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sábado, 23 de agosto de 2025

  Yo apenas había cumplido 18 años. Era hombre, y mi mayor sueño era unirme a la Infantería de Marina, seguir los pasos de mi padre y servir a mi patria. Me veía marchando con el uniforme, portando el fusil con orgullo, defendiendo a mi gente como él lo había hecho. Desde niño escuchaba sus historias de disciplina, camaradería y sacrificio, y me sentía destinado a continuar ese legado.


Pero la vida tenía otros planes: me contagié del virus del cambio de género. Al principio pensé que eran rumores exagerados, noticias lejanas que jamás me afectarían. Pero pronto empecé a notar los cambios en mi cuerpo: la voz se suavizaba, mi piel se volvía más tersa, el vello corporal desaparecía poco a poco. En cuestión de meses, los músculos que tanto había trabajado se transformaron en curvas femeninas, y mi rostro adquirió delicadeza. En el espejo dejé de reconocerme. Mi sueño de ser infante de marina se esfumaba frente a mí.


Fue devastador. Lloraba en silencio cada noche, abrazado a las viejas fotografías de mi padre con su uniforme, preguntándome por qué la vida me había arrebatado lo que más quería. Me sentía atrapado en un cuerpo ajeno, como si el destino se burlara de mis sueños.


Pero no estaba solo. Mi madre y mis hermanas me rodearon de amor y paciencia. Ellas se convirtieron en mi ancla. Me enseñaron a aceptarme, a vestirme, a cuidar de mi nuevo cuerpo, a peinarme, a maquillarme, incluso a caminar con gracia. Cada paso era incómodo, pero su risa y cariño me ayudaban a sobrellevarlo. Me decían que la fuerza de un soldado también podía estar en la ternura, y que la guerra que yo libraba no era con armas, sino con aceptación.


Una vez bromearon mientras me probaba un vestido que me quedaba sorprendentemente bien:

—Si no puedes ser Kevin, quizá debas ser Kendra.


Al principio me incomodó, pero con el tiempo entendí que tenían razón. Ese fue el nombre que adopté: Kendra Renee. Con él, dejé atrás al joven que nunca llegaría a la Marina y abracé a la mujer que el destino había decidido que fuera.


Decidí que, aunque mi sueño original se había perdido, podía encontrar un nuevo camino para servir y hacer la diferencia. Siempre me había conmovido ver a mi madre cuidar de los enfermos del barrio, así que seguí su ejemplo: estudié enfermería durante dos años y luego me uní al Ejército, no como soldado de combate, sino como enfermera de primera línea. Descubrí que servir también podía significar sanar, consolar y dar esperanza en medio del caos de la guerra.


Fue en ese hospital de campaña, entre olor a desinfectante, tierra y sangre, donde conocí a Roberto. Él había resultado gravemente herido en una emboscada. Recuerdo su mirada intensa cuando despertó por primera vez y me vio inclinada sobre él, limpiando sus heridas. Durante semanas lo cuidé, velando sus noches, escuchando sus historias, alentándolo a no rendirse. Con cada día que pasaba, mi admiración se transformaba en cariño, y el cariño en un amor profundo y auténtico.


Un día, con el corazón en la mano, reuní el valor para confesarle mi secreto: que no había nacido mujer, que mi cuerpo era producto del virus. Temía perderlo en ese instante. Pero Roberto me tomó la mano con ternura, me miró con una firmeza que aún recuerdo, y me dijo:

—Eres la mujer que amo, Kendra. Nada cambiará eso.


Lloré en silencio, no de tristeza, sino de alivio.


Nos casamos poco después, en una pequeña ceremonia sencilla, rodeados de compañeros de armas y de algunas de mis hermanas. No hubo lujo, pero sí abundó la emoción. Recuerdo las lágrimas de mi madre cuando me vio entrar con el vestido blanco, como si hubiera olvidado por completo al hijo que perdió y solo pudiera ver a la hija que florecía.


En nuestra luna de miel, en una humilde cabaña, descubrí que estaba embarazada. Sentí miedo, pero también una felicidad inmensa. Roberto lloró de alegría, y yo, entre nervios y risas, entendí que la vida me daba un nuevo propósito. La vida me bendijo con cinco hijas maravillosas, que crecieron fuertes, independientes y cariñosas. Cada una reflejaba un poco de nosotros: la valentía de su padre y la resiliencia de su madre.


Hoy todas son mujeres adultas, con sus propias familias y luchas. Algunas siguieron caminos de servicio como yo, otras se dedicaron al arte, al comercio, a la enseñanza. Pero todas conservan la fortaleza que aprendieron en nuestro hogar.


Cada una de mis hijas me dio dos nietas más. Hoy soy abuela de 10 y también bisabuela de 2. A veces, cuando me reúno con todas, la casa se llena de risas, gritos y canciones. Hay olor a pan recién horneado, niñas corriendo de un lado a otro, discusiones alegres en la cocina sobre recetas y secretos de familia. Me emociona ver cómo repiten los gestos de maternidad que yo les enseñé: la manera de arrullar, de cocinar juntas, de aconsejar con dulzura. Ha sido una de las mayores alegrías de mi vida.


Roberto ya no está. Partió hace años, pero su recuerdo sigue vivo en cada una de nuestras hijas y nietas, en la disciplina que inculcó, en las historias que contaba antes de dormir. Él fue lo que yo nunca pude ser: un soldado, un héroe. Y, sin embargo, también fue mi maestro en el amor, la ternura y el respeto.


Mis hijas y nietas, llenas de vitalidad y picardía, me animan a buscar un nuevo hombre. Se ríen y me dicen entre juegos:

—¡Abuela, mereces ser feliz otra vez!


Algunas incluso me han presentado a algunos hombres… pero nada ha cuajado. Sonrío, agradecida por su entusiasmo, aunque dentro de mí sé que todavía vivo de los recuerdos.


Porque ellas no saben mi secreto. Para ellas, siempre he sido la mujer fuerte y sabia que levantó esta familia, la matriarca que guía con paciencia y firmeza. Y aunque a veces me invade la nostalgia, también recuerdo el calor de los brazos de mi marido, la pasión con la que me hacía suya, cómo me dejó embarazada de nuestras hijas. Es un recuerdo que me acompaña y me hace sentir viva.


Ahora, mientras preparo la casa para recibir a mis nietas y bisnietas en otra reunión familiar, pienso en cuánto deseo transmitirles la esencia de lo que significa ser mujer: la fuerza y la ternura, la sabiduría y la sensualidad, la capacidad de cuidar y amar sin miedo, de levantarse tras cada caída y de liderar con determinación.



Mi secreto permanece guardado, enterrado en el pasado, pero mi ejemplo es mi herencia.


Ser mujer nunca fue una condena; al contrario, fue el regalo más hermoso que la vida pudo darme. Y mientras mis nietas me animan a enamorarme de nuevo, sonrío y recuerdo que incluso en los caminos más inesperados, la vida puede sorprendernos con amor, felicidad y plenitud..

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