebrara.

Ahora cuando me veia en espejo en ropa interior abrazando cada curva. Mi cintura, mis pechos, mis caderas… todo en perfecta armonía. Fue ahí cuando lo supe:

Ya no era solo un cuerpo ajeno.

Era yo.



Y con ese reconocimiento vino algo aún más íntimo: la curiosidad.

En mis momentos más privados, comencé a explorar mi nueva sexualidad. A tocarme sin miedo. A descubrir lo que me daba placer, lo que me hacía gemir suavemente en la oscuridad de mi cuarto. Al principio con timidez… y luego con hambre.



Sentir ese calor entre mis piernas, ese latido suave pero insistente, esa humedad que me hablaba de deseo... me transformó.

Aprendí a encenderme con mis propios dedos. A cerrar los ojos y rendirme a sensaciones completamente nuevas. Y con cada suspiro, con cada ola de placer, ganaba algo más: confianza.


Porque solo cuando comencé a amarme en secreto… pude empezar a amarme de verdad.

Y desde ahí… no hubo vuelta atrás.




Y ahora… ahora estoy aquí. Sin vergüenza. Sintiendo cómo cada mirada se clava en mí. Las mujeres me miran de reojo, a veces con desprecio, a veces con una especie de resignación. Los hombres… bueno, los hombres simplemente no pueden evitarlo. Es como si mi cuerpo llamara a sus instintos más profundos. Una mujer de casi 30 años, con la madurez, la seguridad y la figura de una MILF salida de sus más sucias fantasías.


Y lo sé. Siento cómo me escanean con los ojos, cómo se les va la vista hacia mi trasero cada vez que me agacho. Sé que se imaginan cosas. Y no me molesta. De hecho… me encanta.


He tenido que rechazar a varios. Desde chicos jóvenes queriendo “hacerme sentir joven” hasta hombres casados que me escriben como si fueran adolescentes. Pero no… yo ya tengo a alguien. Alguien especial. Alguien que desde el primer momento en que me vio… se le notó en los ojos lo que pensaba.


El jefe de mi mamá.


La primera vez que lo conocí, llevaba un vestido de oficina sencillo, pero ajustado. Su mirada bajó a mi escote antes de que pudiera siquiera saludarlo. Desde entonces, no dejó de invitarme a salir. Al principio me asustaba… me intimidaba. Pero ahora, cuando él me abraza fuerte y me dice lo hermosa que soy, lo deseable, lo irresistible… no puedo negar lo que siento. Él no se enamoró de mi alma. No al principio. Lo que lo atrapó fue mi cuerpo… y luego mi boca… y cómo sé usarla.


Esta noche tengo una cita con él. Me recogerá a las ocho. Mamá me ayudará a prepararme. Me alisará el cabello, me prestará su labial rojo favorito, y me ayudará a elegir entre dos vestidos que parecen pintados sobre mi cuerpo.


Y mientras me mira, me dirá como siempre:

“Eres más mujer de lo que yo fui a tu edad. Y eso… es algo hermoso.”



Y yo… solo podré sonreír.





martes, 24 de junio de 2025

Instinto maternal



Nunca pensé que ser mujer pudiera cambiar tanto cómo me siento por dentro. Pero desde que tengo  este cuerpo femenino, todo es distinto.

No sé si fue el cambio hormonal, el calor constante en mis caderas o el peso suave pero insistente de mis senos cada mañana… pero hay algo que no puedo sacarme de la cabeza:


Quiero ser madre.


Y no hablo de jugar a la casita, ni de fantasías románticas.

Lo deseo de verdad.

Quiero sentir cómo una vida crece dentro de mí. Quiero quedarme embarazada.


Cada vez que salgo, lo veo en todas partes.

Mujeres embarazadas, con sus vientres redondos y perfectos, caminando despacio, con una mano protectora sobre su barriga.

Y no puedo evitarlo… las envidio profundamente.


Las observo con una mezcla de admiración y celos.

Ellas ya lo lograron.

Ellas ya están completas.

Yo, en cambio, solo tengo este cuerpo fértil y ansioso, vacío, esperando el momento.


Las miro con deseo, con ansiedad… y siento un vacío en mi vientre.

Un hueco real.

Mi útero late de impaciencia.

A veces me despierto en la madrugada abrazando una almohada, con la mano sobre mi vientre plano, deseando sentirlo abultado, tenso, vivo…

Me imagino sintiendo las pataditas de mi bebé, el calor de la gestación, el flujo constante de hormonas nutriendo algo más que mi propio cuerpo.


No es fantasía. No es simple deseo sexual.

Es una necesidad física, primitiva, biológica.

Como si todo en mí hubiera sido diseñado para eso: ser fecundada, gestar, parir.


Cada vez que me miro al espejo desnuda, me toco el vientre como si pudiera acelerar el proceso.

Cada vez que mis pezones se endurecen bajo la ropa, me pregunto cómo se sentirían al alimentar a un bebé.

Me imagino mis caderas ensanchándose, mis pechos creciendo, el cambio total…

El milagro de transformarme en madre.


Cuando un hombre me mira, no pienso en coquetear ni en jugar…

Pienso en abrirme para él.

En invitarlo dentro, en sentir su cuerpo empujando sobre el mío… en el momento exacto en que su semen me llena, profundo, tibio, fértil.

Y mientras gimo, me imagino a mí misma en ese instante:

quedando embarazada.

Mi óvulo aceptándolo. Mi cuerpo transformándose.

Convirtiéndome en madre.


Ya no quiero sexo vacío.

No quiero placer que termina en la nada.

Quiero sexo fértil. Sexo con propósito. Sexo que termine con una nueva vida latiendo dentro de mí.


Quiero mirar una prueba de embarazo y ver el resultado positivo.

Quiero contar las semanas, tocarme la barriga y hablarle a la vida que llevo dentro.

Quiero sentirme completa.


Mi instinto grita.

Clama por ser fecundada.

No me basta con sentirme deseada.

Quiero ser llenada. Quiero gemir sabiendo que cada embestida me acerca a la maternidad.


Ya no soy un hombre.

No lo soy desde hace tiempo.


Ahora…

solo quiero ser una mujer embarazada.