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domingo, 17 de agosto de 2025

 

Esteban me miraba con esa mezcla de sorpresa y ternura que hacía que mi corazón se acelerara. “¿Estás… sonriendo?” preguntó, con esa voz suave que me hacía temblar por dentro.


Mi ropa no ayudaba… llevaba un bikini que él mismo me había comprado para nadar, y la forma en que se ajustaba a mis nuevas curvas me hacía sentir expuesta y consciente de cada movimiento.



No pude mirarlo a los ojos; mi nueva apariencia de mujer me hacía sentir vulnerable. Seguía sonriendo, pero mis mejillas ardían mientras bajaba la mirada. Antes, él era mi padrastro, una figura distante y autoritaria. Ahora, mi reflejo en el espejo y la ropa ceñida que llevaba me recordaban que ya no era su hijo… sino una versión femenina perfecta de mi mamá, su “nueva esposa”.


Todavía recordaba la nota que ella me dejó hace un mes: una explicación mínima, fría, pero suficiente para que comprendiera que mi vida había cambiado para siempre. Dormí esa noche y al despertar… todo había cambiado. Mi cuerpo era diferente: curvas suaves, senos que se movían al respirar, caderas que nunca había tenido, y un rostro delicado que podía confundir a cualquiera con la madre de mi anterior yo.


Al principio, había sido miserable. Me sentía atrapada en una vida que no elegí, con un cuerpo que no conocía. Pero Esteban, sorprendentemente, había decidido tratarme con cuidado, respetando mi espacio y mis emociones.


Para animarme, pedí unas vacaciones de su trabajo y me llevó a un lugar en la playa que siempre había soñado visitar. Allí, con el sonido del mar y el calor del sol acariciando mi piel, empecé a sentirme más… yo misma.


Mi cuerpo femenino traía nuevas sensaciones. Cada movimiento, cada roce de la tela de mi ropa interior o del bikini, me recordaba mi transformación. Aprendí a caminar con las caderas, a sentir la ligereza de mis senos y la suavidad de mi piel al sol. A veces, al mirarme en el espejo de la habitación del hotel, me sorprendía explorando cada curva que antes no existía, maravillada por lo que podía sentir y cómo cada gesto era diferente.


Esteban estaba ahí, cerca pero respetuoso. Su atención me hacía sentir extraña: ya no lo veía como mi padrastro, sino como alguien que podía interesarse en mí como mujer. Cada pequeño gesto—una mano rozando mi brazo, una mirada prolongada, un comentario dulce—provocaba emociones que nunca había sentido hacia él antes. Mi virginidad era un pensamiento constante, un recordatorio de que esta nueva vida era mía para explorar, con miedo y emoción entrelazados.


Sentía que cada día me adaptaba más a mi feminidad, y con cada sonrisa que él provocaba en mí, esa sensación de poder y vulnerabilidad se mezclaba. Quería sentirme cerca, quería que él me viera tal como soy ahora, con mi cuerpo y mi identidad transformados, pero sin apresurar nada. Todo era confuso y excitante a la vez: un equilibrio entre deseo, ternura y el miedo de cruzar límites que antes parecían imposibles.


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