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miércoles, 19 de junio de 2024



Siempre fui un hombre común, con una vida sencilla y un trabajo rutinario en una oficina. Sin embargo, todo cambió cuando fui diagnosticado con una rara enfermedad genética: mi cromosoma Y estaba transformándose lentamente en un cromosoma X. Este cambio causaba una disminución drástica en la producción de testosterona y desencadenaba una serie de transformaciones físicas y mentales, incluyendo una inesperada regresión de edad.

Al principio, no quise aceptar la gravedad de la situación y me negué a seguir el tratamiento hormonal que me habían recomendado. Pero a medida que pasaban los días, los cambios se volvieron innegables. Mi piel, antes áspera y cubierta de vello, se volvía más suave y tersa, como si se hubiera iluminado desde adentro. El vello corporal se fue adelgazando y aclarándose hasta casi desaparecer, dejando mi piel suave como la seda.

Mis músculos se reducían, perdiendo la definición masculina que una vez tuve, y mi voz se tornaba un poco más aguda, adquiriendo un timbre cada vez más femenino. La primera vez que noté el cambio en mi voz fue impactante. Una mañana, al saludar a mis compañeros de trabajo, me di cuenta de que mi tono era más alto y melodioso, algo que me dejó atónito.

Cada mañana, al mirarme al espejo, notaba algo diferente. Mi rostro se transformaba lentamente, los pómulos se volvían más altos y pronunciados, y mis labios, antes delgados, se llenaban, dándome una apariencia más joven y femenina. Mis ojos parecían más grandes y expresivos, enmarcados por pestañas que se alargaban y oscurecían.


La transformación de mi torso fue especialmente impactante. Mis pectorales, que alguna vez habían sido planos y firmes, comenzaron a hincharse y redondearse. Observaba, incrédulo, cómo mis senos crecían día tras día, llenando lentamente mis camisetas de una manera que me resultaba desconcertante. La sensación de su peso y su movimiento era algo completamente nuevo para mí. Mis pezones se volvieron más sensibles, y el contorno de mis senos se definía cada vez más, dándome un busto pleno y femenino.

Mi cintura se fue estrechando, dándome una figura más curvilínea, mientras mis caderas se ensanchaban notablemente. La estructura de mi pelvis también se modificaba, y con el tiempo, mis caderas se volvieron más anchas, proporcionándome una silueta típicamente femenina. Mis piernas se afinaban y alargaban, y notaba que incluso mi andar cambiaba, adaptándose a esta nueva distribución de mi cuerpo. Sentía una ligereza y una gracia que nunca había experimentado antes. Cada paso que daba, sentía cómo mis caderas se balanceaban suavemente, y mi nueva figura atraía miradas que me hacían sentir una mezcla de vergüenza y orgullo.

Además de los cambios físicos, mi cuerpo parecía rejuvenecer. Mi piel se volvía más suave y libre de arrugas, y mi energía aumentaba, como si el tiempo retrocediera. Mi apariencia se transformaba de un hombre adulto a la de una joven mujer de unos 20 años.



Estos cambios físicos eran desconcertantes, pero lo que más me preocupaba era la confusión mental que comenzaba a sentir. Junto con los cambios físicos, comenzaron a surgir en mí recuerdos y deseos que nunca había tenido. Recordaba situaciones de mi infancia de manera diferente, como si siempre hubiera sido una chica llamada Julia. Estos recuerdos, aunque falsos, eran increíblemente vívidos. Me encontraba cuestionando mi propia identidad y preguntándome si alguna vez había sido realmente Julián. Los días pasaban y esos recuerdos se hacían más fuertes y dominantes, mientras mi conexión con mi vida pasada se desvanecía.

Además, mi falta de testosterona provocó que mis emociones cambiaran drásticamente. Me sentía más sensible y empática, características que antes no había experimentado con tanta intensidad. Estos cambios emocionales me hacían más receptiva y conectada con las personas a mi alrededor.


Una tarde, mientras paseaba por el parque, vi a una madre jugando con su hijo pequeño. Algo en esa escena despertó en mí un profundo deseo de ser madre, un anhelo que jamás había sentido como hombre. No podía apartar la vista de ellos. Más tarde, la madre se sentó en un banco y comenzó a amamantar a su bebé. Al ver cómo el niño se alimentaba y cómo la madre lo sostenía con amor y ternura, un instinto maternal se apoderó de mí de una manera abrumadora. Sentí una necesidad física y emocional de cuidar y alimentar a un bebé, como si ese fuera mi propósito más profundo y natural. Sentí un vacío en mi interior, un deseo ardiente de experimentar esa conexión única.


Ese sentimiento creció día tras día, hasta convertirse en mi mayor deseo. Finalmente, acepté mi nueva identidad y me embarqué en el camino para convertirme en madre. 


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