🗯RECUERDEN QUE SUBIMOS DE 3 A 4 CAP, CADA FIN DE SEMANA 🗯

viernes, 29 de agosto de 2025



Al principio me negaba. No quería mirarme en el espejo, no quería aceptar que ya no era un chico. El cambio había llegado como una condena lenta, como un virus que corroía cada parte de mi masculinidad hasta dejarme convertido en otra cosa.


El joven fuerte y ambicioso que yo era había desaparecido. En su lugar, el reflejo me devolvía la imagen de una mujer madura, voluptuosa, con curvas amplias y un aire de experiencia que jamás había tenido.


Mi cabello, antes corto y rebelde, ahora caía en ondas largas sobre mis hombros. Mis labios eran gruesos, siempre húmedos, y mis mejillas conservaban ese rubor natural de una mujer que despierta deseos. Pero lo que más me costó aceptar fue mi cuerpo: senos grandes, pesados, que se movían con cada respiración; caderas anchas, de madre, que marcaban un vaivén imposible de ocultar; y un trasero redondo, generoso, que me hacía sentir expuesta cada vez que alguien caminaba detrás de mí.


Durante semanas me escondí. No podía soportar la idea de que los demás me vieran así, de que reconocieran en mí a una mujer madura donde antes había un hombre joven. Pero el tiempo me fue desgastando, y descubrí algo que no esperaba: mi cuerpo pedía atención. Mis pezones se endurecían con el más leve roce de la ropa, mis muslos se calentaban cuando recordaba cómo me miraban en la calle, y en las noches mis manos recorrían mi nueva piel con ansiedad.


Fue entonces que me di cuenta: madurar no era solo crecer, también era aceptar. Aceptar que mi vida ya no sería la de antes, aceptar que no había marcha atrás. Y poco a poco, lo fui admitiendo.


“Madura es aceptar que ser mujer no está tan mal… después de todo, tengo un cuerpo maduro.”


La primera vez que lo dije en voz alta estaba desnuda frente al espejo, acariciando mis caderas con las dos manos. Toqué mis senos, los levanté, los solté, y los vi rebotar pesados. Mi trasero, amplio, me devolvía una silueta que antes hubiera deseado como hombre, y que ahora me pertenecía por completo.


Mi reflejo ya no me aterraba: me excitaba.


Y con la aceptación vino algo más: la decisión de vivir como mujer. Me vestí con ropa ajustada, que marcaba mis curvas. Me maquillé los labios de rojo intenso. Caminé por la calle con tacones, sintiendo cómo mis caderas se movían naturalmente, y por primera vez disfruté las miradas de los hombres. No eran miradas de burla ni de compasión: eran miradas de deseo. Me deseaban. Y yo lo disfrutaba.


Esa misma noche, uno de ellos se me acercó en un bar. Un hombre maduro, fuerte, con una sonrisa segura. Antes me hubiera sentido incómodo, pero esa vez, en mi nueva piel, respondí a su invitación con una sonrisa tímida. Tomamos unas copas, hablamos, y cuando me ofreció acompañarlo a su departamento, acepté sin dudarlo.


El camino en el taxi. Una parte de mí aún recordaba que había sido un hombre. Otra parte, la que dominaba, latía de deseo, anticipando lo que vendría.


Cuando llegamos, apenas cerró la puerta, me besó con fuerza. Sus manos recorrieron mi espalda, bajaron a mis caderas, apretaron mi trasero. Y yo gemí contra sus labios, sin contenerme.


La ropa cayó al suelo poco a poco, hasta que quedé desnuda bajo su mirada. Sentí su deseo al verme, y en ese momento no tuve dudas: ser mujer no era una condena, era una bendición.


Nos tumbamos en la cama, y él me acarició como si supiera exactamente lo que necesitaba. Sus labios recorrieron mis senos, chupando mis pezones hasta hacerme retorcer de placer. Sus manos me abrían los muslos, y yo, con el rostro encendido, lo dejaba explorarme sin resistencia.


Cuando me penetró, un gemido profundo me escapó de los labios. Mi cuerpo, mi nuevo cuerpo, lo recibió como si hubiera estado esperando ese momento toda la vida. Sus embestidas me hicieron temblar, mis senos rebotaban con cada movimiento, mi trasero se alzaba para encontrarlo.



La mujer que ahora era se entregó por completo. No había miedo, no había dudas. Solo placer.


Y cuando todo terminó, cuando ambos caímos rendidos sobre la cama, sudados y exhaustos, me acaricié el vientre, aún temblando, y repetí en voz baja, casi como un mantra:


“Madura es aceptar que ser mujer no está tan mal. Después de todo… tengo un cuerpo maduro.”


Me dormí esa noche con una sonrisa en los labios, sabiendo que había aceptado mi destino. Y no solo lo había aceptado: lo había abrazado.


Ahora, cada día, vivo como lo que soy. Me arreglo, me maquillo, camino erguida, con mis curvas moviéndose con orgullo. Y cuando los hombres me miran con deseo, cuando sus ojos se clavan en mis senos o en mi trasero, no me escondo.


Soy una mujer madura. Soy una milf. Y me encanta serlo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu opinión es inportante para el equipo del blog, puesdes cometar si gustas ⬆️⬇️