Nunca había sentido tanto repudio por esas mujeres, las típicas "señoras mamonas". Se creían dueñas de todo, mandonas, condescendientes y siempre listas para tronar los dedos a quien no cumpliera sus caprichos. Mis roces con ellas eran constantes; me exasperaban con su actitud arrogante y la forma en que parecían despreciar a quienes las rodeaban.
Todo cambió el día que contraje el virus MILF. Al principio, pensé que era una broma de mal gusto, pero pronto mi cuerpo comenzó a transformarse de manera alarmante. Mis músculos se suavizaron, mi piel se volvió más tersa y comencé a desarrollar senos que se sentían pesados y extraños. Mi cabello, antes corto y desaliñado, creció rápidamente hasta caer en ondas brillantes sobre mis hombros. Mi rostro también cambió, volviéndose más femenino y maduro, con pómulos altos y labios carnosos. Lo más impactante fue cuando mis genitales cambiaron de un pene a una vagina, una sensación extraña y perturbadora que marcó el clímax de mi transformación.
La progresión de edad fue igualmente desconcertante. En cuestión de semanas, pasé de ser un joven de veinte años a una mujer madura de alrededor de cuarenta. Mi reflejo en el espejo se volvió irreconocible. Mi padre, desconcertado y preocupado, decidió que lo mejor sería enviarme a vivir con mi tía Patricia.
Patricia, a pesar de ser el epítome de una "señora mamona", me recibió con una mezcla de curiosidad y determinación. Ahora que era una mujer como ella, me trataba con una especie de deferencia, como si quisiera moldearme a su imagen. Los primeros días con ella fueron duros. Todo era nuevo y extraño para mí. Ella comenzó con lo básico: cómo elegir y usar un brasier adecuado, algo que nunca había imaginado tener que aprender. Pasamos horas frente al espejo, ella enseñándome la técnica para aplicar el maquillaje correctamente, explicándome la importancia de cada paso, desde la base hasta el delineador y el lápiz labial.
Aprendí a caminar con tacones altos, un desafío que me hacía sentir como si aprendiera a caminar de nuevo. Me enseñó a combinar ropa para diferentes ocasiones, desde atuendos casuales hasta vestidos elegantes para eventos sociales. Las primeras veces me sentía como un impostor en mi propia piel, pero lentamente comencé a adaptarme, hasta sentirme cómoda en mi nuevo cuerpo.
No fue solo el aspecto físico lo que cambió. Inconscientemente, empecé a imitar a Patricia. Sus gestos, su forma de hablar, incluso su manera de pensar, se fueron infiltrando en mi personalidad. Me sorprendía a mí misma replicando sus expresiones faciales, su tono autoritario y su postura confiada. Las mañanas frente al espejo maquillándome se convirtieron en momentos de reflexión y aceptación de mi nueva identidad.
Un año después, Patricia había logrado encontrarme un marido, un hombre adinerado y atento que encajaba perfectamente en mi nueva vida. Era un hombre de negocios exitoso, con una mansión en los suburbios y una rutina marcada por cenas de gala y eventos sociales. Me convertí en la madrastra de sus hijos, dos adolescentes que inicialmente me veían con desconfianza. Al principio, me resultaba extraño y abrumador, pero poco a poco me fui adaptando a mi nuevo rol.
Las cenas familiares , donde supervisaba la preparación de platos elaborados y me aseguraba de que todo estuviera en su lugar. Las reuniones sociales eran un campo de pruebas constante para mis nuevas habilidades sociales, aprendidas bajo la tutela de Patricia.
Mi guardarropa se llenó de vestidos elegantes, joyas y tacones altos, cada uno seleccionado con cuidado para cada ocasión.
Además de las actividades sociales, las actividades cotidianas también pasaron a ser parte de mi rutina. Supervisar a los empleados de la casa, organizar eventos y manejar las finanzas domésticas se convirtieron en tareas diarias. Con el tiempo, gané la confianza y el respeto de mi nuevo esposo y sus hijos, estableciéndome firmemente en mi papel.
Descubrí también el placer de tener sexo como mujer. Al principio, la idea me resultaba inquietante, pero pronto me encontré disfrutando de la intimidad de una manera completamente nueva.
Con el tiempo, aprendí a usar mi sexualidad como una herramienta para influir en mi marido. Descubrí que negarle sexo cuando hacía algo que no me gustaba era una manera efectiva de ejercer control sobre él. Si no cumplía con mis expectativas o tomaba decisiones que consideraba inapropiadas, simplemente me volvía distante e inalcanzable. Pronto, él aprendió a anticipar mis deseos y necesidades, asegurándose de que siempre estuviera complacida.
Me había convertido en la señora de la casa, con toda la autoridad y responsabilidad que ello implicaba. Mi palabra era ley en nuestro hogar. Desde decidir el menú de la semana hasta aprobar las decisiones importantes sobre la educación de los niños, mi opinión era la más valorada. Tenía un poder que nunca había imaginado tener, y lo ejercía con la misma seguridad y firmeza que había visto en Patricia.
Cada día me sentía más en control, más segura en mi nueva identidad. Las inseguridades iniciales se desvanecieron y me encontré disfrutando de mi posición.
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Hoy, mientras estaba en el supermercado, algo en mi interior se agitó. La fila era larga y la cajera parecía ir demasiado lenta. Sentí una oleada de frustración creciente, y casi sin darme cuenta, le exigí que me atendiera primero. Argumenté que mi tiempo era valioso y que no podía permitirme esperar, mi voz adoptando el tono autoritario y condescendiente que había aprendido a emplear con los empleados domésticos en casa. Miré a la cajera con una mezcla de impaciencia y superioridad, un gesto que se había vuelto casi natural para mí.
La mirada sorprendida y asustada de la cajera me hizo detenerme en seco. Observé cómo sus manos temblaban ligeramente mientras intentaba acelerar el proceso de cobro. En ese momento, me di cuenta de la transformación completa que había sufrido.
Me había convertido en lo que más repudiaba: una "señora mamona". Las mismas actitudes y comportamientos que una vez detesté en otras personas ahora formaban parte de mi propio repertorio. Sentí una mezcla de ironía y resignación al comprender que mi nueva identidad incluía estos rasgos que antes despreciaba.
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